La mayoría de interpretaciones efectuadas sobre el coronavirus pretenden comprender, manipular e incluso erradicar la enfermedad. Otras explicaciones de los hechos, a un nivel más reflexivo, ahondan en el gran impacto que ha tenido la COVID-19 en la vida cotidiana del ser humano. Esta breve disertación aspira, no obstante, a explicar la historia del virus a partir de la constatación de que la distinción entre humanos y virus es más intricada y al mismo tiempo más profunda de lo que parecía a primera vista. Esta significativa interrelación que trasciende los límites humanos nos lleva a reflexionar sobre el carácter antropocéntrico de la modernidad y a recuperar la modestia necesaria para reimaginar alianzas sostenibles y perdurables en el mundo.
En un sucinto pero provocador artículo publicado recientemente en la red, McKenzie Wark, teórica especializada en medios y cultura, lamenta que la mayoría de las declaraciones hechas sobre el virus «parecen intentos de explicar por qué la pandemia demuestra que tenían razón». En plena tormenta viral intelectual, afirma: «Una buena teoría nunca pretende imponerse a otros tipos de conocimiento». Sin ningún ánimo de contribuir a esta literatura, pero a sabiendas de que puede parecer una contradicción, el siguiente texto sugiere que se reconsidere el conocimiento generado por la enfermedad y que se ponga en práctica una narrativa no tanto sobre el virus, sino una que lo integre en el relato. Se trata de lograr una empatía cognitiva en la que se desdibujen los límites entre humanos y virus y donde el sueño de la modernidad, basado en la dicotomía hombre/naturaleza, se difumine con rotundidad.
Durante las últimas semanas, amigos, colegas y un sinfín de expertos han trabajado con ahínco para recabar información innovadora y resuelta sobre el omnipresente coronavirus. La mayoría mantiene un cierto grado de optimismo desde un punto de vista científico, mientras exploran fórmulas para mitigar las terribles secuelas en la salud, revertir el empeoramiento en curso y, por último, fabricar medicinas preventivas. Otros, más críticos, reflexionan sobre las diferentes maneras en que la pandemia ha afectado la condición humana y utilizan conceptos de reciente creación como «política de la privación» para referirse a la situación de confinamiento obligado donde se encuentra atrapada la sociedad a escala mundial.
Cada vez más, estas ansias oportunistas, precipitadas, nerviosas e incluso histéricas para producir conocimiento, presentes desde que se declaró la pandemia, no hacen sino reproducir una colonización epistemológica. En otras palabras, nos encontramos ante la ausencia de neutralidad, generosidad y solidaridad propia de la mayoría de formas de generar conocimiento por parte del hombre. En el mundo académico está en boga buscar la inspiración en los modelos de vida de poblaciones indígenas a la hora de escribir artículos y libros que se ocupan de los retos del Antropoceno –la era geológica actual, caracterizada por la visibilidad de la huella humana en los ecosistemas. Se trata de unas innovadoras disertaciones vendidas como emancipadoras o cuando menos simpatizantes de la causa indígena, a pesar de que casi nadie en el entorno académico se posicione realmente a favor de generar unas prácticas de reparación, probablemente la única forma honrada de los antiguos imperios para pagar sus deudas aunque ello implicara el extremo de abandonar las tierras que un día saquearon. Una mirada más exhaustiva nos hará caer en la cuenta de que la mayor parte de estos debates intelectuales esconden –quizás inconscientemente o quizá no– una voluntad de afianzar la supremacía de la mirada blanca, elitista y angloamericana.
De modo similar, muchas informaciones sobre la COVID-19 generan un tipo de conocimiento basado en una interpretación antropocéntrica, autocomplaciente y negligente de este entrelazamiento más allá de lo humano. Si nos centramos constantemente en el sufrimiento humano provocado por esta desafortunada situación, el resultado obtenido no es más que una visión parcial de la realidad. Se trata, por otra parte, de una visión injusta si se tiene en cuenta la historia mundial no humana, caracterizada por la destrucción de paisajes enteros, recursos hídricos y seres vivos. Es legítimo preguntarse por qué los humanos deberían producir conocimiento apto para todo lo no humano, o por qué la colonización epistemológica de la dimensión no humana resulta problemática.
