En los últimos tiempos, ha tenido lugar un giro importante en el ámbito de la creación latinoamericana. Hemos entrado de lleno en la producción de algo que no es literatura hablando sobre arte, sino que es arte y literatura al mismo tiempo. En esta simbiosis de la literatura con el dibujo, la fotografía, el videoarte o la performance destaca Verónica Gerber Bicecci, con una obra que adelanta una lengua nueva que erosiona y modifica cada orilla. Hablamos de esta creadora con motivo de su paso por el festival Kosmopolis celebrado en el CCCB.
En el ojo de Bambi es un cuento curatorial. Mudanza, una performance escrita. Conjunto vacío, una novela que pierde sus contornos. Los hablantes, una exposición despojada de su display. Palabras migrantes, el zigzag de una vida entre fronteras.
Todas son obras debidas a Verónica Gerber Bicecci. Todas construidas como exposiciones, libros, artefactos no sujetos a un solo soporte. A partir de sus formatos intercambiables, cabe la posibilidad de precipitarse en ellas o modificarlas. Tienen capacidad hipnótica para atraparnos y dinamita para sacudirnos.
En algún capítulo, se comportan como espejos y no siempre rebotan imágenes a nuestro gusto. «Fueron» arte y literatura. Porque es evidente que, en un pasado remoto, habitaron uno u otro territorio, pero más tarde saltaron hacia una magnitud distinta que ya nos remite a «otra cosa».
Si en el Manifiesto del tercer paisaje Gilles Clément reivindica cunetas, esquinas ambiguas o perímetros que no son urbanos ni rurales como lugares fuera de control, en Gerber Bicecci podemos hablar de un «tercer lenguaje» que es imagen visual y escritura, pero que ya se ha ocupado de derribar las paredes de tales compartimentos. Y no tanto por la suma que le aporta su conocimiento de los dos mundos, sino por la resta que esa sabiduría le permite. Por la eventualidad de quitar en lugar de poner, de tirar por la borda –en la escritura y en el arte– el lastre que paraliza esos dos ámbitos.
Desde que Montaigne definió el ensayo como el acto de «pintarse uno mismo», apuntaló la conexión entre la fundación de la literatura moderna y el arte. Y si no con el arte, al menos con el retrato. Y si no con el retrato, al menos con el autorretrato. A partir de ahí, fue creciendo una colección que no necesitó de museos firmados por arquitectos estrella ni de exposiciones tramadas por comisarios de postín. Un museo imaginario de cuyas paredes pueden colgar El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, y Composición Nº 1, de Marc Saporta. Una pinacoteca hecha de palabras donde nos cruzamos con G. K. Chesterton, Guy Davenport o Aldous Huxley. Y con Chéjov y Henry James y David Markson y Orhan Pamuk y Don DeLillo y Patrick McGrath y Michel Houellebecq y Donna Tartt y Siri Hustvedt…
En términos iberoamericanos, estos asuntos han navegado con bastantes escollos. Digamos que, durante un buen tiempo, los novelistas no tuvieron por estos paisajes una relación tan fluida con el arte de sus contemporáneos como la tuvo el ensayo de Octavio Paz con Marcel Duchamp. Esto no quiere decir que Guillermo Cabrera Infante no hubiera incorporado el cine y el cabaret, Severo Sarduy el oropel del carnaval, Carlos Monsiváis las telenovelas o, los textos de Pedro Lemebel anticipos fundacionales de la estética queer…
Pero estas excepciones luminosas no deben cegarnos. La llamada «gran literatura latinoamericana», por lo menos hasta el boom, pareció bastante cómoda estableciendo su parangón artístico con el gótico paisa de un Botero o el cubismo reverenciado de un Picasso.
En los últimos tiempos, las cosas han cambiado, sin embargo, a toda velocidad. Basten los nombres de Enrique Vila-Matas, Julián Ríos, Ignacio Vidal-Folch, Álvaro Enrigue, Agustín Fernández Mallo, Juan Francisco Ferré o María Gainza para dar fe de esta marea. O el de César Aira, que se ha bastado él solo para construir uno de los museos más insólitos del mundo (y que incluye por igual piezas o artistas reales o imaginarios). Por tener, tenemos incluso un abanico de musas que van desde Sophie Calle hasta Dominique Gonzalez-Foerster pasando por Chus Martínez.
