La eclosión teórica y práctica propiciada por el Antropoceno, que según un número significativo de científicos es la era geológica caracterizada por la huella del ser humano en los ecosistemas del planeta, así como la consiguiente y vasta afirmación sobre la intimidad relacional de los acontecimientos mundanos, parecen haber eliminado la posibilidad de cuestionar la comprensión del mundo como un sistema interdependiente, autopoiético y potencialmente armonioso. Tal vez de forma provocativa, el presente ensayo pretende escrutar cómo los anhelos de confeccionar un mundo a la Harawayana pueden resultar en un proyecto problemáticamente excluyente y determinista, reproduciendo así las violencias colonizadoras de la modernidad.
Coincidiendo con la gradual presión antropogénica que somete los ecosistemas de la tierra, las nuevas formas de ecologismo contemporáneo han contribuido a revelar la vulnerabilidad relacional del ser humano y su entorno. Lejos de narrativas apocalípticas, en la era de la acumulación de gases de efecto invernadero, la aceleración del calentamiento global y el aumento del nivel del mar, las prácticas de deforestación masiva, la contaminación de las ecologías marinas y los episodios de desertificación, entre otros, la finitud de la humanidad se vuelve una experiencia material patentemente perceptible. En otras palabras, tal como retrató vivamente la exposición de 2017 en el CCCB «Después del fin del mundo», el devenir del ser humano en el planeta está estrechamente ligado a procesos que desbordan los límites de la esfera social, un espacio que en el imaginario colectivo se ha proyectado tradicional y problemáticamente como separado de la naturaleza.
De esta manera, la coyuntura ecológica actual ha reavivado una serie de discursos y prácticas que exaltan la condición relacional de los seres humanos y no humanos, y de los procesos que los engendran, como constitutiva, siguiendo así una tradición de pensamiento consolidada ya a principios del siglo XX en filósofos como el inglés Alfred North Whitehead. Ilustrativo de esta corriente que exalta el carácter relacional como condición primera para toda posibilidad, el poeta caribeño Édouard Glissant insinuaba en su obra Poética de la relación que pensar el mundo en su conjunto requiere una atención perspicaz al enrevesado complejo de las relaciones de poder y las fuerzas en colisión que lo configuran. En la actualidad, pensadores como Donna Haraway, conocida entre otros hitos por su trabajo sobre multiespecies, han reproducido la idea de que la esencia de todo ser es frágil, cambiante y se redefine constantemente en base a la relación con otros seres, así como con su entorno material.
Denudar la vulnerabilidad relacional de los seres humanos contribuye a erosionar la fantasía de la supremacía de estos en el contexto terrenal.
Ciertamente, esta línea reflexiva tiene potencial como herramienta de análisis, es decir, como una lente para interpretar la realidad. En primer lugar, denudar la vulnerabilidad relacional de los seres humanos contribuye a erosionar la fantasía de la supremacía de estos en el contexto terrenal. La creencia de que el destino del planeta se corresponde con un proceso antropocéntrico e ilimitado en el tiempo, fundamentada en la colonización y en la extracción de lo no humano, ha quedado desbancada ante desafíos contemporáneos como la actual amenaza climática o incluso los inciertos caminos a los que está dando paso el exponencial progreso tecno-científico en sectores como la inteligencia artificial. En segundo lugar, promueve el discurso de que un mundo en relación propicia una mayor sensibilización humana hacia la integridad de otros seres y fenómenos en tanto que partes constitutivas del propio ser humano. En este sentido, la experta en Estudios de Ciencia y Tecnología Maria Puig de la Bellacasa enfatiza la necesidad de repensar los cuidados como una práctica que posibilita la existencia de ecologías más allá de aquellas asentadas en el anhelo de la centralidad de la humanidad. En tercer lugar, el auge de la relacionalidad como un eje interpretador de la realidad desencadena toda una serie de proyecciones y especulaciones, plasmada en diferentes manifestaciones estéticas, sobre un futuro planetario armonioso donde predominan las relaciones posibilitadoras por encima de las prácticas destructivas.
