Un museo «entre»

Apuntes para un programa de mediación que ponga el acento en la apertura y la escucha, la participación, la creación de redes y la proximidad.

Niños jugando en la escuela, 1966

Niños jugando en la escuela, 1966 | Örebro läns museum | Dominio público

Hace tiempo que dejamos de entender el museo como un almacén. Ahora buscamos nuevos modelos que abran las instituciones al diálogo y a la colaboración, que hagan énfasis en los vínculos. El reto de la mediación cultural está en cómo crear estos espacios de encuentro y relación.

En su libro seminal Modos de ver, el crítico de arte John Berger llama nuestra atención sobre una idea sencilla que tiene, sin embargo, importantes consecuencias. A pesar de lo que pudiera parecer, dice, lo que vemos no son las cosas en sí, sino las relaciones que existen entre ellas y nosotros mismos. El que fuera uno de los más agudos críticos de la imagen contemporánea llama así nuestra atención sobre lo que es verdaderamente importante: lo que hace «mundo», lo que genera el sentido, son las conexiones, las correspondencias, los vínculos que tejemos en permanente diálogo con los demás. Esto es, que la mirada siempre es relación, interpretación, un movimiento recíproco e incesante en el que «el ojo del otro se combina con nuestro ojo».[1]

Traigo aquí esta idea porque, con su habitual sencillez, Berger delimita así un espacio de trabajo a la vez rico y complejo. Al recordarnos que lo importante es la conversación permanente en la que se construye solidariamente el sentido, nos invita a pensar en qué condiciones tiene lugar esa conversación y en cómo hacerla, por ejemplo, más abierta y diversa: cómo podemos lograr que incluya a más personas y genere mejores argumentos, que sirva para cuestionar nuestros propios sistemas de pensamiento, nos permita imaginar alternativas y se avive y se sostenga en el tiempo. En esto andan enredadas las instituciones culturales que ponen en el centro el trabajo de la mediación: en crear contextos en los que la calidad de los vínculos, la riqueza del diálogo y la diversidad de las redes y las relaciones posibiliten una mirada sobre el mundo más crítica, compleja y situada.

Una planta generadora de energía social

La cuestión no es nueva. Si miramos atrás, ese desplazamiento de la atención –desde dar a ver los objetos y las obras hasta las relaciones y las conversaciones que desencadenan– ya estaba presente, por ejemplo, en la revolucionaria reivindicación del historiador del arte Alexander Dorner, que en los años veinte promovía la creación de un nuevo tipo de museo.

Avanzándose a propuestas y debates que aún hoy siguen muy vivos, para Dorner era necesario dejar atrás el museo como almacén, como mera exhibición de obras y artefactos, para transformarlo en un espacio que pusiese el énfasis en la producción del sentido y no simplemente en su presentación o su representación. A su juicio, debía ser un «museo en movimiento», en el que la educación y la experiencia de los visitantes fuesen prioritarias, y capaz, además, de afectar y transformar la vida más allá de sus paredes. En su texto The Way Beyond ‘Art’ (1947), Dorner acuña su famosa metáfora del museo como central eléctrica: el nuevo tipo de institución artística que él imagina «no sólo no debe ser un museo de “arte” en el sentido estático tradicional, sino que, estrictamente hablando, no debe ser un “museo”. Un museo conserva supuestamente valores y verdades eternas. El de nuevo tipo sería una especie de central eléctrica, un generador de nuevas energías.»[2]

De Dorner se ha dicho que es una especie de «héroe»[3] o profeta del «nuevo institucionalismo», la corriente que desde los años noventa revisa y sacude las instituciones culturales desde dentro para transformarlas en espacios más abiertos, participados y comprometidos. Su figura ha sido reivindicada con entusiasmo, entre otros, por el comisario Hans Ulrich Obrist,[4] la recogen diferentes museos en la definición de sus objetivos (por ejemplo, el Kunsthal Gent, el M+ de Hong Kong o el digital Museum in Progress) y su idea del museo como central eléctrica ha resultado fecunda también entre los artistas. La adopta, por ejemplo, Marina Abramović como una inspiración para su trabajo, y también Tania Bruguera, décadas después, cuando lanza su proyecto de un «Museo del Arte Útil», un lugar en el que «los espectadores se convierten en usuarios y en energía colectiva, transformadora, que puede ser producida para utilizarse en el mundo que está afuera». Esa energía que genera el museo es aquí un detonante potencial de transformaciones políticas y sociales que van más allá de la institución, una energía social desencadenada por un arte capaz de provocar cambios y de atravesar (o agrietar o perforar) los muros del museo.

