Hace tiempo que se han desdibujado las fronteras entre la vida dentro y fuera de internet. Ahora parece que el polo central de nuestras vidas esté dentro de la red. De esta manera, ya no solo mostramos lo que somos, sino que vivimos nuestra vida como una ficción pensada para ser difundida en las redes.
Mientras viajo por la galería de mi móvil me doy cuenta. Hace días que no cuelgo nada. Instintivamente, repaso cada imagen que hay en la galería para evaluar su potencial. ¿Existo, si nadie me ve? O peor todavía, ¿tengo algún control sobre quién soy en este mundo si no me explico a los cuatro vientos? Como un héroe griego contra el destino impuesto por los dioses, comienzo mi búsqueda. No importa que sea una foto bonita ni que salga bien. Ni siquiera tengo que aparecer yo, de hecho, y aún mejor si no se me ve. Solo tengo en cuenta qué dirá de mí y si será capaz de explicar el futuro que quiero, a los demás y a mí misma. Haciendo scroll por mis fotografías imagino qué pensaréis de los libros que leo o de la profundidad inesperada de la frase que, sabiamente, he sabido destacar; de los bares que conozco y de los restos de lo que me como. Rebecca Jennings escribía en un artículo reciente que ya no podemos huir de la tiranía de la marca personal, seamos oficinistas, astronautas o escritores. Yo aún diría más, y es que si es que durante los últimos años hemos subyugado nuestra presencia en línea para mostrar con fidelidad quién somos offline, ahora lo hacemos al revés: vivimos tratando de ser fieles al personaje que hemos creado online. ¿Tiene sentido seguir hablando de verdad y mentira en internet?
Desde hace unos meses, antes de colgar una foto Instagram te da la opción de ver cómo quedará en la cuadrícula del perfil. Es una herramienta extremadamente útil para las cuentas para empresas, pero cuando lo hago yo, me distraigo. Dudo. El paisaje que he escogido no termina de encajar con las otras publicaciones. Si elijo una foto nueva, queda demasiado cerca de la última en la que se ve mi cara, así que me toca buscar una tercera opción. Si a esto le sumas el hecho de que el algoritmo prioriza a las empresas y a los profesionales, de forma que tienes que ir a buscar los perfiles de los humanos que te interesan para ver sus publicaciones, se hace aún más evidente que la imagen que expones en internet ya no tiene sentido en sí misma, sino que lo toma al convertirse en una pieza más de tu mosaico. Sin ir más lejos, los photodumps o la tendencia a publicar múltiples imágenes en un solo post representan un nivel más de abstracción de nuestro yo a través de la imagen. Ni el campo, ni los platos sucios de la calçotada ni la foto movida de tus amigos de fiesta tendrían sentido unas sin otras, y todas ellas se entienden solo por lo que nos dicen de ti. En internet, la imagen ya no es objeto: lo eres tú.
En 2006, Lonelygirl15 publicaba por primera vez en YouTube. Se trata de un videoblog de un minuto y medio que da la impresión de haberse grabado con la webcam del ordenador. Bree, una adolescente que apenas mira a la cámara, se dirige a sus viewers a media voz. Hablar de viewers, en aquel entonces, llega a resultar anacrónico. En 2006 no había redes sociales tal como las conocemos hoy en día, ni influencers, ni siquiera seguidores, sino comunidades. Lonelygirl15, Bree, se abraza las rodillas y enumera sus usuarios preferidos de la plataforma, aclarando que, «como le parece una gente tan simpática, había decidido colgar un vídeo ella también». En las siguientes publicaciones van apareciendo todos estos usuarios que menciona, citados por su nombre de YouTube. Pronto se genera una red de cruce de vídeos y contenido a cuatro o cinco bandas para que el espectador pueda seguir las peripecias de la adolescente, que habla de las peleas con los padres o de las salidas con amigos. Con el tiempo, sin embargo, se acabó descubriendo que la adolescente de los vídeos era realmente una actriz adulta que recitaba el guion creado por todo un equipo de producción, y que aquellos vlogs de Lonelygirl15 no eran sino la primera webserie de la historia de YouTube.
