Un «démos» insolente

Revisamos uno de los mitos fundacionales de la democracia ateniense, las reformas de Solón, para reflexionar sobre el sentido de la igualdad y los valores de la democracia contemporánea.

Manifestación de protesta contra la deportación de inmigrantes ilegales a Chipre por las autoridades británicas. Tel Aviv, 1946

Manifestación de protesta contra la deportación de inmigrantes ilegales a Chipre por las autoridades británicas. Tel Aviv, 1946 | Kluger Zoltan, National Photo Collection of Israel | CC BY-SA

Si nos preguntan por el origen de la democracia, pensaremos en la Atenas de Solón (594 a. C.). Sin embargo, en una sociedad dominada por aristócratas, el concepto de démos no estaba asociado a valores necesariamente virtuosos. Nos acercamos al acontecimiento histórico desde una perspectiva particular, en la que la democracia no llega por una especie de decantamiento natural, sino que es más bien fruto de la respuesta de Solón a la «insolencia insumisa» de un démos que criticaba el orden establecido. En la confrontación entre las virtudes clásicas y su desplazamiento fruto de la irrupción del démos encontraremos un hilo para repensar nuestra actual situación.

Y al que se exaltó demasiado no es fácil después contenerlo,
y hubiera sido mejor pensar antes todo.

Solón

El pueblo, el démos, hace irrupción en la historia de Atenas en los albores del siglo VI a. C. Paradójicamente, la historia democrática de Atenas (antigua y moderna) es una historia en la que ese pueblo está ausente. Y si bien es cierto que un pueblo nunca se presenta a sí mismo de forma plena, y el mismo concepto de «pueblo» es motivo de múltiples sospechas, parece como si, en una sucesión de grandes nombres asociados a las élites (Solón, Pisístrato, Clístenes, Pericles…), la democracia se decantara naturalmente, sin esfuerzo alguno, fruto de la moderación de los dominadores o de un constante conflicto intraélite que los forzaba a pactar con los que no caminaban erguidos.

Que el démos había de mantenerse mudo lo sabemos desde la conocida escena de la Ilíada en la que Odiseo golpea con el cetro de Agamenón a Tersites, guerrero aqueo de descendencia no aristocrática que «sabía muchas y desordenadas palabras para disputar con los reyes locamente, pero no con orden» (ou katà kósmon).

Si aceptamos el supuesto metafórico de que Tersites encarna ese démos, pensaremos que para el aristócrata el pueblo combina la bajeza moral y la ineptitud en la palabra (Tersites no habla, sino que «grazna»), así como la vergüenza del deshonor (pues era ridículo, «el hombre más indigno llegado al pie de Troya»), y por qué no, la fealdad de un cuerpo abyecto (era patizambo y cojo de una pierna, con hombros encorvados y contraídos, de cabeza picuda).

Lo que todos estos rasgos aglutinan es que Tersites era ante todo desmedido (ámetros), como el pueblo también demostró serlo, al menos en el acontecimiento del que trataremos. Y si algo del orden de la innovación tuvo lugar en Atenas, es probablemente a causa de esta desmesura.

Insolentia, en su uso latino, denota cierta arrogancia, un exceso, pero también algo del orden de lo novedoso, inusual o no familiar. La insolencia no está en principio reñida con el ingenio, la imaginación o la inteligencia (y nada nos impide pensar que el démos estuviera desprovisto de estas cualidades), pero denota algo relacionado con la puesta en suspenso del orden habitual de las cosas, que hoy llamamos «consenso».

Lo que precipitó violentamente toda una serie de innovaciones políticas en Atenas, agrupadas bajo la rúbrica «reforma de Solón», allá por el 594 a. C., fue un insolente acto de insubordinación. Una sacudida que violentó esa mar que, según el poema de Solón, es de todas las cosas la más «justa», la más parecida a la justicia, cuando no es agitada por el viento.

Solón escribiendo leyes para Atenas

Solón escribiendo leyes para Atenas | Anónimo, 1842. Merry’s Museum | Dominio público

Las condiciones materiales e históricas estaban servidas: a comienzos del siglo VI a. C., se dice que las clases más pobres, hektémoroi y thêtes (arrendatarios de tierra y jornaleros), vivían ahogadas por las deudas y en una humillante esclavitud. Dicen las fuentes que, repartidas las tierras en pocas manos, los más pobres se veían obligados a asegurar las deudas con su propia persona o las de su prole. Muchos tuvieron que emigrar, y según Plutarco, la desigualdad (anomalía) entre ricos y pobres era tal que la totalidad del pueblo se hallaba en deuda con los ricos.

Estando la ciudad al borde de su caída, las posiciones también se debieron extremar: los habitantes de las regiones montañosas favorecieron una democracia radical (si atendemos al superlativo del texto griego) y los de la planicie hacían lo mismo con la oligarquía. Aristóteles escribe, como de pasada, en un detalle olvidado que otorga sentido a lo que estamos relatando aquí, que los muchos se levantaron entonces contra los pocos.

La irrupción de esa multitud insumisa de aspiraciones igualitarias no solo provocó una mejora en su situación vital, sino que también politizó la sociedad ateniense. La lírica de Solón está de hecho marcada por una novedosa mirada política a los asuntos humanos, que pone en relación a cada ciudadano con el conjunto de la ciudad: «a casa de todos llega el mal del démos; y no bastan ya a sujetarlo las puertas de la entrada», dice su poema.

