En pleno auge de formatos sonoros como el pódcast o el audiolibro, proponemos tres alternativas al consumo de audio que juegan de manera deliberada con el acto de escucha: las atmósferas de la música ambient, la conexión con el entorno de la grabación de campo y la exploración del silencio.En una sociedad cada vez más rápida, compleja y ruidosa merece la pena detenerse y explorar otras formas de prestar atención. Modos de relacionarse con el mundo que no pasan necesariamente por el filtro de las grandes plataformas y la pugna por el posicionamiento de contenidos.
Un hombre va sobre un caballo al galope. Al verlo, alguien le grita: «¿Adónde vas?», y el jinete, girándose, contesta: «¡No lo sé, pregúntaselo al caballo!». Como en esta historia zen, da la impresión de que el mundo hiperconectado avanza sin saber muy bien cuál es su destino. La situación no es nueva. Desde hace más de dos siglos, el capitalismo ha acortado el tiempo y estrechado el espacio, haciéndolo todo cada vez más accesible a mayor velocidad. En el campo de la producción cultural, la revolución digital ha generado una oferta de contenidos inabarcable que, en virtud de un modelo de negocio basado en la publicidad, ha desembocado en la llamada «economía de la atención», esto es, entender el interés de las personas como un bien escaso por el que las empresas deben competir, monitoreando su comportamiento y sus gustos para conseguirlo.
En su ensayo Cómo no hacer nada. Resistirse a la economía de la atención, la artista estadounidense Jenny Odell traza paralelismos entre lo que el capitalismo hace al medio ambiente y lo que la economía digital hace a la capacidad de interesarse por algo: «En ambos casos, existe una tendencia hacia un monocultivo agresivo, donde aquellos componentes que son vistos como “no útiles” y que no pueden ser apropiados (por los madereros o por Facebook) son los primeros en desaparecer».
En este artículo se proponen tres maneras de relacionarse con la economía de la atención en un ámbito específico, el del audio, que se ha convertido en el nuevo campo de batalla en el que se expande esta pugna. Pódcast, ficción sonora, audiolibros… colonizan un tiempo antes dedicado al transporte público, al deporte, al paseo, a las tareas domésticas… Unos periodos, los de la vida cotidiana, que en gran medida habían quedado al margen del consumo de imágenes y que ahora se ven invadidos, o cuando menos acompañados, por el consumo de sonidos. Las tres prácticas que siguen proponen no escuchar en un sentido metafórico, ya que más bien se trata de escuchar de un modo distinto. Tres propuestas para investigar y aprender a usar el oído de una forma lúdica.
1. Música de fondo
La lucha por la atención no es nada nuevo en la industria musical. Alizzz, uno de los productores en boga, lo definía así en una entrevista reciente: «Todo el rato tienen que pasar cosas. La tecnología nos ha jodido la cabeza y no somos capaces de atender si no es con estímulos constantes. Ahora es más complicado hacer una canción larga». La mayoría de discográficas ha basado su estrategia en esta premisa, aunque los géneros minoritarios suelen tener margen para la experimentación. Es el caso del ambient, una etiqueta escurridiza que agrupa diversas formas de música atmosférica. Se trata de composiciones electrónicas repetitivas, de larga duración, sin un ritmo marcado, que tienden a ser evocadoras. «A menudo, los discos te hacen sentir como si estuvieras en dos lugares a la vez», escribía Joshua Rothman, editor de The New Yorker, «te da la sensación de que podría haber una forma alternativa de habitar el lugar y el tiempo en el que te encuentras».
Se suele citar al vanguardista Erik Satie como antecesor del género. A principios del siglo XX inventó el concepto de «música de mobiliario», que compuso a modo de experimento satírico, y que estaba pensada para acompañar fiestas y acontecimientos sin acaparar el protagonismo. Sin embargo, el nacimiento de la etiqueta ambient como tal se atribuye a Brian Eno, que acuñó el término en su disco de 1978 Ambient 1: Music for Airports. En las notas interiores del álbum, el artista la define como música «diseñada para inducir la calma y el espacio para pensar», recalcando que «tiene que ser capaz de ajustarse a varios niveles de atención auditiva sin imponer ninguna en particular: tiene que poder ser ignorada tanto como resultar interesante».
En los últimos cuarenta años, el género ha evolucionado de manera fértil y diversa, pero más allá de su atractivo musical, es remarcable que una propuesta artística invite a reflexionar sobre el acto de recepción y no de creación, invitando a decidir qué grado de interés se quiere prestar a las obras. La mayor parte del arte y la cultura, más aún en la economía de la atención, busca de manera explícita capturar la curiosidad, por lo que merece la pena dar una oportunidad a esta práctica, aunque sea para experimentar con el propio acto de escucha.
2. Ruido
Cualquiera que se interese por la música ambient se dará cuenta enseguida de que el volumen ideal para reproducirla no es ni demasiado alto ni demasiado bajo. Lo suficiente como para crear una atmósfera, pero dejando espacio a la sonoridad propia del contexto. El entorno es, de hecho, la materia prima de la segunda práctica de escucha que requiere de una capacidad de atención distinta. Se trata de la «grabación de campo» (field recording), la captura de sonidos de la naturaleza o el entorno, fuera de un estudio de grabación.
Los orígenes de la grabación de campo se remontan al trabajo documental, pero pronto se ramificó en disciplinas como la bioacústica o la ecología acústica, que emplean el audio para estudiar el comportamiento de especies animales y la salud de hábitats naturales. De hecho, gracias a la inteligencia artificial y el big data, estos campos de estudio siguen evolucionando. Sirvan de ejemplo proyectos como los de Rainforest Connection, una organización que emplea grabaciones con smartphones usados para detectar la tala ilegal en selvas de todo el mundo; o Pattern Radio: Whale Songs, que usa la IA de Google para analizar miles de horas de cantos de ballenas.
