Nuevas corrientes filosóficas ponen en entredicho los viejos paradigmas que suponían que el humano y sus tecnologías eran el epicentro transformador de la naturaleza. Teorías que entienden el ser humano como una pieza más de una red más amplia, una realidad que no podemos percibir o experimentar completamente y que, por tanto, cuestionan la división o jerarquía entre humano (sujeto) y no humano (objeto). Repasamos en este artículo algunas de las más conocidas, como la teoría del actor-red de Bruno Latour, las ontologías planas, las ontologías orientadas a objetos (OOO) y la teoría de los hiperobjetos de Timothy Morton, entre otras.
Un virus nuevo se convierte en un elemento aparentemente improbable que paraliza o conmueve a países enteros. Poblaciones de medusas que obstruyen la salida de aguas refrigerantes de centrales nucleares y casi provocan colapsos, como sucede de vez en cuando en diversas regiones (por ejemplo, en 2013 en Oskarshamn, Suecia). Algoritmos que impiden la circulación de ciertos tipos de información y potencian otros contenidos. Gigantescas islas de plástico que causan bloqueos marítimos, constituyen una amenaza biológica y son el resultado de la suma de millones y millones de bolsas, envoltorios, pajitas, botellas y recipientes.
A pesar de que en algunos de los acontecimientos mencionados los seres humanos han desempeñado algún papel, por ejemplo a la hora de desarrollarlos, no puede decirse que la creación y modificación del mundo sea exclusiva del ser humano. Es más, nos hallamos en un punto histórico en el que los viejos paradigmas que asumen que el humano y sus tecnologías son el epicentro transformador de la naturaleza están en entredicho y son cuestionados. No solo desde la opinión pública, sino también desde diferentes ciencias.
Al menos en los últimos treinta años –aunque las raíces de las nuevas corrientes siempre se remontan más atrás en el tiempo: estaríamos hablando, como ha señalado en ocasiones el filósofo Luis Montero, de Spinoza, Montaigne o incluso Plutarco–, se han intentado encontrar nuevas teorías que expliquen cómo ocurren ciertos cambios y ciertos tipos de relaciones no humanas después de que se hayan encontrado inconsistencias en el hecho de situar al ser humano, o a la tecnología como apéndice colectivo, como centro y fundamento de su historia y del mundo.
Una de las primeras hipótesis que se hizo célebre fue la teoría del actor-red del sociólogo Bruno Latour (a partir de los años ochenta). Más como método y caja de herramientas que como sistema de pensamiento profundamente elaborado (en el sentido de «ontología» o sistema filosófico justificado lógicamente), lo que este principio propone es comprender que las personas en su individualidad raras veces tienen la capacidad de transformar o deformar el entorno, o de incidir en él; bien en lo material (por ejemplo, transformar una calle), bien en lo intangible (por ejemplo, hacer que se elaboren nuevas políticas públicas o generar nuevas costumbres culturales).
En realidad, la teoría del actor-red propone que cualquier persona –pero también cualquier objeto– se halla inmersa en una red, cuando no un sistema, de personas, de colectivos de personas concebidos como si fuesen objetos (por ejemplo, una institución de la administración pública o una empresa) y de cosas no humanas (máquinas, plantas…). Estas redes pueden ser definidas mediante la investigación y pueden dar idea de aquellas entidades que tienen capacidad de actuación sobre el propio entorno y contexto. Por ejemplo, no podríamos pensar en Greta Thunberg sin la red a la cual pertenece: diferentes organismos activistas, como Fridays for Future o Extinction Rebellion, que a la vez están compuestos por miles y miles de personas distribuidas por todas partes, y por medios digitales. Tampoco podríamos pensar en ella o en los diferentes movimientos sin las relaciones entre estas miles de personas y las instituciones y personas con poder, o sin la narrativa y la acción impulsada por esos mismos medios digitales.
A pesar de que ha tenido muchas respuestas en el ámbito académico, el principal valor que nos aporta esta teoría es que no es posible comprender las cosas y a las personas dentro de una linealidad de sucesos, ni en su individualidad ni desde el supuesto poder que les otorga el simple hecho de ser humanos y tener consciencia. Además, ha contribuido a un desafío alternativo –ya latente en la academia– de numerosas convenciones y asunciones clásicas de las Humanidades y las Ciencias Sociales.
Hacia finales de los años noventa aparecieron algunas visiones nuevas, como el realismo especulativo, las ontologías planas y el nuevo materialismo, que tratan de interpelar a las capas más profundas de la cultura, pero que han resultado obsoletas a la hora de enfrentarse a con la complejidad del mundo y sus nuevos retos; a la hora de hacer frente a aquello con lo que se han erigido visiones del mundo que, aunque no lo parezca, utilizamos en el día a día (como se explica en la primera parte de este artículo).
Durante siglos, sobre todo a partir de las tradiciones grecolatinas, en Europa, América del Norte y otras zonas herederas de estos paradigmas culturales se ha tratado de comprender la naturaleza de la realidad. Uno de los problemas filosóficos clásicos ha sido el de cómo accedemos a la realidad: los sentidos (como el oído, el tacto y la vista) y la racionalidad tienen muchas limitaciones.
