El hogar de todos

Un recorrido por los diferentes significados de la palabra hogar y los caminos que nos abren para pensar nuestro presente y futuro.

Cabaña de vaqueros después de una tormenta de nieve en las montañas cerca de Aspen, Colorado, 1941

Cabaña de vaqueros después de una tormenta de nieve en las montañas cerca de Aspen, Colorado, 1941 | Marion Post Wolcott, Library of Congress | Dominio público

Un hogar no es una simple vivienda. En él buscamos protección y seguridad, pero también puede albergar tinieblas y misterio. Ya sea para referirnos a una pequeña barraca o a todo nuestro planeta, el hogar puede ser un punto de partida (o de regreso) para pensar nuestro mundo. Esta es la primera entrega de la trilogía de artículos inspirada en una cita de Michel Serres: «Planeta: ¡laboratorio, hábitat y altar!». 

Echando un simple vistazo a mi casa, me quedé sorprendido, y también algo horrorizado, al darme cuenta de lo poco que sabía sobre el mundo doméstico que me rodeaba.

Bill Bryson. En casa: Una breve historia de la vida privada

Hogares del fuego

La etimología de la palabra «hogar» proviene del latín focus, que originalmente se refería al fuego utilizado para calentar y cocinar en una vivienda, pero que también nos remite a aquello sobre lo que prestamos una especial atención. Fuego primigenio, foco cognitivo, donde pueden imaginarse los orígenes de la vida humana en el planeta Tierra en un relato que nos llega consensuado, y al mismo tiempo adulterado, como si pudiéramos conocer con certeza qué sucedía en los hogares del pasado remoto.

Reunidos alrededor del fuego, las primeras tribus, clanes o proto-familias con tareas que imaginamos bien delimitadas, de tal modo que los homínidos masculinos debían proporcionar alimento, saliendo al misterioso exterior lleno de enigmas, peligros y desafíos. En la caverna imaginaria quedarían las homínidas cuidando de los pequeños homínidos, intentando que el fuego no se apague, reflexionando sobre la conveniencia de inventar utensilios de diversa función, con materiales precarios. Los homínidos masculinos podían no regresar, pues habrían sido devorados por alguna criatura ominosa, habrían caído en un pozo insondable o, simplemente, habrían decidido no volver, con un grado de cobardía e irresponsabilidad fundadora que las homínidas ya intuían hace miles de años. El relato puede evolucionar focalizando nuestra atención en las aventuras y desventuras de los cazadores alfa o en los aprendizajes y resistencias de las primeras heroínas de la humanidad: madres recolectoras, creadoras del hogar, guardianas del fuego.

Lo cierto es que, más allá de las ficciones especulativas, satíricas o sesgadas, hay cosas que sabemos y otras que quizá nunca sepamos. Los cazadores-recolectores tenían un conocimiento más amplio, más profundo y variado de su entorno que la mayoría de sus descendientes modernos, pero solo podemos especular sobre su mundo mental, emocional y espiritual.[1] No es necesario idealizar la vida prehistórica, como tampoco exagerar sobre las ventajas de los hogares modernos, debido a nuestra extrema vulnerabilidad. Las sociedades cazadoras-recolectoras jamás podrían haber inventado (o descubierto) la teoría de la relatividad, pero Albert Einstein habría durado muy poco en ese contexto.

Perder el hogar 

No podemos imaginarnos lo que significa perder el hogar, como es el caso de aquellas personas que lo han perdido para siempre. Es un ejercicio donde la imaginación personal no puede evitar su derrota. ¿Qué experimenta una familia que ha tenido que dejarlo todo en un instante para huir de un infierno que, como todos los infiernos, no deja resquicios para la lírica? El foco está puesto en la supervivencia extrema que activa todas las alarmas. ¿Por qué estas pruebas? Muchos solo anhelaban conservar su hogar, cuidado con un esmero ejemplar. Las causas son múltiples: perder el hogar por las guerras, dejar el hogar porque es imposible tener un hogar en condiciones de implacable pobreza, dejar el hogar y subirse a balsas letales, cruzando el mar, para ser rechazados. Dejar el hogar porque el sol hiere cada minuto del día con temperaturas inauditas aun para los hombres y mujeres del desierto, para quienes es y ha sido su hogar. Buscar otras tierras, países, sueños, quimeras, horizontes con la apremiante necesidad de recuperar algo parecido a un hogar.