Hoy es moneda común reivindicar instituciones culturales abiertas a la participación, atravesadas y afectadas por las complejidades de su entorno, autocríticas y alejadas de la idea del museo como «almacén» o «cámara del tesoro» que hace ya un siglo desechaba Dorner. Así, se postula desde ángulos diversos y con profusa diversidad de adjetivos un museo «social», «expandido», «situado», «elástico», «de los cuidados», «de los afectos» o un «museo asamblea», para dar cuenta de las nuevas prácticas institucionales que buscan esa relación activa del museo o del centro cultural con su afuera, y que tendrían que ser capaces de generar y mantener vivo un caudal de energía social transformadora.

En cada caso, la mediación cultural se propone como el eje articulador de este cambio de perspectiva, aunque la apuesta no se haga siempre con la misma convicción y no se sitúe siempre en el centro de las programaciones. En cualquier caso, esta proliferación de los adjetivos sí habla de una búsqueda de otros modelos institucionales en los que cobra protagonismo la calidad de los vínculos: con los públicos, con los artistas, en los programas, con los vecinos, con el entorno y con los propios trabajadores. Volviendo a Berger, los espacios (reales y simbólicos) en los que «el ojo del otro se combina con nuestro ojo».

Los espacios «entre»

Para entender qué espacio es ese al que presta atención la mediación cultural, puede resultar inspiradora la manera en que Hannah Arendt se refiere al mundo que tenemos en común. A ese espacio que está «entre nosotros”, que es el espacio donde, según ella, nace la política, lo llama simplemente el «entre». De acuerdo con Arendt, en palabras de Fina Birulés, «el mundo es, pues, lo que está entre nosotros, lo que nos separa y nos une»,[5] o también lo que media entre nosotros: el lugar del encuentro.

El verdadero reto para la mediación cultural (para las instituciones culturales) está precisamente en la creación y en el cuidado de los espacios «entre»: los lugares del encuentro (y del desencuentro), aquellos en los que se dan al mismo tiempo la construcción del sentido y la posibilidad de su transformación. Se trata, inevitablemente, de espacios abiertos, inacabados, imperfectos, porque son los espacios de la conversación, de la diferencia, del ensayo, la prueba y el error. Ahí es donde, a mi juicio, se encuentra el combustible que alimenta la institución cultural que anhelaba Alexander Dorner.

La atención al «entre», a los lugares de reunión entre diferentes y a la generación de los vínculos y su cuidado debería ser vertebral para un programa de mediación cultural y tendría que atravesar el diseño y desarrollo de todos los proyectos: tanto los que promueven la creación artística y el pensamiento o ensayan nuevos formatos, como los que se enmarcan en contextos educativos y comunitarios. En cada caso, debería traducirse en un esfuerzo por hacer del museo o del centro cultural un lugar habitado por públicos y colaboradores diversos, conectado con su entorno, atento a lo que ya existe y dispuesto a ampliarlo y ensamblarlo de maneras diversas. En definitiva, una institución abierta al diálogo, a la colaboración y al intercambio.

Cuatro apuntes para un programa de mediación posible

No existe, claro está, una única manera de hacer buena mediación cultural, pero sí podemos anticipar que esta no es factible si no se pone el acento en la apertura y en la escucha, en la participación, en la creación de redes y en la proximidad. Y esto supone entender también que si uno abraza la complejidad, los espacios «entre» son (deberían ser), además, espacios para el desencuentro y el disenso. En este sentido, la mediación es un mecanismo que multiplica la complejidad porque amplía y no reduce los puntos de vista y las interlocuciones.

