Imaginar el futuro y predecir hacia dónde se podría dirigir la sociedad o el sistema se ha convertido en un ejercicio cotidiano practicado por todos. La idea de bosquejar lo que vendrá, cuando se aborda desde la ciencia ficción, permite dibujar un futuro distópico, exagerado, ilimitado pero a menudo aterradoramente real. El profetismo de la ficción apocalíptica responde a una fórmula que descansa bajo el paraguas de la futuridad, lo susceptible de que pueda pasar en algún momento, y, de repente, la distancia que separa nuestras predicciones y la ciencia ficción es cada vez más estrecha. Las teorías sobre el cambio social y la superación del sistema capitalista a partir de la protesta, la desaceleración o la crítica moral a menudo quedan invalidadas por el mismo sistema, pero… ¿y si para generar el cambio no hay que pararlo todo? ¿Y si, en vez de ir en dirección contraria al mercado, vamos en la misma dirección y la aceleramos?
Monster Assault, una de las variedades de la marca de bebidas energéticas propiedad de Coca-Cola, tiene como eslogan «Viva la Revolution!». En su web dicen que han decorado la lata con un patrón de camuflaje «simplemente porque nos parece que queda guay. Además, nos anima en la lucha contra las grandes empresas multinacionales que dominan el negocio de los refrescos». La ironía del texto, que roza la mala intención, es un ejemplo de manual del marketing orweliano que penetra de forma transparente en cada rincón de lo que Mark Fisher denomina realismo capitalista (un sistema injusto pero sin alternativa imaginable). Un spiel tan visible que deja de serlo, una capa de información viscosa perversamente asimilada por el sistema y por un imaginario colectivo inmune a los dobles y triples sentidos. Cuando George Orwell describe en 1984 el departamento del Ministerio de la Verdad encargado de generar «la literatura, la música, el teatro y, en general, de todos los entretenimientos para los proletarios», cuenta que allí «se producían periódicos que no contenían más que informaciones deportivas, sucesos y astrología, novelitas sensacionalistas, películas llenas de sexo y canciones sentimentales compuestas por medios exclusivamente mecánicos en una especie de calidoscopio denominado versificador». Salvando las distancias (el versificador todavía no ha llegado, por desgracia), se hace difícil no reconocer la genialidad profética de algunas de sus proyecciones de futuro distópico, hace sesenta y cinco años.
«Es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo.»Fredric Jameson y Slavoj Žižek
Reflexionando acerca del carácter predictivo de la ciencia ficción, el escritor y crítico cultural estadounidense Steven Shaviro habla de la idea de potencialidad, según la cual el objetivo del género no es tanto anticiparse al futuro, como esbozar un retrato exagerado de lo que podría llegar a convertirse en real, dadas las condiciones actuales. «La ciencia ficción extrapola elementos del presente, y lleva algunas condiciones verdaderamente existentes hasta las consecuencias más extremas. Es decir que no trata sobre el futuro real, sino sobre la futuridad, si es que puedo usar esa palabra como un sustantivo abstracto… La ciencia ficción hace visible lo que el filósofo Gilles Deleuze llama lo virtual, o lo que Karl Marx a veces denomina procesos tendenciales. Las tendencias no son cosas que tengan que suceder necesariamente, pero a menudo podemos observar un camino que conduce a ellas. La ciencia ficción picotea en determinadas tendencias implícitas, incrustadas en nuestra situación tecnológica y social actual, elementos de un futuro que existen en el presente, pero que no están presentes porque todavía no están teniendo lugar. Cosas y hechos que representan una especie de futuridad, tanto si en el futuro acaban sucediendo como si no».
