Universos escondidos a plena luz del día

La creciente popularidad de la realidad virtual, y concretamente el «metaverso», nos invita a repensar de forma crítica los contornos imprecisos de lo que llamamos realidad.

Muhlenberg. La obra de títeres 1949

Muhlenberg. La obra de títeres, 1949 | New York Public Library Archives | Dominio público

La reciente irrupción de Meta en el entramado oligopolístico de la tecnología digital ha reavivado el debate sobre las inciertas implicaciones que puede tener la realidad virtual en las dinámicas políticas, sociales, económicas y culturales de la sociedad actual. Más allá de esta dimensión observable y manejable de lo que los autoproclamados expertos denominan el «metaverso» (en otras palabras, un universo virtual, o digital, simultáneamente existente con el universo material), la narrativa sobre la posibilidad de la coexistencia de múltiples realidades incita una discusión ontológica sobre los límites difusos y heterogéneos de la experiencia concreta.

Si bien la contemporaneidad ha tendido a vincular, de manera descuidada, el entramado teórico sobre el multiverso con la tradición científica desarrollada en el viejo continente, la historia nos muestra que, desde hace siglos, otras sociedades alejadas de los marcos de pensamiento eurocéntricos han desarrollado complejas proyecciones cosmológicas que cuestionan la unicidad del universo conocido. En una reciente obra de dos volúmenes, el colectivo Black Quantum Futurism, promovido, entre otros, por la artista afroamericana Rasheedah Phillips, elucida la forma en que sistemas espirituales subsaharianos arraigados en pueblos como los Yoruba, han desplegado imaginarios sobre la realidad que distorsionan los conceptos de espacio y tiempo tal como se definen desde la ciencia clásica, es decir, con un carácter lineal y progresivo. Por ejemplo, a través de la proyección de espíritus como los Loa o los Orisha, este grupo mayoritariamente asentado en la costa occidental africana manifiesta diferentes órdenes de la realidad. Acompañados de música y liturgias sonoras, se evoca una cosmología en la que los ritmos de la naturaleza, los acontecimientos y el tiempo se funden entre sí. Como expresa la propia Phillips, el ethos de su colectivo, nutrido por la tradición estética negra, radica en la vivencia y la experimentación con la realidad a través de la manipulación del espacio-tiempo para visionar futuros posibles y/o el colapso de estas coordenadas en un futuro anhelado con el objetivo de materializarlo.

De forma similar, a pesar de las diferencias técnicas, la tradición de pensamiento occidental, en particular desde la física teórica, también ha explorado escrupulosamente la posibilidad de la existencia de múltiples realidades o universos. Entre otros, Gabriele Veneziano en los años setenta, y Katrin Becker, más recientemente, han popularizado la teoría de cuerdas, un ejercicio de conocimiento especulativo desde el campo de la física de partículas por el que estas, que son los elementos fundamentales de la materia, son teóricamente sustituidas por cuerdas unidimensionales. Así como las partículas, los diferentes estados vibracionales de estas cuerdas contendrían las diferentes propiedades de la materia, como la masa, la carga eléctrica y la fuerza gravitacional. Por decirlo de una manera torpemente simplificada, las diferentes variantes de la teoría de cuerdas, así como la teoría M, que compone el marco teórico que las engloba, sugiere la existencia simultánea de hasta once dimensiones espacio-temporales, abriendo así la posibilidad de la existencia de branas (proveniente de «membranas») que podrían acomodar otros universos.

Ciencia y ciencia ficción coinciden en estas preciosas construcciones intelectuales que muchos físicos consideran ajenas al terreno propio de la ciencia, pues sus teorías matemáticas no ofrecen ninguna hipótesis experimentalmente comprobable. Habiendo seducido a una suculenta reserva de talento joven y del imaginario colectivo, las «teorías del todo» (que son, por cierto, oxímoron) permanecen fuera de la realidad «de carne y hueso» refugiadas en las pizarras de los despachos de tantas mentes prodigiosas. Más allá de estas aventuras especulativas antropogénicas sobre la multiplicidad ontológica del cosmos, se nos presenta una cuestión previa sobre el hipotético acceso del sujeto humano a la realidad, sea esta material (el planeta Tierra) o digital (el metaverso), universal (el universo de Newton) o multiversal (las realidades de los Yoruba). Especialmente desde la revolución cuántica, la realidad con su plenitud se ha considerado inabarcable desde la cognición humana. Principios como la dualidad onda-partícula, por el cual la materia es capaz de instar el fascinante y enigmático principio de complementariedad (la virtualidad de ser onda al tiempo que partícula) o el principio de incertidumbre de Heisenberg, que establece la imposibilidad de medir simultáneamente la posición y la velocidad con precisión, evidenciaron hace décadas los límites de la empresa humana de conquista intelectual de la realidad.

A lo largo de las dos últimas décadas, movimientos de pensamiento como el realismo especulativo han amplificado esta premisa filosófica, desmitificando la relación determinista entre la existencia del sujeto pensante y la existencia de la realidad. Ian Bogost, un reconocido autor norteamericano notablemente influido por el realismo especulativo, reduce la realidad a los límites de la fenomenología, es decir, todo fenómeno que el ser humano puede percibir. Con un tono más humorístico y a menudo polémico, en una reciente entrevista el popular pensador Slavoj Žižek comparaba la realidad con un videojuego de los años noventa, concretamente con el momento en que el protagonista topa con el límite del diseño paisajístico digital y la pantalla se vuelve borrosa. Para el filósofo esloveno, esta área difuminada de la pantalla representa lo que es la realidad: «sabemos que existe pero somos tan incapaces de conocerla que Dios ni se molestó en materializarla».

