Internet ha sido la gesta más descentralizada de la historia de la humanidad, la máquina más eficaz y eficiente jamás inventada para poner saberes al alcance de la mayoría y al servicio de la organización social desde abajo. Por eso, a pesar de su privatización o de la apropiación de nuestros datos y contenidos, aún es posible idear otros futuros para la red. Por cortesía de consonni publicamos un avance de Las redes son nuestras, un libro de Marta G. Franco.
Los robos y las pérdidas
Hace ocho años nos robaron internet. Lo habíamos llevado demasiado lejos, y nos lo quitaron. Desde 2011, cuando internet se convirtió en sinónimo de redes sociales, protagonizamos la Primavera Árabe en Túnez y Egipto, Geração à Rasca en Portugal, el 15M en España, Occupy Wall Street en Estados Unidos, YoSoy132 en México, Occupy Gezi en Turquía, Vem Pra Rua en Brasil… Millones de personas utilizamos las redes para generar el ruido, la propaganda y la agitación que alimentaron movimientos sociales de masas. Los cambios políticos que impulsamos son de alcance diverso, pero, incluso si nos resultan insuficientes, el caso es que llegamos demasiado lejos. Las fuerzas del mal se reorganizaron: aprendieron de nuestras tácticas de inteligencia colectiva y las transformaron en un conjunto de metodologías para hacer trampas y bullying. De ellas se benefician desde Trump hasta Vox pasando por Milei, en una convergencia que podemos llamar la Internacional del Odio. Ahora, aquellas plataformas que nos ayudaron a encontrarnos y organizarnos son un campo de minas y experiencias desagradables. En realidad, era la segunda vez que nos robaban internet. Ya ocurrió antes, cuando surgió aquel modelo de negocio basado en monetizar unas dinámicas sociales que habíamos inventado nosotres. Fue el movimiento antiglobalización el que comenzó a programar páginas webs donde todo el mundo podía publicar con solo hacer clic. Ocurrió en 1999 y el objetivo era facilitar la difusión de convocatorias y vídeos de manifestaciones. Después, Google compró la tecnología que le sirvió para lanzar Blogspot y se hizo con YouTube. La tendencia de que fueran les usuaries quienes creaban contenido pasó a llamarse Web 2.0 y nos contaron que nos ponía en el centro. Omitieron que nuestro rol iba a consistir en trabajar gratis 24/7 para producir la materia prima más valiosa: los datos. Fue un fantástico golpe para llevarse internet de nuevo a la saca de una industria que estaba por aquel entonces en horas bajas.
Es más, puede que lo de hace ocho años fuera la tercera vez que nos robaron internet. Si nos vamos aún más atrás, bien es sabido que en principio la World Wide Web era una cosa de nerds y de gente apasionada que quería compartir ideas en salas de chats y páginas de estética cuestionable. Por desgracia, entró gente listilla a intentar convertir aquello en un negocio a través de las salidas a bolsa de las empresas puntocom, cuya burbuja explotó a la vuelta del milenio, no sin antes haber liquidado para siempre el encanto amateur del invento. O sea, que si tenemos que fijar un número de robos, igual son tres. Esta línea temporal de inteligencias colectivas y capturas capitalistas se ha contado muchas veces, pero aquí me propongo recorrerla huyendo de mitos. Aunque pensemos que la capa técnica de lo que hoy llamamos internet haya sido diseñada en Silicon Valley (lo cual es ya de por sí concederles demasiado), la invención y continua innovación en sus usos es un trabajo creativo global, mayoritariamente desde abajo y, en fin, bastante poco protagonizado por hombres blancos ricos estadounidenses. Hace falta un ejercicio de memoria histórica de internet para reivindicar el papel de los hacklabs, de los centros de investigación públicos, de streamers gastando zapatilla en las calles y de señoras enviando memes a grupos de WhatsApp, entre otros muchos actores que no suelen aparecer en los relatos épicos de emprendedores de éxito.
Repasar esta historia de victorias —porque si nos robaron y perdimos tres veces es porque un rato antes, tres veces, íbamos ganando— no es un ejercicio de nostalgia impotente, es una herramienta para recordar que se puede ganar. Que internet puede ser un territorio donde aprender, colaborar y avanzar hacia algo que se parezca mucho más al mundo en el que nos gustaría vivir.
Las grietas que se abren
En la primavera de 2020 ocurrió algo que fue determinante en muchos ámbitos, internet entre ellos: aquellas semanas de pandemia en las que millones de personas nos quedamos en casa terminaron de cambiar nuestra relación con los entornos digitales. Quienes hasta entonces no les habían prestado especial atención también cayeron en la cuenta de que estaban llenos de mierda. Para cuando pudimos salir a la calle, todo el mundo sabía que las redes sociales son un hábito tóxico.
Pero la pandemia fue solo la gota que colmó el vaso: nuestro amor por las redes ya llevaba un tiempo desinflándose. Para que Mark Zuckerberg quisiera cambiar el nombre de su empresa por el insulso Meta, sufrió un cóctel de reveses que incluyeron el escándalo de Cambridge Analytica, la pérdida de interés del muro de Facebook (donde ya solo te encuentras a tus padres), la obsolescencia de los influencers de plástico que pueblan Instagram y la revelación de que sus productos estaban tan caducados que no los salvaba ni trasladándolos a un nuevo metauniverso. Nadie lo habría creído hace cuatro o cinco años, pero Facebook Inc. ya no existe y su heredera ni es líder ni tiene pinta de levantar cabeza.
