Nadie duda de las transformaciones en el ámbito de la automatización: en el 2020 llegaremos a los tres millones de robots industriales. Fully Automated Luxury Communism plantea que los robots lo hagan todo mientras los humanos disfrutamos de los frutos de su trabajo en la misma medida: justicia social y abundancia ilimitada. A partir de la obra de Aaron Bastani, nos planteamos qué tipo de automatización se nos impone, y cuál podría ser deseable.
Cuando uno oye o lee acerca de algo llamado luxury communism no puede sino prestar interés, porque, aunque parezca una expresión excéntrica, engarza una serie de tradiciones y prácticas críticas que vinculan la emancipación con la abundancia, entendida como una vida cualitativamente rica que es puesta en común. Es lo que en secreto prometían el llamado «nietzscheanismo de izquierdas» o las tendencias marxistas más libres. Ciudades utópicas como New Babylon, en Constant, son algunas de las ruinas más conocidas de ese fascinante futuro revolucionario que no llegó. Sin embargo, el eco intempestivo de la pulsión que las movía, a saber, el deseo de una vida no sometida al resentimiento y la servidumbre de una escasez material y vital, resuena aún. De ahí que, mientras los nuevos tecnomonarcas fantasean con cosas como construir ciudades-estado en el mar, uno acoja las noticias sobre el Fully Automated Luxury Communism (FALC) con expectación, aunque solo sea para sospechar rápidamente de ellas.
Siendo muy breves, los antecedentes y el contexto inmediato del FALC son al menos dos: por un lado, el aceleracionismo de izquierdas, cuya expresión política paradigmática se puede hallar en obras como Inventing the Future, de Nick Srnicek y Alex Williams (aquí su manifiesto); por el otro, en el ámbito histórico, la crisis del modelo neoliberal y el ciclo de luchas más reciente (de plaza Tahrir a las revueltas globales contemporáneas), acompañados del simultáneo despliegue de una serie de revoluciones tecnocientíficas que Bastani agrupa bajo el término «tercera disrupción». El argumento central recrea el «fragmento de las máquinas» de Marx y afirma que estas transformaciones procurarán, mediante la automatización de los procesos productivos, un suministro extremo de riquezas (extreme supply). Según Bastani, podemos hallar indicadores de cierto agotamiento del capitalismo y de una potencial ruptura gracias a los efectos de la automatización, como indica la tendencia a la reducción del coste marginal, que hará que todo pueda ser gratuito en un futuro cercano.
En ese sentido, es una fervorosa respuesta al «realismo capitalista» y al conocido mantra tatcheriano del «no hay alternativa». Prolonga la crítica al inmediatismo e inmanentismo político que Nick Srnicek y Alex Williams llaman «folk politics» para designar formas de luchas políticas incapaces de proyectar un futuro emancipador, lo que conduce a un cul-de-sac anárquico e impotente. Para Srnicek y Williams, se ha de retornar a los «archirelatos» de la modernidad, para abordar lo político desde una posición que encarne el resto de posiciones (idea que resuena en otros entornos militantes), y restaurar la mediación institucional y estatal con el fin de proyectar objetivos estratégicos universales. El FALC de Bastani es esa estrategia de objetivos a gran escala. Una alternativa que presenta «una realidad de plenitud más allá de toda imaginación».
Que las transformaciones en el ámbito de la automatización son fuertes parece estar más allá de toda duda (lo saben los de arriba y los de abajo), y esta sea quizá una de las razones por las que merece la pena leer el texto a modo de compendio. Por ejemplo, si en 1970 había 1000 robots industriales en el mundo, en 2016 eran 1,8 millones, y en 2020 serán 3 millones, con un incremento exponencial de la productividad en casi todos los sectores (gracias a la curva de experiencia o experience curve). El desempleo tecnológico será, explica el autor, un escollo insuperable para el capital, y romperá el ciclo de acumulación por ausencia de consumidores.