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Me gusta pensar que, de una manera u otra, todos vivimos internet haciendo una webserie. Esta ficción del yo llevada al extremo es la que explica el nacimiento del influencer. El usuario que nos habla a través de la pantalla debe conseguir ser al mismo tiempo cercano y aspiracional, compañero y comercial; asegurarnos que es como nosotros, pero también todo lo que queremos ser. Su poder surge de transformar la mentira en promesa. El influencer existe porque consigue que deseemos vivir como él, pero también porque, para vivir como él fuera de internet, hace que mimeticemos su manera de existir en internet: las mismas fotos, ángulos, viajes, compras y composiciones. Nos compramos la mentira unos a otros con la esperanza de que se haga verdad más allá de la pantalla.
Pero lo que me parece más curioso del caso Lonelygirl15 no es la ficción, sino su clarividencia. Este contenido, cruzado, colaborativo y vivencial, se correspondería con los mismos elementos clave que diez años después asegurarían el éxito masivo de grupos como Vlog Squad, que entre 2015 y 2021 dominaron el panorama en YouTube. Y lo hicieron, además, sin formar parte de ninguna comunidad ni interés específico, sino centrándose en un contenido de «estilo de vida»: paseos, costumbrismo, encargos, cafés, almuerzos, cenas, viajes, encuentros y muchas, muchas compras acompañadas de una voz simpática. La fórmula del éxito de estos grupos se encuentra justamente en el cruce de contenido, de manera que, a la vez que se establece una relación con un creador, puede observarse desde una, dos o tres perspectivas diferentes a través de los otros integrantes del grupo. Una relación parasocial en tres dimensiones.
En el caso de la Vlod Squad, liderada por el youtuber David Dobrik, el formato se fue estirando como un chicle con la fuerza del clic y la facilidad del hiperconsumismo que por aquel entonces ya comenzaba a roer YouTube. Muy pronto, los canales se fueron infectando de un mismo mal: «Sorprendo a mis amigos con tres Mercedes sin estrenar», «Compro un tobogán gigante para ver qué pasa», «Compramos y comemos todo el menú del Burger King». Ni su vida ni la relación entre todos ellos bastaban para aguantar el ritmo, así que, además de grabar su día a día, tuvieron que empezar a vivir a través del algoritmo. Convirtieron la mentira en verdad, dejando de ser el ejemplo aspiracional que los seguidores querían imitar para ser esclavos de la página de inicio de YouTube. En 2022, Dobrik recibió una demanda de más de diez millones de dólares por haber aplastado a uno de sus compañeros de la Vlog Squad con una excavadora. El accidente se había producido durante la grabación de un vídeo donde Dobrik sorprendía a sus amigos con la maquinaria –una excavadora– para lanzarlos espectacularmente a un lago de Utah.
Después de la pandemia, y con el crecimiento de las derechas alternativas –especialmente en internet–, la sombra entre la mentira y la verdad se convierte en tierra de conquista, fértil para la propaganda. Personalmente, el fenómeno que más me intriga en este cenagal es la aparición de las «tradwives». Durante los últimos meses, la cuenta de Nara Smith ha sido el centro de atención de esto tipo de espacios. Se trata de un ama de casa joven que hace vídeos de cocina. En sus TikToks la vemos en batín de seda y con un corte de pelo francés mientras hunde una manicura perfecta en masas de huevos y harina. Yo la espío mientras prepara galletas Oreo caseras, y no puedo dejar de pensar en los grumos que por fuerza tienen que quedar atrapados bajo esas uñas largas y brillantes, diferentes en cada receta. Pero sé que el vídeo no pretender enseñarme cómo se hacen las galletas, sino la manicura preciosa que puede permitirse precisamente porque es el tipo de mujer que se queda en casa preparando galletas. La imagen, estas recetas, son la excusa para explicarnos quién es ella, una mujer, madre, tradicional y conservadora que vive una lujosa vida idílica de mármol y freidoras de aire, cortesía de su marido mormón.
La estetización, en este caso del conservadurismo, hace que la verdad quede diluida por el deseo de existir como lo hacemos en las redes. Todos sabemos que, históricamente, el rol tradicional de la mujer y ama de casa tiene que ver más con la esclavitud doméstica que con las manicuras caras, pero la posibilidad de ser nosotros quienes repetimos la mentira en TikTok es suficiente para hacérnosla creer. No pienso que se trate de reclamar honestidad a internet, especialmente a estas alturas. Pero podría ser útil volver al principio de todo, a 2006, y ver internet como una herramienta de ficción. El contenido, nuestra webserie.
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