On the Beach, de Stanley Kramer, es un drama postapocalíptico de 1959 que retrata el terror cotidiano de los supervivientes de la Tercera Guerra Mundial en el hemisferio sur: el único lugar habitable en el planeta después de la contaminación por radiación. La película es una curiosa mezcla de trama romántica y épica militar, que sintetiza el estado de alienación de la población en su lucha desesperada por transformar el pánico en normalidad. En una escena capital, Julian Osborn, un científico australiano interpretado por Fred Astaire (!) rompe la burbuja de la cordialidad en una fiesta para dar a entender a los invitados que el futuro que imaginan y proyectan no existe. «¡Estamos condenados! ¡Condenados por el propio aire que estamos a punto de respirar! ¡No hay nada que hacer!». Lo que Osborn trata de transmitir es que, a pesar de que Australia aún es habitable después de la catástrofe, la radiación proveniente de las detonaciones atómicas en el hemisferio norte no es un fenómeno estático, sino que avanza peligrosa, inexorablemente. En otras palabras, la radiación no es un objeto discreto y autocontenido. El filósofo Timothy Morton utiliza el término hiperobjeto para describir este tipo de entidades, tan masivamente distribuidas en el tiempo y el espacio que resultan imposibles de localizar con precisión. Los hiperobjetos de Morton son viscosos y no-locales, como el calentamiento global, el capital o la radiación nuclear. Podemos observar reacciones y efectos colaterales de los mismos, pero es imposible verlos directamente precisamente porque «estamos fenomenológicamente adheridos a ellos. Cuanto más intentas deshacerte de ellos, más se pegan a ti», dice Morton. Lo que Osborn intenta comunicar desesperadamente en la escena de la fiesta recuerda mucho a la teoría de Morton: la simple pero aterradora idea de que el fin del mundo no es una amenaza distante en el horizonte, sino una realidad que nos rodea, un estado extraño y alucinatorio de presente distorsionado. «Los hiperobjetos son directamente responsables por lo que yo llamo el fin del mundo, que hace obsoletos tanto el negacionismo como el ecologismo apocalíptico». Para Morton, desde un punto de vista ecológico, el fin del mundo arranca con la Revolución Industrial y las primeras deposiciones de carbono en la corteza terrestre. Y en este sentido, el presente, el antropoceno, es un escenario postapocalíptico con todas las de la ley. Uno de los puntos clave de la teoría de Morton es el rechazo tajante del ecologismo tradicional armado con eslóganes y retórica chocante sobre el peligro del futuro, más que del pasado/presente. Morton reivindica una forma de geofilosofía que va más allá de lo humano, un cambio de escala temporal para poder entender de veras la magnitud de la tragedia. En Hyperobjects (2013) resalta que «la distancia cínica, el modo ideológico dominante de la izquierda, se encuentra en muy mal estado y no podrá hacer frente a la era de los hiperobjetos». Y Morton no es un ejemplo aislado en su escepticismo respecto a los métodos de resistencia tradicionales. En Capitalist Realism. Is There No Alternative? Mark Fisher se preguntaba: «Si el realismo capitalista es tan perfecto, y si las actuales formas de resistencia resultan tan desesperadas e impotentes, ¿de dónde puede venir un desafío verdaderamente efectivo? Una crítica moral del capitalismo, haciendo hincapié en las formas en las que conduce al sufrimiento, solo refuerza el realismo capitalista».
En los últimos años, numerosos autores de varias disciplinas, de la filosofía al cine, la música o la teoría política, han reivindicado la figura del británico Nick Land como influencia, como generador de ideas y como fuerza disruptiva a tener muy en cuenta. Land, que a menudo utilizaba la frase «The Collapse of Western Civilisation Studies» para delimitar su área de investigación académica, ha sido durante mucho tiempo una figura desconocida y subterránea, pero no por ello menos prolífica. Durante su estancia en la Universidad de Warwick, entre 1987 y 1999, Land puso en marcha con Sadie Plant el Cybernetic Culture Research Unit (CCRU) y generó numerosos textos que hoy se consideran un puntal importante de varias tendencias recientes del pensamiento contemporáneo, como el realismo especulativo. La prosa de Land es una mezcla barroca de análisis político, cultura popular, antihumanismo, iconografía rave, distopía salvaje y herencia kantiana, articulada bajo una óptica lisérgica a menudo más cercana a la estética cibergótica de H. R. Giger, al ciberespacio contaminado de William Gibson o a la ficción transgresiva de Ballard, que al canon académico.
A pesar de que su obra no es estrictamente encasillable dentro del género de la ficción, Land evoca constantemente paisajes postapocalípticos, angustia lovecraftiana y atmósferas opresivas al estilo del propio cine de horror que inspiraba incontables producciones de jungle en Gran Bretaña de mediados de los años noventa. La visión oscura del futuro de Terminator 2: Judgement Day (1991) daba pie al Terminator de Metalhead (1992), uno de los himnos de la época, al tiempo que se dejaba ver/leer en los ensayos de Land, empapados de lo que los futuristas italianos llamaban «splendore geometrico e sensibilità numerica». Empapados de delirio político. Y empapados de nihilismo: «El optimismo es la forma general de la disculpa (…) El monoteísmo, con su descripción del mundo como la creación de un Dios benevolente, o al menos, de un Dios que define la más alta concepción del bien, justifica un marco general optimista para el que la existencia es digna de protección. Para la revuelta optimista, la crítica, y cualquier forma de negatividad, deben estar condicionadas por una positividad proyectada; uno critica para consolidar un mayor edificio del conocimiento, uno se rebela con el fin de establecer una sociedad más estable y cómoda (…) Todo ello retrasa inevitablemente las cosas, porque, si no se tiene un plan convincente del futuro, la negatividad es deslegitimada por un dogma de disculpa previo. Y siempre termina con aquello de “por lo menos eso es mejor que nada”, un eslogan que algún demonio leibniziano probablemente ha garabateado encima de las puertas del infierno», escribía Land en The Thirst for Annihilation. Georges Bataille and Virulent Nihilism (an Essay in Atheistic Religion), de 1992. Los escritos de Land son terriblemente críticos con el sistema capitalista, pero destacan por una práctica de la crítica radicalmente diferente, en la línea de la máxima atribuida a Bertolt Brecht: «no empieces por las antiguas cosas buenas, sino por las malas y nuevas». En Meltdown, uno de los textos recogidos en el compendio Fanged Noumena publicado por Urbanomic en 2011, el autor cita una pregunta desgarradora de Deleuze y Guattari, sobre cuál era el verdadero camino revolucionario: «¿Distanciarse del mercado mundial? (…) ¿O quizás ir en la dirección contraria? ¿Ir aún más allá, es decir, en la misma dirección del mercado? (…) No separarse del proceso sino “acelerar el proceso”.»