Desde el punto de vista energético, el potencial infinito del sol para proveer de energía será aprovechado en los mismos términos exponenciales, y hará que tecnologías como las celdas solares, las baterías de ion de litio, las turbinas de viento o los LEDs provean permanentemente de energía más barata. La minería interestelar explotará agua y minerales clave (gente como Jeff Bezos o Elon Musk trabajan ya en este sentido), aunque la tendencia apunta a la completa descarbonización y la completa reutilización de los minerales ya existentes. En todo caso, asteroides como el 16 Psyche son ejemplos de la promesa de «una riqueza más allá del valor», que hacen necesario el seguimiento de proyectos espaciales público-estatales.
La edición genética, mediante técnicas sencillas como CRISPR-Cas9, será también cada vez más accesible y ayudará a prevenir el VIH, la enfermedad de Huntington o la fibrosis quística, entre otras muchas enfermedades genéticas. Lo interesante no es solo su función curativa, sino también la ampliación de nuestras capacidades biológicas en general (stretched bio-capacity). El bricolaje genético se podrá socializar siguiendo modelos que han transformado otras industrias (como el P2P), lo que posibilitará la ruptura con el proteccionismo privatizador de las patentes y la propiedad intelectual. De ahí que la manipulación genética se extienda incluso a los animales de compañía. Todo ello habrá de ser objeto de un «vigoroso debate público» que, en último término, dará con las regulaciones adecuadas.
En palabras del autor, «tal como ocurre con Space X y la tecnología de cohetes, CRISPR-Cas9 no permite a los humanos hacer nada particularmente nuevo. Más bien ilustra cómo la información, queriendo ser libre, rompe con miradas mainstream sobre la escasez y hace posible el suministro extremo». En ese sentido, la agricultura molecular sigue la misma senda y es ya una realidad que podrá hacer que la alimentación de 9,6 billones de personas sea sostenible: los bistecs cultivados a partir de muestras de tejido animal, el pescado cultivado o la leche y los huevos cultivados de Clarafoods, por ejemplo, modificarán nuestra relación con la alimentación y facilitarán una dieta rica en productos animales sin las inconveniencias (ecológicas y morales) de la industria cárnica. El whisky y otras bebidas no son excepción (aunque los nostálgicos del vino podrán disfrutar más tiempo de su «pureza», debido a su infinidad de matices).
El inminente desastre ecológico (la «sexta extinción masiva» o la desaparición de un cuarto de los mamíferos) hace obligatoria la aceleración de una transición ecológica sostenible porque, paradójicamente, «no hay alternativa». Ahora bien, esta transición no debería basarse en un retorno a lo local, a «lo pequeño es bello», ya que su eficiencia es menor que la articulación global de estrategias de transformación ecológica. La «postescasez», así como la transición ecológica, irán acompañadas de una transformación sociopolítica en clave populista que, además de ser capaz de definir lo que «el pueblo realmente es» (sic), pivotará sobre cuatro ejes organizativos.
Por un lado, un cooperativismo obrero y un municipalismo proteccionista que determinarán los criterios de la contratación según parámetros cooperativistas y ecológicos. Ambos ejes se darán en el contexto más amplio del retorno del Estado-nación, que renacionalizará la mayoría de servicios básicos gratuitos («la acción efectiva solo puede venir a través de estados-nación») y procurará «unas finanzas socialmente controladas» (i. e., bancos de inversión energética nacional). Para que el desarrollo incluya el sur global, el cuarto eje lo constituirá un internacionalismo antiglobalista que, mediante instituciones a crear como el International Bank for Energy Prosperity y el One Planet Tax, extenderá la postescasez al conjunto del planeta.
