Ciencia y espíritu en el mercado de la atención

Hacia un cuestionamiento abierto, sistemático y fluido de nuestros modos de conocer y de hacer mundos.

Pitt Rivers Museum

Pitt Rivers Museum | The Ewan | CC BY-SA

En estos tiempos de crisis interconectadas, ningún saber parece prescindible. Para hacer frente al presente y atisbar el futuro, necesitamos poner en diálogo diferentes disciplinas, desde la ciencia moderna a los saberes ancestrales, pasando por las nuevas teorías del Antropoceno.

El paso del Noroeste

Cuando a principios de los años noventa Michel Serres utiliza la metáfora de El paso del Noroeste[1] para ejemplificar el arduo tránsito entre las ciencias humanas y las ciencias del mundo, esa ruta marítima que conecta el océano Atlántico con el Pacífico a través del Ártico estaba cubierta de hielo la mayor parte del año. Tres décadas después, el escenario ha cambiado radicalmente: el hielo marino ha experimentado un veloz retroceso, los osos polares viajan a la deriva en las pantallas de nuestros móviles, se multiplican los alarmantes informes científicos, comienza la disputa internacional por los recursos existentes en la zona, la sexta extinción[2] se acelera… Las teorías, los diagnósticos, las soluciones, las leyes pueden haber llegado tarde, pero la ironía es perversa. Mientras el deshielo ártico tiene efectos devastadores en la biodiversidad de la región, la disputa entre ciencias exactas y ciencias humanas –esa moderna dicotomía entre las dos culturas expuesta por C. P. Snow en los años cincuenta– parece estar «licuándose» o, al menos, ya existen pasajes que permiten una navegación más fluida. Las razones de este nuevo paisaje intelectual son diversas, sin olvidar que la escisión entre las dos culturas sigue vigente en las instituciones educativas, en los procesos de transmisión del conocimiento y en las matrices mentales con las que operan los medios de comunicación masiva.

Una de las grandes novedades del siglo XXI es la diseminación progresiva del término Antropoceno, elegido por el Nobel de Química Paul Crutzen para caracterizar este periodo de la historia en el que la especie humana se ha convertido en una fuerza geológica capaz de alterar sustancialmente la biosfera. Se trata de un seísmo conceptual con una magnitud que todavía estamos asimilando, pero que ha permitido la irrupción de un considerable corpus teórico[3] donde los límites entre disciplinas se han vuelto difusos. Una saludable contaminación se extiende entre ciencias y humanidades, aunque la imparable especialización continúe en aumento. Pensadoras, científicos, artistas, escritores, periodistas, gestores culturales, activistas, etcétera están amplificando el gran tablero del conocimiento humano, cuestionando algunas de nuestras convicciones y creencias más sólidas, de tal modo que nos encontramos frente a una extraordinaria disrupción cultural. Se impone el cuestionamiento abierto, sistemático y fluido de nuestros modos de conocer y de hacer mundos. El seísmo es epistemológico y ontológico, impregna la ciencia y el arte, las tecnologías y las economías. El Antropoceno trastoca la geopolítica, nos sumerge en el tiempo geológico, nos enfrenta a una encrucijada en la que todos los conocimientos adquiridos no parecen suficientes para detener un colapso[4] largamente anunciado.

Arde el planeta Tierra, nuestra casa común. Y es ahora cuando comenzamos a «pensarnos como planeta»,[5] cuando tomamos conciencia de nuestra completa dependencia de todas las formas de vida. En esta cruel paradoja coexiste el exterminio masivo de las especies con un progresivo reconocimiento de las inteligencias no humanas (vegetales y animales); mientras el desierto avanza, la IA, esa piedra filosofal de los dataístas, promete nuevas panaceas. En un planeta en ebullición discurren singularistas, aceleracionistas, poshumanistas, transhumanistas, más humanistas. Cada tendencia, con sus exégetas y sus correspondientes idiolectos, va en busca de un enfoque diferencial, al mismo tiempo que sus ideas se superponen, se solapan, se confunden. Los aceleracionistas creen que la solución es fomentar la implosión del capitalismo cognitivo. Los singularistas argumentan que debemos prepararnos para el momento en que las máquinas asuman el control. Los poshumanistas no rechazan lo humano, pero lo ven como una etapa superada en la evolución cultural. Los transhumanistas buscan la fusión definitiva entre la humanidad y la tecnología, mientras que los más humanistas anhelan una nueva Ilustración.

¿Una cultura integral?