¿Cuál es el número aproximado de personas sin hogar en esta tercera década del siglo XXI en el planeta Tierra? 150 millones, responde el Chat GPT, advirtiendo que solo se trata de una estimación posible.[2] ¿Es fiable? ¿A quiénes incluimos en esta cifra? Los que viven en las calles, en refugios temporales, en asentamientos precarios o en situaciones de vivienda inestable, excluyendo a todos aquellos que están a punto de quedarse sin hogar… La cifra es muy elevada, la solución, incierta.

Mobiliario ilustrado

«Tiene una cabeza bien amueblada». Curiosa expresión utilizada con frecuencia para describir una mente plena de conocimientos que permiten actuar en el mundo para emitir juicios lúcidos, tomar decisiones sabias, tener claridad para modular la temperatura de cada situación o, simplemente, deslumbrar a su interlocutora o interlocutor con sofisticadas disquisiciones sobre lo humano y lo divino. En definitiva, alguien que sabe cosas con un apropiado mobiliario intelectual que funciona también como una «casa», con su recibidor, su cocina, sus dormitorios, su estudio, su sala de estar, su comedor, sus lavabos y otros espacios que las cabezas bien amuebladas prefieren no frecuentar. Es lógico pensar que filósofos, pensadoras, escritores, científicas, maestros y tutores tienen la cabeza bien amueblada, aunque ya sabemos que el mobiliario posee diferentes estratos, estilos y presupuestos. Si una cabeza bien amueblada se deposita en un diván de origen otomano, con un fantasma detrás, un hombre o una mujer que no puede verse pero que escucha y toma notas sin saber en qué lugar de la casa se ha instalado, las cosas se complican.[3] ¿Está en el ático, donde leyes morales, instituciones, escuelas, academias, padres y gobiernos crean una fabulosa arquitectura psíquica que Freud llamó superyó, o está instalada en el sótano, que siempre tiene una o varias puertas que conducen a regiones poco exploradas de nosotros mismos? Y todo ello para que una cabeza bien amueblada pueda disponer de una mente bien amueblada que llamamos yo o ego y que negocia desde la infancia qué ser, dónde situarse, qué hacer y cómo vivir en una casa donde el interior siempre es más grande que el que debe ocupar según sus dimensiones exteriores y el inconsciente de la casa suele ganar la partida.[4]

Hogares fantásticos

Un individuo se despierta una mañana convertido en un gigantesco insecto que habitualmente se concibe como una cucaracha, –o un escarabajo, como el propio Vladimir Nabokov lo entendía literalmente–, pero que puede no ser una cucaracha, ni un escarabajo, si el lector activa su imaginación para ver otra cosa. Una entidad disruptiva para la familia que, reunida detrás de la puerta, comienza una serie extenuante de elucubraciones para saber qué es lo que ha sucedido, está sucediendo o sucederá en esa metamorfosis.

Los hogares de la literatura son fecundos, polisémicos, abiertos, siniestros y sublimes.  Pueden resultar tenebrosos, como la mansión Usher, que a través de los años alberga una maldición de la que resulta imposible escapar. Casas con generaciones de fantasmas que atormentan a cada familia que las habita. Casas donde sus residentes llevan una vida anodina sin preocuparse ni ser conscientes de que la casa ha sido tomada. Casas encantadas, hechizadas, habitadas por criaturas invisibles que moran en rincones insospechados. Casas con paredes delatoras donde continúa latiendo un corazón humano. Casas en el bosque donde hay pactos con los demonios: para no envejecer, urdir una venganza, elaborar pócimas ancestrales o escuchar un cuento del abuelo o la abuela, que son entidades multidimensionales.

La literatura fantástica en todos sus géneros y manifestaciones, incluidas la Metafísica y la Teología, la ciencia ficción y los relatos mitológicos, continúa siendo una fuente inagotable de placer intelectual y enseñanzas desconocidas, aunque a veces solo busquemos la Ítaca posible, comenzando por la transmutación de la Ítaca de Ulises y su hijo Telémaco.

