Las crisis, aun de diferente naturaleza, coinciden en provocar inestabilidad política, económica y social en los lugares donde inciden. Pero por esa misma razón habitúan a convertirse en revulsivos y potencian movilizaciones sociales que pretenden, entre otras cuestiones, mejorar la vida diaria de quienes sufren estas situaciones. Los «movimientos en la pandemia», como los ha denominado Raúl Zibechi, han actuado en los últimos meses de alerta sanitaria para abordar las necesidades más urgentes de la población y han generado nuevas prácticas y saberes cuyas consecuencias a corto, medio y largo plazo aún están por estudiarse.
A finales de marzo, Donatella della Porta lanzaba un pronóstico lleno de luz a un mundo que ya había comenzado a sentir los efectos de la pandemia global: la crisis dispondría un nuevo escenario para la creatividad social. La politóloga advertía que los movimientos sociales se verían impulsados a responder a las necesidades idiosincráticas del momento mientras se adaptaban a unas circunstancias determinadas por la imposibilidad de reunirse y encontrarse en espacios físicos. Efectivamente, el inicio del estado de alarma en el Estado español (14 de marzo) y el posterior pico de la pandemia (día 26 del mismo mes) tuvo una respuesta individual y organizada a través de los aplausos a las ocho de la tarde en apoyo del personal sanitario, la condonación del alquiler a los inquilinos sin ingresos, las clases particulares y los conciertos gratuitos de profesorado y artistas o la escritura de cartas para acompañar a los ingresados en hospitales, entre otros.
De todas estas expresiones de solidaridad, espontáneas y diversas, se infiere la visión de un problema compartido del que la ciudadanía es corresponsable y que puede resolverse desde lo común. Si bien estas acciones se repitieron también en otros lugares en los que el día a día de la población se vio amenazado por la crisis sanitaria, en el Estado español fueron impulsadas por una amplia tradición en movilizaciones sociales desde la Transición. Cabe no olvidar que el país resultó gravemente afectado por la crisis económica y el estallido de la burbuja inmobiliaria en 2008, que impulsaron el surgimiento de redes dedicadas a mitigar el impacto social de sus consecuencias. Como han documentado diversas investigaciones sociales, el 15M se constituyó como un espacio para la experimentación de modelos basados en el feminismo, el pro-común, el DIY (Do It Yourself; ‘Hazlo tú mismo’), el anti-asistencialismo y la anti-caridad, que procuraban satisfacer las necesidades materiales de las personas al tiempo que las respetaban, comprometían y empoderaban.
El legado del 15M se extendió hasta iniciativas dispuestas a cercenar los efectos de la COVID-19, a veces de forma políticamente consciente, como sucedió con el inicio de Frena la curva, una plataforma ciudadana que mapeó puntos de necesidad, ayuda o mediación para organizar la colaboración entre personas. Una de sus primeras impulsoras, Patricia Horrillo, reconocía las experiencias del proceso de 2011 como esenciales para responder con urgencia, pero de forma común y solidaria: «De aquel 15M que nos traspasó a muchas y cambió para siempre nuestra forma de pensar y funcionar». Y estos modos de hacer e imaginar se encontraron entonces, y también en 2020, atravesados por la apropiación solidaria de las tecnologías, que en esta crisis se presentan, en la práctica, como una condición de posibilidad para la participación de una ciudadanía confinada durante meses.
Este imaginario tecnológico no ha de confundirse con un desplazamiento de sus prácticas al terreno estricto de lo online. Al contrario, mostraron formas más complejas de participación al desarrollar estrategias híbridas y dirigidas hacia el entorno más cercano sin perder la conectividad del espacio en red. En el caso de Frena la curva, esta hibridación se explicitó en la figura del mediador, personas que mapeaban las necesidades de otras que no contaban con acceso a Internet o suficientes habilidades tecnológicas, para así ponerlas en contacto con la ayuda requerida. Otras prefirieron colgar carteles con su ofrecimiento a ayudar en el ascensor o en el portal de su edificio para que sus vecinos los vieran. En otros casos, el personal sanitario ayudaba a los pacientes aislados a conectarse con sus familiares mediante tablets y móviles de las donaciones organizadas por Derecho a conectarse.
La apropiación creativa de las tecnologías, por su parte, encontró un lugar esencial en la producción de material sanitario para abastecer los hospitales desbordados por los ingresos. Las máscaras de buceo comercializadas por Decathlon dejaron entonces de ser un artículo de ocio y se convirtieron en respiradores mediante una pieza 3D cuyo diseño se compartió entre la comunidad de fabricación digital organizada en Coronavirus Makers. En esta red confluyeron especialistas en ingeniería, medicina e impresión 3D para la creación de diversos tipos de materiales (también viseras, protectores de orejas y mascarillas) cuyo diseño y procedimiento de elaboración circulaba de forma libre y distribuida a través de los nodos locales organizados en grupos de Telegram. Así, más allá de la creación de material sanitario, estas prácticas encarnaron modelos no hegemónicos de aprendizaje, investigación y manufactura.
Por tanto, en las acciones de Coronavirus Makers y otros movimientos sociales no solo subyació una propuesta de cambio social, sino que de ellas se desprendió una interpretación de la propia crisis vivida hasta el momento. Parafraseando a la investigadora social Anastasia Kavada, para estos grupos la COVID-19 no era un problema abstracto, sino que tenía un impacto directo en la realidad de las personas más cercanas. El caso del movimiento maker, en concreto, puso de manifiesto la necesidad de blindar unos servicios públicos que garantizaran la protección de la población en situaciones similares que pudieran acontecer en el futuro.
Esta voluntad por encuadrar la pandemia como un problema social resultó aún más explícita en otros grupos como el Comité de Emergencia Antirracista, una red compuesta por diversos colectivos que pretendió identificar y dar respuesta a situaciones de vulnerabilidad en colectivos como el migrante, el asiático, el gitano, el afrodescendiente o el musulmán. Al tiempo que buscaban recursos para proporcionar medicinas, alimentos y vivienda, también se esforzaron en denunciar los discursos de odio generados principalmente contra la comunidad china. De este modo, si bien coronavirus se convirtió en un problema de alcance estatal con medidas de bloqueo establecidas por el gobierno central, esta iniciativa asumió y explicitó que las circunstancias y consecuencias de este escenario afectaron de manera desigual a los distintos sectores de la población, y trabajó por hacer visible esta discriminación.
Es en este sentido cuando los «movimientos en la pandemia» demostraron su impacto social más allá de los resultados materiales de sus acciones. Fueron prefigurativos en tanto que contribuyeron a replantear el uso y significado de las tecnologías, pero también en la medida en que incluyeron en el debate público sobre la pandemia cuestiones como la necesidad de recuperar la solidaridad colectiva, la conciencia sobre las desigualdades sociales, la construcción de soluciones comunes y la defensa de los servicios públicos. Las prácticas que desarrollaron durante el pico de la pandemia, así como las que han continuado de forma posterior, han de identificarse e incluirse en cualquier intento de comprensión de la sociedad post COVID-19, no solo porque estas influyen en su interpretación social, sino porque colaboran en la construcción de los futuros posibles que surgen de la reflexión sobre las causas y consecuencias de la crisis global actual.
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