Regresión

Un cuento navideño, un viaje a los orígenes y a la familia, una regresión en medio de la absurdidad del día a día.

Enric y Charlotte vuelven al pueblo a pasar la Navidad con la familia. Olor a escudella, polvorones y sobremesas. Un reencuentro con el pasado para resituarse.

—¡He tenido que anular un bolo en la Clamores porque si no voy a cenar a casa en Nochebuena a mi madre le da un soponcio!

Hace casi diez años que Enric vive en Madrid, ciudad que escogió para desplegar su carrera como cantautor, a la vista de que ni en su tierra natal ni en Barcelona tenía gran éxito.

—En Madrid es otra historia, allí es donde pasa todo. Madrid es el meollo.

Cuando rondaba por los bares medio vacíos de Barcelona con la guitarra, se presentaba como Enric Moreso, su nombre real, de hecho. En Madrid se hace llamar Henry. Henry More. Y más o menos le da resultado, porque con las actuaciones puede permitirse trabajar solo a media jornada en una gestoría. Siempre hace de uno a tres bolos por semana, y hace tiempo que ha establecido un mínimo de honorarios por bolo, independientemente de si va gente o no. Para llevar a artistas gratis, que vayan los jóvenes, no te digo, que él ya ha cumplido los cuarenta y no hace ningún favor al sector aceptando trabajos por cuatro duros. Pero que te programen en una sala grande cuesta un montón. Es algo que quizá sucede una vez al año, y a menudo en el marco de un festival, junto a otros artistas. Pero esta vez, en la Clamores, habían apostado por él. Era el único artista programado en Nochebuena en esa sala donde, después de la cena navideña y antes de la disco sesentera, él recibiría a los clientes con su mejor repertorio de referencias claramente sabínicas. Todas propias, eso sí, y en castellano. Incluso tiene un hit que se titula «Tu mirada», que suena de vez en cuando en Cadena Dial.

–¿Tú sabes, Enriquet, el disgusto que se llevaría tu yaya si no vinieses a pasar la Navidad al pueblo? […] ¡Haz el favor de no decir más burradas y coger un tren y tirar para aquí! ¿Que te pagan cuánto? ¿Cuánto te pagan por la actuación esta? ¿Cincuenta euros? Ya te los pagará papá, haz el favor, que este año hemos tenido buena cosecha, que por cincuenta euros de mierda te pierdas estos día en familia, ¿no te da pena, Enriquet? desde luego. […] Ni que fueran cien. ¡Me da igual! ¿Qué precio tiene la última Navidad con tu yaya? ¡Que ya tiene noventa y cuatro! ¡Y tú como un tontaina con la guitarrita cantando para cuatro pijos en Madrid! Además, este año vienen tus tíos Madalena y Jacquie de Perpinyà, que sabes que vienen cada dos años. Y me parece que también viene la chica, que se ve que se ha separado y este año se viene con ellos, qué va a hacer, la pobre.

La chica es Charlotte y tiene tres años más que Enric. Tres años exactos porque, como apunte curioso, nacieron el mismo día de febrero. Desde pequeños y hasta bien entrada la juventud solo la veía una semana en verano y una de cada dos Navidades, el año que les tocaba ir con la familia de Madalena, hermana de su madre. Enric creció absolutamente fascinado por Charlotte, que hablaba en ese catalán de la Cataluña norte con ellos y con la madre, y en francés con el padre. Tanto, que se ha pasado la vida comparando a todas las mujeres que ha conocido con ella y han salido todas perdiendo. Alta, delgada, desde adolescente se pintaba los labios de rojo intenso y llevaba el pelo corto o recogido, de manera que siempre le quedaba la nuca al descubierto. A Enric, desarmado ante el exotismo de la prima norcatalana, siempre le había parecido que ella debía de encontrarlo un poco lento, porque a él no terminaban de salirle las palabras cuando la tenía delante y a menudo se encallaba.

Ahora debía de hacer diez años que no la veía, desde su boda con Mark —fue entonces cuando Enric decidió marcharse a probar suerte en Madrid—, un hombre de negocios francés, guapote y cuadrado, siempre encorbatado, más bajito que ella, y con quien Enric nunca auguró un buen matrimonio. No han tenido hijos. Así que, ahora que sabe que volverá a encontrarse con Charlotte, ya no le parece tan dramático eso de perderse la actuación en la Clamores.

Llega el mismo día 24 de diciembre a primera hora de la tarde a la casa de Sant Jaume d’Enveja. Huele a caldo de escudella. La madre y la tía Madalena, que había llegado el día anterior con el marido y la hija, se han encargado de cocinar y de decorarlo todo. El padre apura las horas en el huerto, ajeno a la época y a las visitas, intentado obviar que esté ocurriendo nada especial, excepto cuando se sienta a la mesa, entonces sí, no perdona ni un plato ni un entremés ni un polvorón.

—Qué bonito sería tener una criatura por aquí gateando en Navidad, ¿eh, Mada? Pero ay, hermana, ¡vaya mala suerte que hemos tenido, chica!