La decadencia de las plataformas sociales comerciales ha avanzado de manera proporcional a la percepción de que son un problema para la democracia. Les hacktivistas llevaban tiempo avisando de que como espacio para el debate público eran altamente problemáticas. Tristemente, hizo falta que un señor con la misma energía que la rana Pepe llegara a la presidencia de EE UU para que les diéramos la razón. El asalto al Capitolio en enero de 2021 certificó que la democracia liberal está rota; la reedición de la jugada dos años después por parte de fans de Bolsonaro nos recordó que no tiene fácil arreglo. Que la extrema derecha esté gobernando o llamando a las puertas de tantos gobiernos también resulta concluyente, incluso para que Bruselas parezca decidida a aumentar la regulación y exigir responsabilidades. No obstante, con la cantidad de desgracias perpetradas por los poderes políticos, mediáticos y económicos en la era neoliberal, es absurdamente reduccionista achacar la rotura a los algoritmos.
La caída está siendo dura. Las empresas tecnológicas han despedido a varios cientos de miles de trabajadores. La lista la lidera Meta, pero también están bien arriba Amazon, Twitter o Netflix. El extractivismo de datos está renovándose con el diseño de aplicaciones de algo que llaman «inteligencia artificial». Su mérito es generar textos mediocres e imágenes feas después de haberse tragado contenidos creados por gente a la que no quieren pagar. Pero el nuevo modelo de negocio no es suficiente para repartir pastel entre todo San Francisco, y los inversores que financian promesas de lucros están perdiendo la paciencia. Los tech bros quedaron reducidos a la caricatura que siempre sospechamos que eran. El espectáculo grotesco que está dando Elon Musk en su intento de poner Twitter al servicio de su programa antipolítico es una pésima noticia porque nos pilla sin alternativas para la conversación global. No obstante, que Mastodon haya ganado millones de habitantes solo puede ser indicativo de que se acercan tiempos interesantes para las infraestructuras autogestionadas.
Si algo hemos aprendido en estos años, es a alejarnos de las visiones optimistas e ingenuas. Internet dejó de ser un sitio amable para experimentar y aprender. Ahora es el territorio espeso, adictivo y disparador de ansiedad donde viven unicornios que se enriquecen vendiendo humo, y donde sobreviven analistas de datos y creadores de contenido a costa de su salud mental; donde puedes ganar tanto dinero como para comprarte un chalet en Andorra pero también se te puede arruinar la vida si alguien encuentra algo inadecuado que escribiste hace años. Internet es el lugar donde nacen las aplicaciones que están precarizando nuestras condiciones de trabajo y de vivienda. Hemos perdido la inocencia, pero también la confianza. Así que vuelven las ganas de mirar hacia fuera y el interés por inventarnos mundos nuevos.
Y las luces que iluminan territorios desconocidos
Que el precio que pagamos por usar internet sea cada vez más alto tiene un lado bueno: el contrato social con las big tech se está rompiendo. Abundan textos y gurús que ofrecen fórmulas de autoayuda y, en menor medida, de politización del malestar. Hablamos de detox digital, del derecho a la desconexión, de recursos para desmontar las fake news y de acciones colectivas de contraataque. Queremos construir nuestra propia agenda, nuestros propios medios, nuestras propias fake news. Tiene que haber vida más allá de las plataformas comerciales. Se está por fin hablando de que necesitamos dotarnos de infraestructuras digitales como servicios públicos. Si el Estado se encarga de mantener bibliotecas, escuelas o aceras, por qué no también lugares de conversación en internet. No creo que sea la mejor manera porque tenemos demasiadas experiencias en las que el Estado no ha sido la mejor manera, pero no conozco otra herramienta de intervención en la realidad tan transversal y hegemónica, así que habrá que apretar por ahí.
Quizá haya además que potenciar más cauces de colaboración público-privada, pero todo sin olvidar una tercera vía, la del procomún. Es la que más me interesa porque por aquí es por donde mejor se va hacia la justicia social. El movimiento del software libre lleva desde los años ochenta del siglo XX demostrando que tiene una fórmula de desarrollo bien sólida. A simple vista, el de la cultura libre se quedó atascado en 2002 con la creación de las licencias Creative Commons, pero una mirada más cariñosa repara en que la Wikipedia sigue existiendo y no ha dejado de crecer. Habrá que reciclar todos los aprendizajes de estas décadas para asegurarnos de que desde el tercer sector y los movimientos sociales estamos a la altura del renovado interés por los espacios digitales autogestionados.
Otra buena cantidad de soplos a favor del cambio vienen, ¡sorpresa!, desde el mundo sindical: casi nadie las vio venir, pero las huelgas en Amazon y Uber y la organización de les riders están teniendo relativo éxito para torcerle el brazo a algunos grandes comerciantes de datos y conquistando derechos, al menos en Europa. Por otro lado, por lejos que estén de ser alternativas factibles para todes, los intentos de crear apps para vender servicios con más ética, las iniciativas para crear soluciones low tech y los talleres para reparar nuestros cachivaches solo pueden remar en la misma dirección. Todo suma para que trabajadores y consumidores ganemos autonomía frente a las grandes empresas.
Queda mucho que hacer y que imaginar. Tenemos, incluso, que reconceptualizar la propia idea de tecnología: darle una vuelta a la vieja noción de qué es, o no, el desarrollo, revisar quiénes están detrás de la propia invención de las redes, pensar maneras en las que el diseño de lo que venga esté más participado y más ligado a las necesidades reales de las comunidades afectadas. Toca salirnos de los raíles que han sido instalados para las locomotoras de los señores multimillonarios que vamos a ver descarrillar. Construir otros caminos donde vayamos más cómodes. En las hibridaciones de les hackers con los movimientos feministas, decoloniales y de justicia climática hay mucha iniciativa y mucha fuerza para imaginar bienes comunes digitales.
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