La última ola

Un relato que nos interroga sobre la manera en que nos relacionamos con el colapso como sociedad y como individuos.

Olas rompiendo sobre las rocas. Wellington, 1940

Olas rompiendo sobre las rocas. Wellington, 1940 | Eric Lee-Johnson, Museum of New Zealand Te Papa Tongarewa | Sin restricciones conocidas de derechos de autor

 

El mundo espera la gran ola que se tragará a la tierra. Ante la certeza del fin, sin embargo, hay quien mira al destino a los ojos y lo abraza. Con la consciencia de la responsabilidad y el anhelo de renacer.

La cala parece fundida en un abrazo. Un abrazo es tan alarmante como preciado, el ahogo hecho bálsamo. Dentro del abrazo se siente poco más que la estrechez de la paz. Se vuelve sorda, la guerra de fuera. Los sonidos llegan amortiguados, cacofonías envueltas por el sentido anestesiado. Como estar dentro del agua. En la cala hay mucha agua. Ola tras ola tras ola día y noche. El rumor incesante, por constante y absoluto, se torna silencio. Como el abrazo, que de tanto apretar desmaya el cuerpo y el consuelo se hace colapso.

Mientras el agua niega el sonido de la tierra, la tierra brama. El chirrido de ruedas del enésimo coche que huye como si estuviera poseído, el estrépito de centenares de bocinas en las autopistas congestionadas, los golpazos en las puertas metálicas de los almacenes saqueados, el crepitar de las ramas bajo las llamas enfurecidas y los disparos, sobre todo los disparos, la explosión de la pólvora de quien no puede esperar.

Los de la cala, en cambio, esperan sin prisa. Han comprendido la inevitabilidad y la habitan toda sin mirar el reloj. Ordenan el día con la luz, cuentan el tiempo con las olas. Se han vuelto más grandes, más seguidas. Las olas les explican cosas del mundo que se agota. Arrastran restos, fragmentos, residuos. Todo plástico, todo petróleo. También peces muertos. El hedor de la cala es un abrazo denso, líquenes y algas oleosos en lugar de brazos y manos. Los de la cala no desprecian el pescado. Lo cuecen en las brasas que humean constantes hacia el cielo y se confunden con la nubazón procedente de los bosques cercanos. Nadie mira el cielo porque el mar está más presente. El presente no vale nada pero la gente que espera en la cala lo vive todo. Mientras siga, mientras sigan.

Hace días que están. Quizá diez, quizás unos cuantos más. Hacia atrás da igual, hacia delante es el final. El final está muy cerca. Lo saben porque lo dice el agua, más inquieta, y porque lo repite la tierra, más caliente. A veces, el calor lo remueve todo, se agrietan las rocas, caen unas cuantas, el estrépito rompe el silencio del murmullo del mar y alguien se estremece y otro se pregunta si hay alguna diferencia entre el abrazo de una roca y el de una ola. Siempre hay quien responde con unos versos, quien entrelaza temor y amor, quien pide amar el mar a pesar de la ira. Siempre hay quien llora. Y es un llanto mortecino que muere en el agua y renace como una ola. Cada ola lleva consigo un abrazo.

Hablan mucho del último abrazo. Dicen que lo esperan con los brazos abiertos. Saben que el mundo ya no espera nada. Que los coches ya no van a ninguna parte y que los incendios lo han arrasado todo. La ceniza que llena el aire hiede a gasolina y a piel quemada. Animal o humana da igual. Es vida, al fin y al cabo. O lo era.

Olas rompiendo sobre las rocas. Wellington, 1940

Olas rompiendo sobre las rocas. Wellington, 1940 | Eric Lee-Johnson, Museum of New Zealand Te Papa Tongarewa | Sin restricciones conocidas de derechos de autor

Una mañana, entre la basura que arrastra el agua, aparece un cuerpo, después otro, luego otro más. Al final del día hay una colección de cadáveres con la piel azul y las facciones borradas, pero a pesar de todo, a pesar de los ojos desdibujados y las mejillas hinchadas, los de la cala saben que vienen de lejos. Que la marea los ha arrastrado desde otros litorales, desde otros interiores, desde otros continentes. Extienden los cuerpos en la arena y se sientan a cenar peces muertos a su lado. Todos ellos son restos del mundo que ya no está. Son prueba del colapso.

Lo anunciaron así, ¡el Colapso!, hace pocas semanas. Cuando todos los sismógrafos del mundo hablaron a la vez. En un punto profundo que ninguno podía señalar con precisión, el último de los agujeros oceánicos, se gestaba la madre de todas las olas. ¡Y será una madre furibunda!, decían. ¡Un muro de agua cruel que se tragará a la tierra! Y esperad: la madre solo será el preludio. Porque en sincronía, la coreografía más furiosa, llegarán sus hijas, las nietas, las bisnietas, ascendencia y descendencia, fantasmas y embriones de olas, toda la estirpe que emergerá desde el más fondo de todos los fondos como un ejército implacable. Que borrará la frontera entre el agua y la tierra.

Lo que pasó después de aquel anuncio también fue una oleada. De suicidios, en este caso. La gente no quería, ¡no podía!, esperar a la muerte: se lanzaba a ella. De cabeza a la pólvora en vez de al agua. Los de la cala no son esa gente. Los de la cala tienen paciencia y no temen la urgencia. Han convertido aquel último trozo de tierra asomada al mar en un santuario para venerar el mundo que han destrozado. Hay plena consciencia de responsabilidad, entre los de la cala. Es cosa nuestra, todo lo es. La hemos explotado, la hemos violado, la hemos abusado. Hay plena consciencia de la oportunidad, entre los de la cala. El anhelo de un mundo renovado, una utopía que surge de los restos, que la vida emerge más sabia de las profundidades.

Y ahora esperan así, derechos y atentos, el abrazo de la devastación. No hay desesperación, hay salvación. Tienen la certeza de que la última de las olas será la fuerza que matará a la muerte. No conocen la muerte pero admiten su misterio. El océano nos conectará con lo desconocido, dicen. Las profundidades del océano y la inmensidad del universo son, fatal e ineludiblemente, lo mismo. Lo desconocido es la esencia de nuestra existencia. Los de la cala no se consideran víctimas, se saben pioneros de un futuro que nadie conoce, están dispuestos a abrazar lo que hay más allá.

Más allá ya está aquí. El silencio grita ensordecedor, el bramido de la vida que muere y nace, todo a la vez, del abismo. La ola es un abismo al revés. Metros y metros de agua que crece enarbolada, de barranco líquido, de pared que se contorsiona, estrellándose contra la orilla, contra la vida. Los de la cala se entregan al impacto. Abrazan la ola. En la punta del abismo, en lo alto de la ola, está el fondo. La mirada no llega pero lo intuye y es siempre lo mismo: el consuelo del colapso.

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