Recientemente ha tenido lugar un giro importante en todo esto. Más allá de la descripción, hemos entrado de lleno en la producción de algo que no es literatura hablando sobre arte, sino que es arte y literatura al mismo tiempo. Esa ha sido la encomienda de varias escritoras que combinan la literatura con el dibujo, la fotografía, el videoarte o la performance. Así Valérie Mréjen, Chris Kraus, Alicia Kopf, Irene Solà, Dara Scully o Martica Minipunto.
En esta simbiosis resplandece, destacada y pionera, Verónica Gerber Bicecci. Remarcando una evidencia antes que una tendencia, a partir de una obra que adelanta una lengua nueva que esquilma y modifica cada orilla. Lengua que lleva hasta el límite la dinámica del arte contemporáneo al uso y lo asume, directamente, como un género literario.
Si hay un libro que nos avitualla para entender esta operación, ese es Conjunto vacío. Una narración que reconstruye la herencia fragmentaria de una ausencia para la que no se encuentra explicación. Una «metodología del olvido» –¿no decía el bolero que ausencia quiere decir olvido? – en la que el arte se comporta como una angustia que nos lleva a preferir lo malo desconocido antes que lo bueno por conocer. Un dibujo en tiempo real de esa escuela de arte que corre paralela a la escuela de vida. Y en la que retumba una y otra vez la pregunta sobre aquello que solo podría hacer un artista en esta época en la que todos realizamos sus tareas. Esto es: dibujar, hacer fotos, en definitiva, producir imágenes.
Estamos, pues, ante un arte que no siempre se expone (en el sentido museístico) pero que siempre se expone (en el sentido del riesgo). Y ante una literatura que no se conforma con narrar ese arte (eso, más o menos, lo puede hacer cualquiera), sino que se aviene a construirlo.
Si Verónica Gerber Bicecci, como vengo afirmando con fervor, va a ser una de las escritoras de esta década que empieza, lo será, precisamente, por su condición de artista. Y si va a ser una de sus artistas más connotadas, lo será por su condición de escritora.
Consideremos, si no, su trabajo con la estética del silencio de Susan Sontag, donde visualiza zonas del lenguaje escrito que no se perciben en el habla oral: esos pasadizos que cavan los signos de puntuación o las pausas, y que son tan definitorios como mudos. Túneles comunicantes que siguen las líneas de los mapas dibujados por Blanchot, Sontag, Harold Bloom o Don DeLillo. ¿Y si Ulises y Homero fueran una sola y misma presencia? ¿Y si parte de la Biblia hubiera sido escrita por una mujer? ¿Y si la angustia infinita de Sarajevo necesitara de Beckett y su Godot para definirse? ¿Y si Thelonious Monk, Glenn Gould y Thomas Bernhard compartieran un territorio común causante de sus respectivas obras y desgracias?
En esa cuerda, Gerber Bicecci compone una teoría sobre el lenguaje del porvenir que puede salir de «fotografías, correos electrónicos y mapas». O de colocar –al revés de lo que hacen el activismo o la retórica del compromiso– lo individual en las respuestas y lo común en las preguntas. O de sospecharle una política al Cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell. O de rescatar lo autobiográfico, «al mil por ciento», por encima de la autoficción. O de la necesidad de dinamitar el búnker que resguarda al arte o a la literatura como única manera de abrirle otra ventana al habla de este tiempo. O de trastornar el lugar de quién escribe y quién lee, a partir de una novela pasmada «que se quiere quedar sin palabras». O de no equiparar el silencio a aquello que no se oye, sino a aquello que no se ve.
Verónica Gerber Bicecci activa un lenguaje verbal, potente y frágil al mismo tiempo, que se va desmoronando a lo largo de sus cruces entre el arte y la literatura; justo «en el centro de la intersección entre ambos universos».
Solo entonces, en el vórtice de ese choque, saltan las chispas del lenguaje que viene.
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