Necesidades humanas (reflexión terrícola)

Cómo podemos definir una vida buena que sea capaz de satisfacer nuestras necesidades sin superar los límites ecológicos.

Picnic en Sherman's Point. Camden, EUA, 1900

Picnic en Sherman’s Point. Camden, EUA, 1900 | Camden Public Library | Sin restricciones de uso conocidas

Podemos entender las necesidades humanas como aquello sin lo cual experimentamos un daño profundo. Se trata de los cimientos indispensables para aspirar a una vida buena y desarrollar todo lo que somos capaces de hacer y ser. Por eso, si queremos transitar hacia una sociedad justa socialmente y sostenible ecológicamente, debemos replantearnos qué es lo que verdaderamente importa.

Haber llevado el fuego un solo instante
razón nos da de la esperanza.
José Ángel Valente

Vida buena

Seguro que hemos escuchado muchas veces la expresión que llama a poner la vida en el centro o atender a lo que realmente importa. También nos hemos habituado a reclamar vidas que merezcan la pena ser vividas o vidas dignas. Recuerdo que algunas de estas expresiones ganaron fuerza en las movilizaciones del 15M, y también en el movimiento por la vivienda y de apoyo a las personas que habían sido o iban a ser desahuciadas, además de estar presentes en los discursos ecologistas y ecofeministas. Pero ¿qué estamos dando por hecho al usar todas esas expresiones? Algo sencillo y sobre lo que el consenso parece abrumador: que los seres humanos podemos mantenernos con vida pero que no todas las vidas son deseables. Que existen una serie de condiciones sin las cuales una vida humana puede convertirse en un martirio; que careciendo de una serie de elementos fundamentales no podemos desarrollar todo lo que somos capaces de hacer y ser, y que eso merma nuestra dignidad y nuestra autonomía.

La pregunta que no podemos dejar de plantear es el cómo del vivir. Esa interrogación por la vida buena es la partera de la ética y persiste de un modo u otro en las distintas sociedades y culturas. Además, la búsqueda de la vida buena hunde sus raíces en nuestra interdependencia y nuestra ecodependencia, ambas constituyentes del tipo de ser que somos. Por eso, para pensar cómo he de vivir si quiero una vida que merezca la pena, es imprescindible mirar alrededor. Sugiero que cualquier reflexión sobre la vida buena asuma esas dos cuestiones: que para vivir bien los humanos dependemos de otros con los que formamos comunidades (interdependencia); y que dependemos también de la salud de los ecosistemas en los que vivimos, con todo el trabajo que para ello aportan otros muchos seres vivos (ecodependencia).

All you need is…

Cuando empezamos a pensar en qué es eso que realmente importa, uno de los enfoques posibles es el de las necesidades. No es el único, por supuesto: hay quienes prefieren hablar de capacidades, de bienes o derechos para definir esos requisitos sin los cuales una vida humana se aleja de algo bueno o que merezca la pena. En nuestro presente, definido por la crisis ecosocial global, y también con miras a nuestro futuro, atravesado por nuestra capacidad o incapacidad para hacer frente al desafío que nos plantea, no concedo excesiva importancia al uso de un término en lugar de otro. Por mi recorrido intelectual, por la cercanía con una tradición materialista con la que me siento cómoda, empleo la noción de necesidades pero lo hago sin fanatismo. Las necesidades me sirven para pensar en todo aquello que compartimos los humanos de manera universal independientemente del momento y del lugar. Para mí, las necesidades remiten a aquello sin lo cual experimentamos un daño profundo, algo que nos aleja de la vida buena (en la concreción que cada una le otorguemos). Aunque no sea una distinción fácil, me parece útil reservar para ese número limitado de elementos fundamentales la noción de necesidades, asumiendo que no agotan, ni mucho menos, todo lo que podemos desear. Las necesidades no serían un máximo que nos homogeneizase ni una receta que rebosara el cántaro de la vida plena, sino más bien la arcilla que tapa los agujeros del recipiente y le da forma para que no se escape el agua.

Así entendidas, la decena de necesidades que sugiero a continuación atiende tanto a los aspectos metabólicos que compartimos con los otros mamíferos (antes llamadas necesidades básicas o fisiológicas) como a los aspectos psicosociales que tienen que ver con el tipo de animales sociales y complejos que somos. Un posible listado de necesidades humanas, semejante y deudor de los que propusieron Simone Weil, Len Doyal e Ian Gough, Manfred Max-Neef o Joaquim Sempere,[1] podría ser este:

  1. Alimentos y agua potable
  2. Salud y seguridad física
  3. Afecto y cuidados
  4. Reconocimiento
  5. Autonomía compartida
  6. Equidad
  7. Educación
  8. Participación
  9. Actividades autotélicas
  10. Trabajo

Lejos de visiones jerárquicas o piramidales de las necesidades, si tuviéramos que pensar en un parecido razonable para mí sería una mesa de mezclas con sus distintas entradas y salidas, modulaciones y variaciones posibles. Algunas necesidades tiran con más fuerza de nosotros en determinados momentos de nuestra vida (atención y cuidados), suben el volumen por encima del resto (salud y seguridad física), o bien funcionan como una base constante (alimentos y agua potable, reconocimiento). Ahora bien, es importante tener presente que cada una de estas necesidades puede ser atendida de forma muy distinta en función del momento histórico y de la cultura de cada lugar. Esos medios culturalmente determinados de atender a las necesidades son lo que llamamos satisfactores. Aunque no puedo desarrollarlo aquí, diría que el ámbito de los satisfactores es uno de los terrenos más fértiles para la reflexión y la acción transformadoras si queremos hacer frente a la crisis ecosocial.