Existe una tentativa de respuesta para estas preguntas. Durante los tres últimos siglos, la aceleración de la conquista racional de la dimensión no humana, esencialmente a través de la ciencia, se ha materializado en las dos doctrinas políticas que sustentan la modernidad ilustrada: el liberalismo y el capitalismo. El primero priva de derechos naturales a todo lo no humano (por ejemplo, el derecho a la vida), mientras que el segundo se alimenta de la extracción, manipulación y explotación de todo lo no humano (como, por ejemplo, la industria petrolífera). En conclusión, la violencia cotidiana que ejercen el liberalismo y el capitalismo, que no solamente sufre todo lo que no es humano sino también gran parte de las sociedades humanas (por ejemplo, a causa de las guerras o de la pobreza extrema), va intrínsecamente ligada al insolente anhelo de los humanos por dominar el planeta. Podríamos hacernos otro tipo de preguntas más interesantes: ¿Quién decide los hechos que acaban generando producción de conocimiento? ¿Quién se encarga de producir este conocimiento? ¿Quién lo escribe y comunica oralmente? ¿Quién logra ser leído y escuchado? Es difícil no percatarse de que las relaciones entre las ecologías humanas y las no humanas van unidas a las consecuencias de la dialéctica del saber-poder.
¿Podemos generar conocimiento de una manera alternativa? ¿Es posible hacerlo con más cuidado y mesura? ¿Podemos pensar con en lugar de sobre el virus? Según el concepto de «perspectivismo» de Eduardo Viveiros de Castro, acuñado para sintetizar el compromiso crítico del antropólogo con la realidad amerindia en referencia a Deleuze, la perspectividad se define como la capacidad de ocupar un punto de vista. Según él, la representación pertenece a la mente, mientras que un punto de vista pertenece al cuerpo. La epistemología occidental pretende desubjetivizar al mundo y convertirlo en un conjunto de objetos observables. En la modernidad, lo que no está cosificado no es real. El afán de Viveiros de Castro, en cambio, es sensibilizar e incluso personificar el punto de vista de todo lo que debería saberse. La cuestión no es idealizar la acción del virus, sino desacreditar la unidireccionalidad colonizadora de las formas antropocéntricas de la producción de conocimiento. Viveiros sostiene de forma elocuente que «todos los seres vivos ven el mundo con los mismos ojos; lo que cambia es el mundo que ven. Los animales se organizan con las mismas “categorías” y “valores” que los humanos […]. Pero las cosas que aquellos ven, en tanto que las ven como nosotros, son diferentes: lo que para nosotros es sangre, para un jaguar es cerveza». La investigadora cultural Elisabet Roselló, en un artículo publicado anteriormente en esta revista digital, emplea un símil parecido y argumenta que no debemos «perder de vista el hecho de que nos pensamos desde nosotros y no podemos experimentar qué es una planta o “ser una app”, como mucho podemos imaginárnoslo». Aun así, el coronavirus, como todas las cosas no humanas, tiene una historia por contar, pero los humanos no le prestan atención o simplemente no tienen ningún interés en escucharla.
En un contexto perspectivista como este, mientras exploramos más allá de las narrativas antropocéntricas, quizá nos demos cuenta de que la COVID-19 ha colonizado con éxito el espacio y el tiempo de la Tierra, aunque sea de forma temporal. Ahora les toca pagar a los humanos. La fábula del progreso humano ilimitado y teleológico se ha visto abruptamente interrumpida. Para muchos analistas, la enfermedad es una externalidad objetivada en una coordenada euclidiana indeterminada que se ha cruzado trágicamente con los humanos, pero los acontecimientos demuestran que no es más que el escenario de una obra donde las ecologías humanas y no humanas están enfrascadas en negociaciones tensas e impredecibles. Más aún, como indican los cambios de rutinas que estamos experimentando (por ejemplo con el confinamiento), la forma humana de existencia en el mundo actual está condicionada por los resultados inciertos de este entrelazamiento, más allá de los límites de lo humano. La mera existencia del virus, asimismo, depende de esta relación y especialmente de hasta qué punto los humanos serán capaces de erradicarlo.