7 de Eccles Street

Stephen Dedalus y Leopold Bloom cruzan sus caminos en Dublín el 16 de junio de 1904, en el día más célebre de la literatura moderna. Llegan juntos al número 7 de Eccles Street más allá de la medianoche. Bloom no encuentra las llaves de su casa, pero mediante una estratagema logra entrar por el sótano después de haber considerado oportuno no despertar a su esposa, que musita en duermevela un portentoso monólogo. Es una invitación para conocer e imaginar todo lo que puede inspirar un hogar de clase media por medio de la descripción de los objetos y del origen de esos objetos, comenzando por la cocina: con la cacerola azul esmaltada, los pañuelos colgados, el mejor carbón de la ciudad… hasta el largo camino que recorre el agua antes de llegar al grifo, dedicándole un poema en prosa «por su universalidad: su igualdad democrática y su fidelidad a su naturaleza buscando su nivel»,[5] su importancia climática y comercial, su imperturbabilidad en lagos y lagunas de meseta, sus lentas erosiones de penínsulas e islas, su ubicuidad por constituir el noventa por ciento del cuerpo humano, su metamorfosis como vapor, niebla, nube, lluvia, nevisca, nieve y granizo.

El escritor omnisciente que fue James Joyce actualiza en el capítulo XVII de Ulises la Ítaca homérica mediante un artefacto literario construido con preguntas y respuestas donde ciencia, arte, historia, política, urbanismo, medicina, comercio, sexología, climatología, filosofía, religión y chismorreos van de la descripción exhaustiva del mobiliario al precio exacto del jabón Barrington, llevando a sus límites el credo aristotélico, con todos los niveles de conciencia que actúan en cada instante. Y también todo lo que un padre y un hijo pueden decirse o no decirse, esclarecer y compartir, agregar o callar al final del viaje a Ítaca, siempre y nunca consumado, por Todos y Nadie.

Nuestro hogar en el Antropoceno

En la era del Antropoceno, el regreso a Ítaca se expande hasta abarcar la totalidad del planeta. A lo largo de la historia, hemos diseñado y construido hogares ideales, desde Mesopotamia hasta las visiones de los arquitectos modernos.[6] Sin embargo, la emergencia climática imperante nos demanda ser conscientes de que cada sueño, cada diseño, cada construcción de un hogar están íntimamente conectados al vasto hogar que compartimos con todos los seres vivos de la Tierra.

Este hogar trasciende y sienta las bases para el resto de las moradas: palacios, castillos, madrigueras, rascacielos, nidos, casas, cabañas, chozas, guaridas y colmenas. Es un espacio que precede y acoge a todas las formas de vida, materia y energía en constante transformación, donde convergen todas las inteligencias, tanto humanas como no humanas, presentes en nuestro planeta. 

La responsabilidad de los estragos ecológicos cometidos en esta delicada esfera azul, situada en los suburbios de la Vía Láctea, no es la misma para todos los pueblos y países. Existe un progresivo consenso en admitir que el Norte Global (antes Primer Mundo) ha sido desde finales de la Segunda Guerra Mundial el principal contaminador de la biosfera y que las peores consecuencias del productivismo y el consumismo incesantes han recaído en el Sur Global (antes Tercer Mundo). De ahí la relevancia de la justicia climática, uno de los nudos gordianos que las sucesivas cumbres del clima intentan desatar, sin lograr compromisos vinculantes.

No faltan planes para continuar en la misma dinámica de aceleración sin límites. Existe una confianza obstinada en las soluciones que proponen los formidables avances científicos y tecnológicos, con la geoingeniería como punta de lanza para completar la gran terraformación que comenzamos hace doce mil años, y que ha adquirido una velocidad inaudita en las últimas cinco décadas. Según las tendencias aceleracionistas,[7] no deberíamos preocuparnos: el hambre se solucionará con carne artificial, las enfermedades con ingeniería genética y la automatización generalizada nos liberará del trabajo. Sin olvidar los que vislumbran que la Tierra debería concebirse como un destino vacacional y que grandes ciudades orbitales,[8] con todos los servicios y comodidades imaginables, serán nuestro próximo hogar en el cosmos. Somos criaturas muy obcecadas e imaginativas, proclives al titanismo.[9]