Alegría arriesgada para un futuro habitable

Si queremos un futuro habitable y aspiramos a vidas que merezca la pena vivir, a vidas que puedan ser buenas, hemos de cambiar muchas cosas. Como dice la pensadora ecofeminista Yayo Herrero, estamos a las puertas de un naufragio antropológico porque «la forma en que las personas se relacionan entre sí y con la naturaleza en nuestras sociedades occidentales se encuentra en flagrante contradicción con la organización de los sistemas vivos y de la propia sociedad».[2] Creo que la reflexión ético-política (o poliética, como decía el filósofo Francisco Fernández Buey)[3] será un ingrediente imprescindible para esos procesos de transformación hacia sociedades justas socialmente y sostenibles ecológicamente. El tipo de cambios que necesitamos deben replantear en gran medida nuestra forma de vivir en el único planeta en que podemos hacerlo.

Si tuviéramos que responder en un segundo a ese «¿cómo habitar la Tierra?» que nos lanzaba Bruno Latour en su libro de conversación con Nicholas Truong,[4] la respuesta bien podría ser: «con humildad». Para Latour, volver a ser terrestres tiene que ver con la empatía con la Tierra pero no ya como algo ajeno a nosotros mismos. Para vivir en el planeta, escribió, «necesitamos saber lo que nos importa». Necesitamos descubrir a quién estamos vinculados y a qué: ¿cuáles son los seres y las cosas que te permiten subsistir? ¿De qué dependemos y quién depende de nosotros? Esto entronca perfectamente con la propuesta ecofeminista de reconocernos en la idea de vulnerabilidad, de reconciliarnos con nuestras múltiples dependencias. Para mí, ser terrestres también consiste en preguntarnos: ¿a quién le cortas las uñas? ¿A quién cambias los pañales? ¿A tus hijas, a tu padre, a tu abuela? Y, ¿quién te da de comer? ¿Quién siembra y dónde? ¿Quién te escucha? ¿Quién limpia el baño de tu oficina? ¿Qué animal te recibe cada día como si no te hubiera visto en años? ¿Quién teje tu ropa? ¿Quién te espera?

Tratar de atender a las necesidades humanas sin extralimitarnos ecológicamente me parece el reto de nuestro tiempo. Por supuesto que se trata de un gran desafío, pero es uno muy vital porque nos jugamos ahí la posibilidad de vivir vidas buenas (y que nuestras hijas también puedan aspirar a ellas). Por eso, la propuesta de Donna Haraway de ejercitar una práctica continua de la alegría arriesgada como forma de acción-pensamiento-cuidado me parece tremendamente acertada:

Si no nos arriesgamos a una especie de alegría entre nosotros, ya estamos muertos, y en ese caso, es mejor que nos olvidemos de todo. Comprometernos a intervenir en mundos que no están acabados es la tarea que llevamos a cabo frente a la amenaza de la depresión y la derrota, del cinismo, de los futurismos fascistas extraños, de los parches tecnológicos, de la sexta gran extinción, a lo cual nos debemos enfrentar urgentemente.[5]

Como una tentación creciente ante la crisis ecosocial parece ser mirar a otros planetas, prefiero dejar claro que esta reflexión sobre las necesidades humanas, que intenta ser terrestre en el sentido que expresa Latour, es también decididamente terrícola. Este es el planeta que tenemos y el que hemos de aprender a habitar mejor. Aquí es donde somos seres necesitados con la posibilidad de tener vidas que merezcan la pena. Arriesguémonos.


[1] Simone Weil, Echar raíces¸ Madrid, Trotta, 2014; Len Doyal e Ian Gough, Teoría de las necesidades humanas, Barcelona, Icaria/FUHEM, 1994; Manfred Max-Neef, Desarrollo a escala humana, Montevideo/Barcelona, Editorial Nordan/Icaria, 1994; Joaquim Sempere, L’explosió de les necessitats, Barcelona, Edicions 62, 1992.

[2] Yayo Herrero, Toma de tierra, Caniche Editorial, 2023, p. 22.

[3] Francisco Fernández Buey, Ética y filosofía política, Barcelona, Bellaterra, 2000, p. 21.

[4] Bruno Latour, Habitar la tierra, Barcelona, Arcadia, 2023.

[5] Donna Haraway y Marta Segarra, El mundo que necesitamos, Barcelona, Icaria, 2020, p. 53.

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