Pronto estas disciplinas ecológicas dieron lugar a iniciativas a medio camino entre la preservación y la evocación poética del entorno, convirtiéndose en grabaciones que se pueden apreciar emocionalmente. Es el caso de los «paisajes sonoros» (soundscapes), registros del sonido ambiente de contextos específicos que incluyen también los que son generados por el ser humano. Su principal precursor es el influyente compositor y pedagogo R. Murray Schafer, que considera el mundo como «una composición musical macrocósmica» y defiende que su rol como artista sonoro es recordar que «si escuchas con atención, tu vida mejora, se vuelve más interesante».
En la misma línea, y más allá de la grabación como forma de documentación, destaca la «escucha profunda» (deep listening), articulada en los años setenta por Pauline Oliveros. La artista y escritora la define como el acto de «escuchar de todas las formas posibles todo lo que se pueda oír sin importar lo que se esté haciendo. Una escucha tan intensa que incluye los sonidos de la vida cotidiana, de la naturaleza, de los propios pensamientos y de los sonidos musicales». Una práctica que tradujo en ejercicios meditativos pensados para desarrollar la receptividad y eliminar la tendencia al análisis y al juicio constante que en su opinión dominan la cultura occidental.
Merece la pena recordar que este tipo de escucha, entre el registro histórico y la contemplación, fue uno de los lugares comunes durante el confinamiento domiciliario de 2020 a causa del coronavirus. Algunas iniciativas recogieron este renovado interés por el sonido ambiente en proyectos como «Historias Sonoras del COVID-19» o el ensayo sonoro «Silencio de radio», de Isabel Cadenas Cañón.
3. Silencio
La apreciación del ruido está íntimamente relacionada con la tercera y última propuesta en torno a la atención sonora: Tratar de no escuchar nada. Una invitación en sí misma paradójica, porque si el silencio es la ausencia de sonido, ¿qué es lo que se puede apreciar cuando no se oye nada?
Para escribir sobre la exploración del silencio es ineludible recurrir al músico experimental John Cage, que a lo largo del siglo XX trabajó con esta materia en diversas de sus piezas musicales. En su colección de ensayos Silencio, relata cómo su investigación le llevó a la cámara anecoica de Harvard, una habitación diseñada para absorber las ondas acústicas y electromagnéticas, por lo que debería ser el mejor lugar del mundo para no oír absolutamente nada: «Escuché dos sonidos, uno alto y otro bajo. Cuando se los describí al ingeniero de sonido que estaba al cargo, me informó de que el alto era mi sistema nervioso en funcionamiento, el bajo, mi sangre en circulación. Hasta que muera habrá sonidos».
De la constatación de la imposibilidad de un silencio absoluto nació la inefable 4’33’’, compuesta en 1952 para que un intérprete sostenga o se siente frente a un instrumento musical sin tocarlo, durante los poco más de cuatro minutos y medio que anuncia el título. En el ensayo Océano de sonido, el músico y escritor David Toop remarca que hay una «suposición errónea de que la pieza es una demostración zen de la nada», pero, dado que Cage ya había comprobado que el silencio absoluto no existe, el sentido de la obra sería generar una «paulatina conciencia del entorno sonoro inmediato». Un entorno que puede ser el de la sala de conciertos (con el rumor del exterior, el zumbido del aire acondicionado, la tos de un espectador…), o incluso el del ámbito doméstico. De hecho, el propio Toop relata su experiencia al reproducir una grabación de la obra de 1974: «Por primera vez escuché el ruido de superficie de un vinilo italiano mal prensado con interés en lugar de irritación».
Por imperfecto que sea, la apreciación de este silencio relativo cumple otra función más allá de la estética: aportar cierto grado de quietud y calma como remedio al estruendo del mundo contemporáneo. Algo que también abordó Cage en un proyecto jamás realizado, Silent Prayer, que debía consistir en una grabación de silencio ininterrumpido que trataría de vender a Muzak Co., la empresa que se hizo famosa por inventar el hilo musical. Dejando a un lado lo sarcástico de la idea, el músico estadounidense la imaginó como la posibilidad de acallar el barullo de la sociedad de consumo con una tranquilidad que invadiría las oficinas, los centros comerciales, las cafeterías, las consultas médicas, los ascensores…
Huella y anuncio
Es de justicia reconocer que tanto la apreciación del silencio como algunas de las experiencias mencionadas pueden estar aquejadas de cierta visión privilegiada desde el occidente desarrollado. Eso no impide observar que diversas tendencias en esta línea confluyen en la cultura mainstream de todo el mundo: meditación, baños de bosque, retiros espirituales y otras prácticas a medio camino entre el wellness y la salud mental; pero también la búsqueda de una menor densidad urbana y una revalorización de la vida fuera de las grandes urbes, especialmente en un contexto de pandemia.
Escribía Jacques Attali en 1985 que «la música no es ni una actividad autónoma ni una implicación automática de la infraestructura económica. Es a la vez huella y anuncio, pues el cambio se inscribe en el ruido más rápido de lo que tarda en aparecer en la sociedad que él anuncia». Si estaba en lo cierto, aquello que suena y se escucha es un reflejo de los cambios sociales, pero también puede ser su causa. No en vano, se dice que el álbum con cantos de ballena Songs of the Humpback Whale contribuyó a la preservación de esta especie, tras convertirse inesperadamente en un éxito global. Aunque sea de una manera menos ambiciosa, sirvan el ambient, la grabación de campo y la exploración del silencio como ejercicios para investigar, entender e incluso relacionarse de una forma distinta con el rumor constante del caos urbano y la sobredosis digital.
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