—Sí, porque a esta ya se le ha pasado el arroz, ¡tan buenos trabajos, tan buenos trabajos…! Ella y el boniato aquel de Mark, y luego, mira, ¿para qué? ¡El piso vendido y ni una criatura! Ahora, qué quieres que te diga, para separarse, mejor que no haya criaturas de por medio, que después todo son disputas.

—Eso sí.

—Y este, ¿qué? —refiriéndose ahora a Enric, que todavía no se ha quitado el sombrero marrón, el fular beis del cuello (hace tiempo que adoptó estos complementos como distintivos de su marca personal) y la americana gastada del mismo marrón rancio que el sombrero—, que tendrá que buscarse una novia joven porque las de su edad tampoco nos darán ninguna descendencia ya.

Enric y Charlotte cruzan miradas y, por primera vez en la vida, o eso le parece a él, conectan. Conectan en el tedio que les supone verse rodeados de tanto costumbrismo. De haber aterrizado en el planeta de la pasivo-agresividad impune que es la familia. Le da dos besos a la madre, a la tía y a la abuela, que está sentada en la cocina con la mirada perdida, y se guarda los dos besos de Charlotte para el final, que se los devuelve sin aspavientos. Huele muy bien. Él no. Él continúa pensando que ducharse cada día resta autenticidad al artista. Pero esta tarde se duchará y se pondrá colonia e intentará sentarse a su lado en la cena.

Charlotte es sumiller. Trabaja para una de las mejores bodegas francesas. Ha quedado en dos ocasiones finalista del premio a mejor sumiller joven de Francia y se harta de viajar. Se gasta un dineral en cremas antiedad y tiene un entrenador personal que la obliga a hacer un circuito por la ciudad los lunes, y otro en el gimnasio los miércoles; una nutricionista que le permite algún que otro exceso en temporadas como esta de Navidad, pero solo si ha conseguido adelgazar un par de kilos los días previos. Peluquería, esteticista y masajista una vez a la semana. Una habitación entera reservada a su colección de bolsos y zapatos. Aguanta bien, qué caray, está estupenda, eso es lo que le dice todo el mundo, a pesar de que la regla lleva varios meses empezando a hacer el burro. Y nadie entiende cómo es que Mark la ha dejado. Ella sí que lo entiende: ha cotilleado su Instagram a fondo y ha llegado a la conclusión de que se ha liado con una jovencita del trabajo. Un clásico. Seguro que con la chica esta tendrá los hijos que no ha tenido con ella. Aunque a estas alturas tampoco sabría qué hacer con un bebé.

—Va, Enriquet, cántanos algo, ¿quieres? —le pide la tía Madalena, a quien todavía le da la risa cuando lo ve cantar, siempre le ha parecido cómico.

Al padre, en cambio, lo que le agarra es mala leche y cada año acaba soltando el comentario de «¿para eso nos hemos deslomado para pagarte una carrera?». Él asegura el tiro y canta «Tu mirada», lanzándole ídems a Charlotte, un poco animado por el vino de la cena. Ella pone los ojos en blanco a media canción, se levanta y se va al piso de arriba, lo que él interpreta como una clara señal de «sígueme». Cuando acaba el tema, recoge el sombrero y el fular en un santiamén y enfila escaleras arriba, hacia el escondite de la escalera donde hace treinta años la pilló fumando a escondidas. Mientras sube, se va repitiendo «eres un hombre adulto, eres un seductor». Antes, sin embargo, se detiene en el lavabo del primer piso para asegurarse de que no tiene nada entre los dientes ni un moco asomando la cabeza por un agujero de la nariz.

Casi se cae de culo al ver que en el espejo hay un chico igual que él cuando tenía poco más de catorce años (aunque con un sombrero mugriento y un fular sospechosamente beis). Se palpa la cara de crío que ve reflejada y echa en falta la barba minuciosamente mal cortada y que tan interesante [pensaba] que le hacía. Tiene el impulso de soltar un alarido pero lo reprime porque lo último que quiere en estos momentos es convocar a la familia en el lavabo. Así que con la ligereza de pesar veinte kilos menos trepa por las escaleras hasta la azotea. Se dirige al rincón que hay detrás de la casita del lavadero y, efectivamente, allí la tiene, la Charlotte de diecisiete años, con ese aire de mujer fatal precoz que ya había adoptado de adolescente. Cuando le mira la cara se da cuenta de que lleva la raya de los ojos corrida y el pintalabios esparcido, como si solo quedaran restos, ella le mira decepcionada, como esperándolo.

Enriquet no encuentra ni media palabra a la altura de la contundencia de Charlotte, que se le acerca, le acaricia con un dedo el lado izquierdo del rostro hasta que, con el mismo índice, le tapa la boca y le mira muy seria. Él, muerto de miedo y con el dedo de ella todavía posado en los labios, acierta a decir:

—¿Y ahora qué tenemos que hacer, otra vez tan jóvenes?

Ella, categórica como ha sido siempre, le asegura:

—Ahora volveremos a vivir pero sin ser tan patéticos.

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