Antaño, cuando, a instancias de Galileo, el ojo humano se deshizo de la invisibilidad de las estrellas fijas, aún quedaba por decidir si aquel aparato celestial era un microscopio o un telescopio, es decir, si la explicación de los datos ópticos tenía que ver con el hecho de que las estrellas eran muy pequeñas para ser vistas a ojo desnudo o, por el contrario, eran gigantes pero se encontraban inconcebiblemente lejos. En su obra Del mundo cerrado al universo infinito, el historiador de la ciencia francés Alexandre Koyre remarca que, dados los datos empíricos, ambas interpretaciones del descubrimiento eran viables para la gente de la época; la decisión de inclinarse por la segunda se debió más a preferencias filosóficas que a cuestiones científicas. Se trata, pues, de repensar, inspirados por el brillante ensayo Librerías, de Jorge Carrión, «aquella representación del mundo –desde los muchos mundos que llamamos mundo– que tanto tiene de mapa».

Como apunta el pensador inglés Tim Ingold, la pregunta central es por qué la gente percibe lo que le rodea de manera diferente. Los etólogos y neurobiólogos, a pesar de disponer de unas herramientas cada vez más sofisticadas, tampoco pueden escabullirse de la cuestión referente a qué mundos habitan sus criaturas de laboratorio. La noción de umwelt, magistralmente introducida por el zoólogo báltico Jakob von Uexküll, nos recuerda que todos los organismos vivos comparten un mundo, pero que no todos tenemos un mundo en común: un árbol es un árbol, pero un árbol para una ardilla no es el mismo árbol que para un carpintero. Bajo esta perspectiva, las cosas no son por sí mismas o en sí mismas, sino que se convierten en oportunidades de acción, de tal manera que nuestra percepción queda íntima e inexorablemente entrelazada con todo lo que nos rodea. Dicho de otro modo, la existencia en general no existe. Ya sea mediante la psicología ecológica, la bio-semiótica o incluso la fenomenología continental, se nos invita a explorar una nueva forma de estudiar los mundos de manera que, como sugiere Ingold, busquemos un diálogo participativo donde la naturaleza de las relaciones no sea «entre» los elementos que la configuran, ni siquiera «dentro», sino «a lo largo» de ellos. La correspondencia es la madre de la nueva ciencia.

Así, sumergidos en el zeitgeist actual dominado por multiversos (conjeturales, pero también tangibles) y metaversos (ni conjeturales ni tangibles), cada vez es más difícil saber qué es realmente real. Y los cuentos ya no se tienen en cuenta; tan solo las cuentas de la ciencia cuentan, y cuentan como si no fueran un cuento. La imaginación no está huérfana de realidad. No obstante, las imágenes traicionan. El pintor surrealista belga René Magritte lo plasmó genialmente en su obra Ceci n’est pas une pipe –si hubiese escrito que sí era una pipa estaría mintiendo. Así, si nos convencen (¡nos convencemos!) de que la representación de los mundos iguala (o incluso supera) el acto simple de presenciarlos, estamos haciendo trampas al solitario. Invocando la magnífica metáfora del pensador inglés Owen Barfield, sería como creer que ahogarse es una manera de nadar. La copia no es el original. Los juegos de imitación –casi necesarios y perniciosamente omnipresentes desde las guerras mundiales– no transmutan, por sí mismos, el «ser como» en simplemente «ser». La realidad se desdobla, en efecto, pero el oráculo y su profecía se reencuentran en el momento de la decisión final del ser libre. En tiempos de posverdad pandémica, se exhorta a los expertos a separar los hechos de las ficciones. Como corolario, la imaginación parece no tener cabida en la vida real. Hay que coser la herida entre mundos reales y mundos imaginados.

Co-creamos mundos de todo tipo probablemente por el mismo motivo que los navegantes han inventado islas a lo largo de la historia: para navegar la propia incertidumbre del mundo, y atreverse a transitar aquello que, siendo desconocido, puede resultarnos familiar. Puede que haya que soñar lúcidamente en lugar de consumir mundos virtuales artificiales inoculados por grandes corporaciones. Puede que haya que vivir despierto, tener los ojos abiertos y disfrutar, aunque sea durante unos largos segundos, de las ramas de un árbol sacudidas por una brisa de otoño. La vieja pregunta sobre la existencia del árbol que cae cuando nadie lo mira se vuelve hermosa cuando descubrimos que somos nosotros los que dejamos de existir cuando entregamos nuestra percepción a las máquinas o a las abstracciones. Abrazar la concreción de la rosa marchita por falta de agua o del niño que llora cuando su hermana le quita la pelota nos revela todos estos mundos escondidos a plena luz del día. Al final, como nos recordaba la artista Antònia Folguera en un poema reciente publicado en el presente magazín, quizás el «metaverso era una huida de la realidad».

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