Sin ningunear la valía y los logros de este enaltecimiento del atributo relacional de la realidad en el Antropoceno, el presente ensayo tiene el afán de formular un argumento de prudencia en relación a lo que se describe a continuación como «el fetichismo de las relaciones», es decir, el impulso incontestable, celebratorio e incluso emancipador del mundo concebido como un ente en relación. Por un lado, desjerarquizar el conjunto de seres y sucesos del planeta y situarlos en un mismo plano, en el que todo se constituye relacionalmente, tiene unos peligrosos efectos despolitizadores que encubren la responsabilidad del ser humano en la genealogía de la crisis planetaria actual. Pasar por alto, por ejemplo, que el colonialismo, el capitalismo y el patriarcado son acontecimientos relacionales motivados por procesos de desposesión y sustracción compromete la repolitización y la realización de alternativas transformadoras. Por otro lado, esta preponderancia del rasgo relacional del cosmos y el subsiguiente empeño por reificar un mundo armoniosamente interconectado intensifica el carácter normativo del ser y su circunstancia. Ser relacional o no ser. Esta supremacía de las relaciones tiene un tic claramente excluyente y determinista, reproduciendo así algunas de las vicisitudes de la modernidad que el discurso crítico antropocénico intenta pretendidamente rehuir. Como nos recuerda la filósofa Claire Colebrook, el moralismo expansivo que se esconde detrás del giro relacional tan presente en el Antropoceno otorga privilegios al hecho de estar en relación, por encima del horror de lo que simplemente es, sin estar necesariamente relacionado con nada. Para esta autora, la proyección teleológica de un mundo en relación reproduce el deje homogeneizado de la modernidad, en tanto que la definición de las relaciones se basa en la concepción de un momento histórico muy concreto. En palabras de la autora, «el pensamiento relacional propulsa una moral del mundo occidental, europea y racionalista: la humanidad es aquello que se puede reconocer a sí mismo en el marco de todas las variantes culturales que componen la totalidad de un solo mundo interconectado y autoconsciente». Colebrook continúa dilucidando, de manera aguda y provocativa, que un mundo sin relacionalidad abre la posibilidad a una multiplicidad de mundos.
Desjerarquizar el conjunto de seres y sucesos del planeta y situarlos en un mismo plano, en el que todo se constituye relacionalmente, tiene unos peligrosos efectos despolitizadores que encubren la responsabilidad del ser humano en la genealogía de la crisis planetaria actual.
¿Cuáles son las respuestas éticas y políticas que propone esta corriente recelosa ante la concepción del mundo deterministamente en relación? Sin duda, la línea de pensamiento que con mayor exhaustividad ha abordado la intersección de la ética y la relacionalidad es la tradición spinozista, que elude la asociación entre el concepto de ética con un sistema de juicio moral universal cuyo objetivo es la transformación del mundo. En Spinoza no tiene cabida la moral como un sistema de valores preconcebidos, en tanto que el bien y el mal son la expresión del resultado de un encuentro entre seres o fenómenos. Por tanto, un acto es malo cuando deteriora los elementos de la relación, mientras que es bueno cuando es relacionalmente generativo, es decir, los elementos refuerzan mutuamente su preservación. En concreto, la cuestión ética y política fundamental responde al estudio de las relaciones que determinan la capacidad de los seres, objetos y eventualidades de afectar y ser afectados. Inspirada en la tradición de pensamiento spinozista, la filósofa Elizabeth Grosz resalta que la ética no tiene tanto que ver con cómo debería ser el mundo, sino con cómo es el mundo. Reconociendo la vulnerabilidad relacional del ser humano y la consiguiente carencia de su plena autonomía, esta pensadora describe la ética como la necesidad de entender que las personas no podemos controlar cómo vivir y morir, y de reafirmar así los acontecimientos a los que uno está íntimamente destinado. Pensar en el ser humano como potencialmente redentor, tal y como fomenta el grueso del ecologismo actual cuando versa sobre salvar el mundo del cambio climático transformándolo en un ente duraderamente interconectado, presenta el riesgo de reproducir los tics supremacistas de la modernidad, que proyecta el ser humano como un sujeto autónomo, separado de su entorno material y con capacidad de incidencia en el futuro, como si este se configurase por voluntad humana con independencia de los acontecimientos que lo envuelven. Paradójicamente, es esta soberbia concepción del ser humano y su anhelo de trascendencia lo que ha provocado la crisis planetaria actual.
El futuro del Antropoceno nos devuelve a menudo a Lauren, la protagonista de la novela de Octavia Butler, La parábola del sembrador, que, en una actitud quasi-spinozista, describe el porvenir de su comunidad afroamericana como un «abismo», por emplear el término de la autora de ciencia ficción. Augurando el derrumbamiento inevitable de su vecindario en mitad de un mar de amenazas exógenas, y lejos de proyectarse como potencialmente salvadora, Lauren intenta urdir y desencadenar una serie de conexiones de fuerzas que posibiliten la supervivencia en la devastación, por ejemplo, redes de formación en autodefensa personal, instrucción en una alimentación basada en plantas, despertar de la sed de conocimiento dentro de la comunidad, etc. De esta manera, lo esencial no es la obsesión por estrategias para intentar cambiar el futuro, como es el caso del discurso ecologista actual sobre la prevención del cambio climático, sino hackear las relaciones entre seres y fenómenos para perdurar en los inciertos efectos de los caóticos y enmarañados choques entre los sucesos del mundo. Así pues, si bien el carácter relacional que revela el Antropoceno se presenta como una fórmula válida para comprender la complejidad de la realidad, hay que mostrarse cautelosos con la opción de instrumentalizarlo para realizar un proyecto normativo, excluyente y determinista. Desde una perspectiva whiteheadiana, y que casa con las conquistas de la ficción en todas sus expresiones artísticas, el futuro se concibe como radicalmente abierto, no solo para mundos en relación, sino para una multiplicidad infinita de acontecimientos en colisión, sobrepasando así el ímpetu fetichista de proyectos universalistas y totalizadores.
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