Entre la apremiante necesidad de acciones locales y globales para mitigar el caos climático y los esfuerzos destinados a convertirnos en una especie multiplanetaria, entre el desierto que avanza y la colonización de Marte, se abren profundos dilemas sobre nuestra capacidad para gestionar las energías de un planeta, tal como nos recuerda la escala de Kardashev.[10]

Quizá estemos al final de la infancia como especie, corroborada por nuestra juventud en relación con el resto de las especies que habitaron y habitan en el cuerpo de Gaia. Bacterias, arqueas, invertebrados, peces y reptiles anteceden a la especie humana y continúan habitando la Tierra. Lo mismo sucede con el reino vegetal, del cual depende nuestro futuro. La capacidad para comunicarnos a través de alfabetos, números, algoritmos y desarrollar culturas complejas con tecnologías cada vez más sofisticadas no justifica la depredación sistemática que se ha venido ejerciendo en los últimos siglos.

El mensaje ha llegado a los souvenirs: no hay planeta B, la Tierra es todavía nuestro único hogar (finito) en un universo infinito en todas las direcciones. Hogar, laboratorio y altar para asumir juntos una nueva oportunidad para revertir o ralentizar la sexta extinción.


[1] Una de las tesis que Yuval Noah Harari desarrolla en el best seller Sapiens. De animales a dioses (Debate, 2015) es la imposibilidad de conocer con fundamentos científicos la vida mental y espiritual de los cazadores-recolectores. Harari otorga un papel fundamental a la creación de ficciones en la historia de la humanidad y en la influencia del chismorreo a través de los siglos.

[2] Si consultamos los datos básicos que proporciona la Agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR), la cifra es menor, pero en otras fuentes de la propia ONU el número asciende a 1.600 millones.

[3] Véase Casas. Cuando el inconsciente habita los lugares, de Patrick Avrane (Ediciones La Cebra, 2021. Traducción de Víctor Goldstein).

[4] Alusión a La casa de hojas, de Mark Z. Danielewski (Alpha Decay/Pálido Fuego, 2016. Traducción de Javier Calvo), una novela experimental de culto en la que una casa del entorno rural de Virginia (Ash Tree Lane) presenta una anomalía arquitectónica singular. Durante 736 páginas somos invitados a explorar un fascinante artefacto literario donde todas las pistas y conexiones conducen a un extraño secreto.

[5] Ulises de James Joyce (Editorial Lumen, 1984. Prólogo y traducción de José M. Valverde). Pág. 569-633.

[6] De las «máquinas para habitar» de Frank Lloyd Wright a las «cúpulas geodésicas» de Buckminster Fuller, los arquitectos modernos han concebido modelos individuales y colectivos que oscilan entre una visión igualitaria del acceso a la vivienda y un elitismo oneroso, accesible para pocos.

[7] En este blog se han publicado diversos artículos sobre aceleracionismo. Para una crítica radical de esta tendencia, véase El capital en la era del Antropoceno, de Kohei Saito (Sinequanon/Penguin Random House, 2020. Traducción de Víctor Illera Kanaya).

[8] En 1977, el físico Gerard K. O’Neill propuso la colonización del espacio en el siglo XXI construyendo ciudades orbitales con materiales provenientes de la Luna y otros asteroides. El cilindro de O´Neill, también conocido como Isla III, ha sido recuperado por magnates de corporaciones tecnológicas como solución idónea para convertir la Tierra en un resort global.

[9] El titanismo es una patología prometeica no reconocida en los manuales de psiquiatría, pero en psicología profunda el término se emplea para describir una actitud excesivamente orgullosa, arrogante, fanática o dominante que puede derivar en psicopatías reconocibles en un buen número de líderes mundiales.

[10] El astrofísico ruso Nikolái Kardashev creó una escala de evolución cósmica de los planetas clasificada en tres tipos de civilizaciones. El tipo 0, al cual pertenecemos, se refiere a una civilización que aún no ha logrado utilizar y controlar de manera sostenible, renovable e igualitaria toda la energía disponible en su propio planeta.

Ver comentarios0

Deja un comentario