Por ejemplo, hoy en día sabemos que hay cosas que no podemos ver directamente, como los infrarrojos, los rayos X o las escalas atómicas y astronómicas. Tampoco podemos sentir sonidos situados fuera de la franja que va de los 0 a los 130 decibelios, igual que no podemos percibir muchas otras cosas, mientras que las máquinas que fabricamos tratan de que todo este mundo inaccesible nos resulte accesible: por ejemplo, en realidad vemos las fotografías en infrarrojo del núcleo de la galaxia porque previamente han sido convertidas a colores que sí podemos ver.
En el siglo XX también se argumentó que el razonamiento y la abstracción, en el sentido de pensamiento crítico, eran otras herramientas clave para profundizar en lo real. Y aquí la filosofía ya comenzaba a dividirse entre la capacidad de observar y tomar consciencia de los fenómenos (fenomenología); la manera como generamos conocimiento, en el sentido occidental de creencias justificables y ciertas, como el problema de Gettier (epistemología); y la naturaleza de las cosas y la realidad (ontología).
Ciertos movimientos han cuestionado convenciones sobre la naturaleza de la realidad y de la división entre el humano (sujeto) y las cosas no humanas (objetos, de forma muy genérica): si solo tratamos con ilusiones de nuestro ego o con la proyección de uno mismo sobre el entorno (como propondría, a grandes rasgos, Hegel), o si la realidad existe pero nuestros sentidos y/o nuestro lenguaje no nos dejan acceder a lo que es real en crudo (de nuevo, a grandes rasgos, Kant).
Las ontologías planas (promovidas por Levi R. Bryant, Ian Bogost, Tristan Garcia, Timothy Morton y Jane Bennett, entre otros autores), incluyendo también la ontología orientada al objeto (OOO) de Graham Harman y conectadas a otras miradas más feministas y de género como las de Karen Barad, señalan que en realidad no tiene sentido generar una dicotomía entre sujeto (la persona, el humano o quien experimenta la realidad) y objeto (el opuesto, normalmente animales, objetos y cosas en un sentido amplio).
Además, tratan de integrar, de nuevo, el hecho de que cada individuo no es un ente solo, aislado en el mundo, sino que pertenece a redes y sistemas, y esto revierte también en la experimentación de lo que es real. Asimismo, no podemos suponer que los seres humanos podemos acceder a toda la realidad ni, en consecuencia, gestionar todos los cambios, y esto implica, según dan a entender, que no tiene ningún sentido colocarnos en una situación de superioridad moral o categórica en relación al resto de cosas en el mundo. Jamás podremos meternos en la cabeza de otras personas, o en la de los animales, ni experimentar la vida como las plantas, ni mucho menos hacernos una idea de cómo es «la vida» de los objetos inanimados o cómo «percibe» las cosas una inteligencia artificial. Por eso se llaman ontologías «planas»: en oposición a las filosofías y explicaciones de lo real que generan jerarquías universales o totales.
Así pues, una forma interesante de explorar la realidad, tal como proponen las ontologías planas, es tratar de evaluar lo real asumiendo que todo son objetos, aunque, evidentemente, podemos ver diferentes tipos de objetos con propiedades diferentes y, claro, las personas también tienen capacidades diferentes.
Además, en sintonía con la teoría del actor-red, no se pueden entender las «cosas» sin sus relaciones, sin los diferentes tipos de interacciones que establecen entre sí, aunque no sean intencionales (asumiendo como evidente que una mesa no tiene intencionalidad ni voluntad). Esto, a su vez, puede implicar que diferentes objetos, al integrarse en relaciones e interacciones diferentes, generen nuevos objetos. Esto enlaza con la propuesta de Morton de los hiperobjetos: un hiperobjeto podría ser el clima, y también el cambio climático. Así, podemos ser medios dentro de un sistema más grande, y si queremos continuar usando el dualismo objeto-sujeto, la realidad nos exige que consideremos sujetos (no en un sentido jurídico) ciertas cosas inanimadas, como por ejemplo un bosque o una plataforma App.
A pesar del carácter introductorio de estos artículos –y en esta ocasión el énfasis se ha limitado a una pequeña parte de las nuevas corrientes–, estas nuevas perspectivas filosóficas son, ahora mismo, cuestiones relevantes en campos como las artes digitales y postdigitales (el tema se trata en cada edición del festival Transmediale), en la arquitectura (lo prueba el hecho de que Harman, uno de los fundadores de esta mirada ontológica, trabaje en el Southern California Institute of Architecture) y en el diseño (por ejemplo, las nuevas corrientes relacionadas con el pensamiento crítico).
Este es uno de los múltiples frentes desde donde se cuestiona el papel central del ser humano. Nos encontramos ante un momento «antropodescéntrico» y, por tanto, quizá sería el momento de introducir perspectivas de género, como las epistemologías feministas, las descoloniales o la mirada posthumanística. Ahora que se habla de las «Humanidades Digitales», ¿podrían las Humanidades ser algo innovador, también en una situación de crisis y transformación? Sea como fuere, y a pesar de los posibles agujeros teóricos o argumentales que pudiera haber, estas nuevas corrientes son indicadores de una urgencia de cambio de paradigma que a su vez revierte en nuestros valores y en la forma de relacionarnos con el mundo para gestionarnos mejor.
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