Siendo justos, la exposición de Bastani es más precisa y extensa; rica en el sentido de una puesta al día de las posibilidades tecnológicas, y acierta en que las masas populares serán protagonistas de las luchas futuras (sean en su versión fascistoide, elitista o igualitaria). Lo que preocupa, sin embargo, no es tanto su ambición y fascinación (que uno puede llegar a compartir), sino la ausencia de una propuesta teórica más elaborada. Bastani afirma que la revolución será roja y verde. Se le antoja a uno que el luxury communism debería tener más colores. Y no como un apéndice o suplemento con el que rindamos cuentas en secreto, sino como aquello que a modo de premisa debería marcar la reflexión en torno a la automatización.
Bastani se protege de lo que serán las potenciales críticas a su entusiasmo utópico, incapaces de ser propositivas. Pero la compulsión propositiva contrasta con la completa falta de diálogo (por olvido o prudencia) en relación con problemas como la reproducción social, entre otros. Autoras como Silvia Federici han criticado el «continuado affaire amoroso con el “fragmento de las máquinas” de Marx» (Revolution at Point Zero). Propuestas próximas, como la política de la alienación xenofeminista (sensible, por cierto, al problema de la diferencia), así como el debate más amplio en torno a un universal no eurocéntrico, implican una reflexión más exigente, incluso en un manifiesto. No basta con decir que el Estado-nación retorna por la necesidad que impone «su rápida y efectiva acción» contra la impotencia del localismo y el culto al globalismo, porque «es hora de hacer historia nuevamente». La afirmación de que «la cuestión no es cambiar las palabras que usamos sino la realidad que designan» se antoja insuficiente. Y no tanto por una compulsión anti-institucional, retórica o «inmediatista». Simplemente resulta asombroso que Bastani celebre la espectacular curva de desarrollo de compañías como Boston Dynamics sin reparar en nada más. Siendo breves, el proyecto de la postescasez mediante la automatización requiere a su vez una reflexión crítica en torno a la propia automatización.
Aunque Bastani afirme que el comunismo «será lujoso o no será» y que una vida de abundancia difuminará «la diferencia entre lo útil y lo bello», y a pesar, también, de haber acompañado su obra de interesantes citas de poetas y artistas, encontramos pocos rastros de una actitud experimental en su manifiesto: su afán por demostrar cuantitativa y técnicamente la viabilidad de una alternativa al capitalismo (con el recurso incesante de cálculos monetarios) da a su texto un aire alternativista y tecnocrático.
La ausencia de la Internacional Situacionista en el debate en torno al post-trabajo es intrigante, aunque lo dicho sobre el Estado pueda explicarlo. Casi sesenta años después de su publicación, un texto como Los situacionistas y la automatización, del pintor situacionista Asger Jorn, resulta aún brillante. Jorn defiende, contra los tecnócratas y sociólogos que prefieren «establecer la automatización primero para después decidir su uso», que la automatización ha de ser implantada «según una finalidad contraria a su propio establecimiento». Es decir, entre el «derrotismo» y el «optimismo idiota» apuesta, no tanto por una abundancia «más allá de toda imaginación» (Bastani), sino por una «imaginación activa» que pueda «superar la realización de la automatización misma» (Jorn). La pregunta política determinante, por tanto, para evitar que el futuro se convierta en la hipertrofia de las bajezas del presente, no pasa por saber si la automatización es posible o no, sino por una reflexión que no posponga la pregunta en torno a qué tipos de automatización deseamos y somos capaces de imaginar. Lo cual implica cuestionar, más allá de su acelerada inevitabilidad, las premisas sobre las que se sostiene la automatización tal como se nos impone hoy.
Cuando estalló la revolución de 1917, un poeta de apellido Gástev se apresuró en introducir el taylorismo con un ímpetu que nada tenía a envidiar al más ambicioso empresario americano, hasta convencer a un Lenin reticente de sus virtudes. Lo que nos preguntamos es si la automatización del siglo XXI encontrará a sus artistas y pensadores antes de toparse con aquellos que, en nombre de la urgencia, han decidido dejar la poesía para más tarde.
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