Nick Land no es el responsable de acuñar el término aceleracionismo (esto lo hizo Benjamin Noys, con connotaciones negativas), pero su obra ha servido de catalizador y fuente de inspiración para el conjunto de teorías que hoy se agrupan bajo este polémico paraguas, que ha circulado con fuerza desde la publicación, en 2013, del texto de Alex Williams y Nick Srnicek, «#Accelerate: Manifesto for an Accelerationist Politics». Las diferentes corrientes del aceleracionismo mantienen que para llegar a un nuevo paradigma social, económico y político, para erradicar completamente el sistema actual, no es viable la estrategia de la protesta, la desaceleración cuasiluddita, la democracia directa, ni la reclusión. Su solución es la aceleración de las propias tendencias destructivas del sistema. Una alternativa política al callejón sin salida del realismo capitalista, basada en una idea totalmente landiana y prácticamente sacrilégica para la izquierda, la creencia de que para generar un cambio radical es necesario fomentar y favorecer el crecimiento del capital. Marx ya hablaba de las tendencias creativas-destructivas del capitalismo, no solo como un fenómeno cíclico de crecimiento, sino como un rasgo característico del sistema que en última instancia podía conducir a su autoanihilación. Es decir que la idea no es totalmente nueva. Como demuestra #ACCELERATE, la recopilación de textos publicada (también) por Urbanomic hace unos meses, la noción del colapso orquestado no es totalmente nueva, sino que agrupa varias influencias políticas y filosóficas de los últimos siglos. El libro recopila ensayos actuales pero también clásicos que desde varios frentes y puntos de vista han impulsado ideas similares.
Incluso en la historia de la economía más oficial del siglo XX se encuentran casos que parecen preparar el terreno al manifiesto de Williams y Srnicek, como la relativamente famosa estrategia Cloward-Piven, una teoría política elaborada por los sociólogos, profesores de la Columbia University School y activistas Richard Cloward y Frances Fox Piven. Su plan, esbozado en el artículo «The Weight of the Poor: A Strategy to End Poverty» en mayo de 1966, consistía en provocar una sobrecarga intencional en el sistema de bienestar social estadounidense hasta el punto de precipitar una crisis nacional que llevara a una reforma drástica para suplantar el propio sistema de bienestar social por un sistema que garantizara unos ingresos mínimos para todos, acabando así con la pobreza. «Muchos pondrán en duda el objetivo de esta estrategia», vaticinaban Cloward y Piven en el artículo. «El ideal de la movilidad social y económica individual tiene raíces profundas, e incluso muchos activistas parecen reacios a reclamar programas nacionales para eliminar la pobreza mediante la redistribución directa de los ingresos». Irónicamente la facción más conservadora de la derecha y del liberalismo libertario estadounidense actual ha utilizado constantemente la estrategia Cloward-Piven como un arma de terror antiinmigración durante los últimos años (argumentando que las olas masivas de inmigrantes son el primer paso de este colapso planeado del sistema).
De nuevo, el manifiesto aceleracionista de Williams y Srnicek subraya un desencanto total con la tradición de la resistencia de izquierdas. En el texto, que desde su aparición ha levantado polvareda tanto en positivo como en negativo, Williams y Srnicek dicen: «El hecho de que las fuerzas de poder de la derecha gubernamental, no gubernamental y corporativa hayan podido sacar adelante la neoliberalización es, por lo menos en parte, consecuencia de la parálisis continuada y de la naturaleza ineficaz de buena parte de lo que queda de la izquierda. Treinta años de neoliberalismo han dejado a la mayoría de partidos políticos de izquierdas carentes de pensamiento radical, vacíos, y sin poder popular. En el mejor de los casos han respondido a nuestras crisis actuales sugiriendo un retorno a una economía keynesiana, pese a la evidencia de que las condiciones que permitieron la existencia de la socialdemocracia de posguerra ya no existen.»
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