Lo cierto es que los nuevos -ismos del siglo XXI pueden resultar insuficientes para cartografiar el nuevo territorio del saber humano activado por crisis globales interconectadas. Conocimiento no es saber.[6] Tal vez lo que sigue emergiendo, para alentar un horizonte menos distópico, es la consideración de todos los saberes que el mundo moderno puede haber desplazado, ocultado o excluido. Ya comprobamos cómo el último siglo, bajo los ideales de la razón, la ciencia y el progreso, fue interpelado por dos guerras mundiales con cien millones de muertos, los procesos de descolonización y el regreso de los saberes de los pueblos colonizados, una carrera armamentista caracterizada por la destrucción mutua asegurada y, en última instancia, por una crisis ecológica global. En la tercera década del siglo XXI, ningún saber parece prescindible.

Cuando Sigmund Freud pidió a C. G. Jung que le ayudase a crear «un bastión inexpugnable contra la negra avalancha del ocultismo»,[7] no podía imaginar que tanto las vanguardias históricas como la cultura popular del siglo XX se encargarían de negar sus deseos, aunque reivindicasen su figura. Basta pensar en la influyente heterodoxia de los surrealistas, donde Marx y Freud conviven con los arcanos del Tarot, los viajes astrales a Marte, las sociedades secretas y el marqués de Sade. O constatar que buena parte de los superhéroes y supervillanos de los cómics, videojuegos y películas son, en cierto sentido, una expoliación de los panteones mitológicos de todas las culturas. Con lo cual surge la natural sospecha de que todo aquello que ha sido excluido, desprestigiado o ignorado en los últimos siglos no acaba de desaparecer.

La arqueología de nuestra conciencia nos permite incorporar todos los estadios del conocimiento para convertirlos en un saber o saberes integrales donde cada estrato obra por recursividad y contingencia.[8] Es decir, volviendo sobre sí mismos y reapareciendo como lo impensable, lo imprevisto, lo inaudito, lo ominoso o lo sublime. El Antropoceno ha abierto violentamente las compuertas de nuestra verdadera situación cognitiva: pensarnos en grandes escalas temporales y cósmicas es una situación privilegiada para admitir que la historia del universo y la historia humana deberían estudiarse integradas. Los avances en el conocimiento del cerebro permiten explorar los estratos de la conciencia y la inconsciencia que siguen operando en la voluntad, en la toma de decisiones y en el libre albedrío. Todo esto para replantearnos cómo aterrizar, qué buscamos como especie y hacia dónde vamos. Seguimos en la cima de la cadena trófica. Somos depredadores, quizá los más temibles.

El tesoro de la atención

Es posible que la cultura del siglo XXI pueda redimirse por un reencantamiento del mundo, los poderes emancipadores de la revolución feminista, un intenso tráfico entre ciencia y humanidades y la creatividad o resiliencia de los pueblos terrícolas,[9] pero no puede obviarse la influencia de las fuerzas hegemónicas que actúan en el mercado de las ideas, en el mercado atencional, en el mercado cognitivo.

Los datos se han convertido en la materia prima más valiosa. Las grandes plataformas tecnológicas compiten en una carrera frenética que tiene su foco en nuestra capacidad de atención, es decir, en el tiempo que dedicamos a un flujo incesante de estímulos efímeros e interrupciones constantes, o el tiempo que nuestro cerebro necesitaría para procesar y plasmar otros mundos y futuros posibles.

Ya estamos datificados, controlados, vigilados, aconsejados, seducidos por las innovaciones y las aplicaciones de la revolución cibernética y su ultimo estadio, la Inteligencia Artificial, con todas sus notables ventajas y evidentes peligros. Sin embargo, sería un error continuar con los lamentos que sitúan a esta tecnología disruptiva de manera exponencial como la responsable de un posible apocalipsis cognitivo.[10] El problema reside en el uso que le demos, en la manera en que podamos regularla o desregularla, en la ética o los sesgos con que se programa, en los consensos locales y globales que se establezcan sobre su velocidad, en sus aplicaciones y en el acceso democrático.

Estamos exigiendo demasiado a nuestro órgano más complejo, el cerebro. Con todas sus prodigiosas funciones adquiridas a lo largo de un milenario aprendizaje evolutivo, también tiene sus límites, al igual que nuestro planeta. El cerebro humano no puede procesar la abrumadora cantidad de información a la que lo sometemos. No solo le pedimos que revele sus secretos y se estudie a sí mismo replicándose en un fabuloso ejercicio de metacognición, sino que, además, continúe realizando sus funciones primordiales, como regular la salud digestiva y hormonal, armonizar y agudizar los cinco sentidos, recibir información de las bacterias y virus que nos habitan, controlar el sueño reparador y supervisar cada aliento y cada latido del corazón.