En otras palabras, los humanos y el coronavirus se reinventan constantemente el uno al otro a través de relaciones de poder. Esto no es una sentencia posmoderna o metafórica sino biomaterial: el virus, una vez lo tenemos dentro, transforma nuestro metabolismo a través de procesos microquímicos y las futuras mutaciones del virus dependerán de cómo encaje con los humanos y su entorno. Por esta razón, el límite ontológico virus/humano se difumina y cada vez resulta más difícil diferenciarlos como dos seres independientes. A fin de cuentas, el virus y el ser humano se asemejan mucho en lo que a su modo de vivir en el planeta se refiere: a ambos los mueve un ansia de colonizar el mundo obstaculizada por un constante tira y afloja para conseguir su propósito.
El hecho de simpatizar con esta «interioridad» (withinness) del mundo, tal como lo denomina la física Karen Barad, puede fomentar un sentimiento de modestia conducente a la posibilidad de imaginar de forma diferente relaciones factibles en la Tierra. Lejos de la colonización unidireccional o epistemológica y de sus implicaciones liberales o capitalistas, iniciar negociaciones que van más allá de la dimensión humana implica olvidarse del sueño antropocéntrico de la modernidad. Por lo tanto, si queremos pensar con la COVID-19, debemos rehuir las formas de producción de conocimiento científicas y racionales para explorar métodos no modernos de mediación e imaginar realidades posibles. El poder creativo del arte podría ser útil en este sentido. El filósofo francés Gilbert Simondon sostiene que las artes tienen el poder de reconstituir el universo a través de la recuperación de otras realidades posibles. A través del arte podemos imaginar y crear una infinidad de mundos diferentes, no necesariamente deterministas, racionales y proyectados sobre un horizonte centrado en los humanos. Asimismo, mediante el arte, más que con la ciencia, podemos estar más cerca de lo que los bosques, el aire y el mar sienten. Los sentimientos sublimes que despiertan ciertas intervenciones artísticas nos permiten sin duda imaginar y entender cosmovisiones y puntos de vista diferentes a los nuestros. De William S. Burroughs a Ursula K. Le Guin, las posibilidades estéticas planteadas para formas de vida y mundos no modernos son infinitas.
El virus ha demostrado con creces que el mundo ha dejado de ser el mundo, o por lo menos ya no es como los humanos de la modernidad lo habían pensado. ¿Y qué es el mundo, entonces? La incertidumbre sobre el mundo que vendrá no debería despertar necesariamente sentimientos negativos, porque la precisión de la racionalidad ilustrada, con sus categorías rígidas (civilización, raza, nación, género) solo ha sido fuente de sufrimiento y dolor. El proyecto de la modernidad, hasta hoy, había estado magistralmente protegido por el aparato del Estado, las fuerzas económicas, los medios de comunicación de masas y la fantasía de una clase media, pero la expansión mundial de una materia micro-orgánica ha puesto en absoluta evidencia, de manera inesperada, esta ilusión. Parece que es buen momento para tomárselo con calma, recuperar la modestia, dejar fluir la creatividad y reimaginar alianzas responsables, perdurables y no antropocéntricas.
Xus de Miguel Vallejo | 01 junio 2020
Brillant! Lúcid! Una invitació, radicalment nova, de pensar el món, de pensar-nos. M’ha encantat! Ara, es tracta de fer d’aquestes reflexions el punt de partença d’imagnaris nous, de noves maneres d’actuar, de relacionar-nos amb el món, el viu i el que anomenem «no viu».
Gràcies, Ignasi!
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