¿Cuáles podrían ser entonces las coordenadas de un programa de mediación posible? Apunto aquí cuatro propuestas que funcionan más bien como líneas de fuga:

  • Considerar los proyectos como escenarios para el aprendizaje y la intervención, rehuyendo lo acabado, lo que no necesita o no admite preguntas ni colaboraciones, y poner el acento en los procesos de investigación, en los ensayos, en los inicios y en los tránsitos. En este marco, tienen especial valor los dispositivos que permiten observar, aprender y socializar el conocimiento, que abren y comparten el código con que están hechos. Aunque es más fácil trabajar con el experto, el profesional y el sabio, es necesario abrazar también la inexperiencia, el amateurismo y la ignorancia.
  • Hacer que los proyectos funcionen como cajas de resonancia con el entorno, de manera que puedan incorporar respetuosamente un tejido ya existente y sostener también la complejidad y la contradicción. Se trata de abrir conversaciones corales, diversas y transversales, ecologías extendidas que incorporen una pluralidad de comunidades, saberes, instituciones y colectivos. Los programas públicos que resultan de estas interlocuciones son el resultado de comprender la mediación no como un dispositivo de conciliación o pacificación, sino de reconocimiento de la diferencia y multiplicación de la complejidad.
  • Intentar unir cosas y personas que son diferentes entre sí, ensayando nuevos ensamblajes, es decir, nuevas articulaciones que abran a su vez otras posibilidades. Lo que se parece, lo que funciona de manera similar, lo que no incorpora la contradicción es poco «productivo». Es más interesante fomentar el cruce entre disciplinas, el diálogo entre formatos y lenguajes diversos, entre instituciones que se rigen por objetivos dispares, y generar programas que consiguen ser lugares de encuentro entre personas que no comparten las mismas coordenadas. Al mismo tiempo, es fundamental recordar que el acceso y la capacidad para participar están atravesados por múltiples desigualdades. James Clifford definió el museo como «zona de contacto»,[6] recurriendo a la idea con que la lingüista Mary Louise Pratt se refería a los «encuentros» coloniales, para dar cuenta precisamente de los mecanismos de poder que activa el museo y que funcionan activamente en el borrado de las diferencias.
  • Aspirar a ampliar y garantizar el acceso y la participación en la cultura, sobre todo de aquellos que normalmente quedan fuera de los museos y los centros culturales, y muy especialmente de las niñas y los jóvenes. Nunca se reitera lo suficiente que la cultura es una herramienta contra la desigualdad y que la participación cultural encierra también las claves de la participación en otras esferas de la vida colectiva y del ejercicio de la democracia. En este sentido, son clave los proyectos que promueven la vinculación de la cultura y la educación conectando los aprendizajes del aula con el arte, la ciencia y el pensamiento contemporáneo, y a artistas, pensadores y científicos con escuelas, institutos y universidades. También son fundamentales los que incorporan a los jóvenes en calidad de agentes y productores culturales de pleno derecho, generando contextos de participación y comunidades de prácticas.

En definitiva: ensanchar el acceso y la participación, generar comunidades de diálogo y lugares de encuentro y contribuir a enriquecer el debate público alimentando y alentando proyectos de creación y de investigación más corales, conectados y capaces de suscitar preguntas y alternativas.


[1] John Berger, Modos de ver. Barcelona: Gustavo Gili, 2016. Traducción de Justo González Beramendi.

[2] Alexander Dorner, The Way Beyond ‘Art’, Wittenborn, Schultz Inc., 1947, p. 232.

[3] Claire Doherty, «The Institution Is Dead! Long Live the Institution! Contemporary Art and New Institutionalism», Art of Encounter, Nº 15, 2004.

[4] Hans Ulrich Obrist, «Preface», en Did Someone Say Participate? eds. Markus Miessen y Shumon Basar (Cambridge, MA: MIT Press, 2006), p. 14.

[5] Fina Birulés, «Introducción» a Hannah Arendt, ¿Qué es política?, Paidós, 1997, pp. 18-19.

[6] James Clifford, «Museums as Contact Zones», en Routes: Travel and Translation in the Late 20th Century, Harvard University Press, 1997.

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