No se requiere ser un experto para percibir que esta sobrecarga cognitiva enferma nuestro cuerpo. Y tampoco debería sorprendernos la proliferación de terapias, técnicas de meditación y dietas saludables para todos los gustos, incluyendo las dietas digitales imprescindibles para evitar el aumento de trastornos mentales[11] que suelen tratarse con una batería de fármacos, siempre disponibles.

Asistimos a la última de las batallas: la que se libra en nuestra conciencia e inconsciencia. El pensamiento humano contra sí mismo en un paisaje de cajas negras.[12] ¿Es posible imaginar todavía que las siempre postergadas bodas de la Ciencia y el Espíritu reactiven el hilo de Ariadna que nos permita salir del laberinto? Tal vez convenga establecer nuevas relaciones con el minotauro. Fabular relatos, diálogos, pactos, contratos que nos ayuden a comprender mejor los monstruos que hemos creado. Están en juego demasiadas cosas como para dilucidar con certeza el futuro que ya está aquí.

¿Estamos preparados para cumplir nuestro compromiso con las futuras generaciones? Los 1.900 millones de niñas y niños que habitan el mundo no son responsables de la «extinción masiva». Devolverles el alma, los poderes de la imaginación y el tesoro de la atención sería una tarea inaplazable.


[1] Michel Serres, El paso del Noroeste. Barcelona: Editorial Debate (1991). Traducción de Sarah Mirkovitch.

[2] En su libro Todo el arte es ecológico (Barcelona: Editorial GG, 2023. Traducción de Fernando Borrajo), Timothy Morton considera que «cambio climático» o «calentamiento global» son términos demasiado blandos y sugiere algo más radical: «extinción masiva».

[3] Intentar un breve listado de autores relevantes vinculados al Antropoceno es un ejercicio temerario. La bibliografía es ingente, no deja de crecer y son numerosas las puertas de acceso. No obstante, aquí va una posible selección: Rachel Carson, Gregory Bateson, Michel Serres, Lynn Margulis, James Lovelock, Bruno Latour, Isabelle Stengers, Peter Sloterdjik, Donna Haraway, Timothy Morton, Rosi Braidotti, Stefano Mancuso, Kim Stanley Robinson, McKenzie Wark, William E. Connolly, Paul Mason, Hope Jahren, Viveiros de Castro.

[4] El tema se ha vuelto tan recurrente en este siglo que ya cuenta con su propio neologismo: colapsología.

[5] Véase el prólogo audiovisual de Kim Stanley Robinson en la exposición «Después del fin del mundo» (CCCB, 2017).

[6] Se puede ser un erudito o un experto autorizado en una o varias disciplinas, pero esta condición no garantiza ser «sabio». El conocimiento es el contenido factual y teórico que se adquiere, mientras que la sabiduría es la capacidad de utilizar ese conocimiento para tomar decisiones acertadas y actuar de manera ética y reflexiva.

[7] Véase Carl Gustav Jung, Recuerdos, sueños, pensamientos. Barcelona: Seix Barral (2021). Traducción de Maria Rosa Borràs. Págs. 182/183

[8] Se trata de dos conceptos centrales en la epistemología organicista de autores como Yuk Hui, Recursividad y Contingencia. Buenos Aires: Caja Negra (2022). Traducción de Maximiliano Gonnet.

[9] Véase Deborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro,¿Hay mundo por venir? Ensayo sobre los miedos y los fines. Buenos Aires: Caja Negra (2019). Traducción de Rodrigo Álvarez.

[10] Gérald Bronner, Apocalipsis cognitivo. Cómo nos manipulan el cerebro en la era digital. Barcelona: Paidós (2022). Traducción de Núria Petit Fontserè.

[11] Mientras escribo este artículo, una investigación de La Vanguardia realizada por Ignacio Orovio y Gemma Saura revela los tratamientos psiquiátricos de los moderadores de contenidos de Facebook e Instagram, debido a los traumas que provoca ser guardianes de las redes sociales y estar expuestos a todo lo que la crueldad humana es capaz de generar.

[12] El término «caja negra» se utiliza en una variedad de contextos, y su significado puede diferir según el ámbito específico en el que se utilice. En general, se refiere a algo que opera sin revelar su funcionamiento interno o que se observa y se evalúa desde el exterior sin un conocimiento detallado de su interior. Estamos rodeados de «cajas negras», de ahí que el concepto se utilice en la ingeniería aeronáutica, en la creación de software, en la psicología y las ciencias sociales, en la literatura del Antropoceno y en la cultura popular.

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