Como el oikos, el hogar, ya no es refugio para nadie, los azares del démos pasan a ser un problema político que incumbe a masa y élite. De hecho, según la interpretación habitual, se dice que la neutralidad de los que no querían tomar parte en la contienda civil pasó con Solón a estar jurídicamente penada.

La medida más conocida que adoptó este aristócrata de clase media es quizá la seisàchtheia, traducida como «liberación de cargas», que consistió en una muy contemporánea condonación de deudas, además de la liberación y la repatriación de los ciudadanos esclavizados y exiliados por las mismas.

En el contexto del debate contemporáneo sobre lo común, la correlación entre politización y la suspensión de una deuda (que hoy llamaríamos odiosa) nos obliga a problematizar la relación entre deber y libertad política. Especialmente en contraposición a autores contemporáneos en la línea de Roberto Esposito, que, si bien se esfuerzan en enmarcar la deuda del munus (obligación de dar, deber, cargo) en el contexto de una economía del don, no dejan de pensar la reciprocidad que funda lo común a partir de una falta que no podemos colmar nunca.

De hecho, la citada seisàchtheia, tomada como concepto filosófico-político, es una suerte de immunitas, de inmunización: exención de un tributo, alivio de una carga o condonación de una deuda, que reformula en clave política el sentido de lo común, fundado en adelante en aquello que los ciudadanos han dejado de deberse.

No en vano Solón reitera una y otra vez que liberó a los ciudadanos; liberación que extiende incluso a la «negra tierra» en la que se inscribe la vida, en adelante politizada, de buenos y malos (agathoí y kakoí), nobles y subordinados.

Solón, el sabio legislador de Atenas

Solón, el sabio legislador de Atenas | Walter Crane | Dominio público

La reforma que se atribuye a Solón incluye la organización de la sociedad en cuatro clases (pentakosiomédimnoi, hippeîs, zeugîtai y thêtes) en virtud de la cantidad de dinero que se poseyera, lo que trajo consigo un efecto doble: por un lado, la movilidad social que quebró la separación de los rangos («el noble se casa con la hija del villano y el villano con la del noble: el dinero ha confundido las clases», cantaba Teognis); y por otro lado, la estandarización del estatus político mediante su equivalencia en dinero.

El démos conquistó un acceso completo a la asamblea y los tribunales. El areópago, institución aristocrático-monárquica, perderá centralidad frente al renovado consejo y la asamblea popular. Y, según Aristóteles, el pueblo pasa a ostentar la máxima autoridad sobre el voto y, por tanto, sobre el poder político o, dicho de otro modo, sobre la constitución efectiva de la ciudad.

No en vano, en los poemas de Solón, la justicia y la eunomía, el buen orden político, quedan irremediablemente asociados a cierta idea de igualdad («la igualdad no causa guerra»), y ésta, a su vez, a una incipiente racionalidad económico-política que la marca de forma determinante.

En particular, para Solón la igualdad y la justicia adoptan la forma de una proporcionalidad meritocrática (de ahí, quizá, que los jornaleros o thêtes siguieran estando excluidos de los cargos públicos). Como recuerda en su poema:

Al pueblo le di privilegios bastantes, sin nada quitarle de su dignidad ni añadirle; y en cuanto a la gente influyente y que era notada por rica, cuidé también de estos, a fin de evitarles maltratos; y alzando un escudo alrededor mío, aguanté a los dos bandos, y no le dejé ganar sin justicia a ninguno.

Salta a la vista, sin embargo, que para que la igualdad sea proporcional hemos de decidir antes el «valor» de cada uno de los iguales, con el fin de asignarles la posición o el estatus que les corresponde en una jerarquía de dignidades que pueda considerarse justa. Lo que fuerza estas preguntas: ¿Quién y cómo decide la «medida» de dicho valor? ¿Está esa evaluación exenta de la violencia y el conflicto?

El proyecto de Solón tenía como finalidad, entre otras cosas, frenar el exceso demótico de unos líderes populares que califica de «injustos», llamados a pagar con gran dolor su «enorme arrogancia, húbris». Solón no vino a fundar la democracia (que hemos de creer que consideraba injusta), sino a atenuar los efectos de una insurrección imprudentemente igualitaria, salvando el principio aristocrático de distinción en el contexto de una sociedad altamente monetizada. Como ha escrito un comentarista, si la eunomía es buena es porque es capaz de establecer un equilibrio entre masa y élite, entre emancipados y subordinados.

Pero para aquel subordinado que quiere vivir de otra manera, la justicia no puede ser del orden de la proporción sin convertirse en una negociación cuya finalidad es pactar precisamente el grado de subordinación que se está dispuesto a asumir. De hecho, el gran éxito de Solón fue introducir el conflicto civil en una dinámica de la negociación. La tan mencionada prudencia de Solón, es decir, la idea de mesura, de proporcionalidad («dar a cada uno lo que corresponde»), no puede entenderse sin este fragmento que la vincula a la obediencia: «Cuando mejor obedece el pueblo a sus jefes es cuando no anda muy suelto, sin que se sienta apretado.»

Por eso, los que queramos repetir la pregunta por la igualdad política hoy deberíamos, quizá, comenzar a pensar que puede que sea la desproporción la que anida en el corazón de la relación igualitaria. O, parafraseando a un filósofo conocido, que la justicia está siempre fuera de quicio, out of joint, como el cuerpo abyecto y la palabra desarticulada de Tersites, incapaces ambos de conformarse a la medida heroicoaristocrática de la virtud, e incapaces también de adecuarse a sí mismos.

No en vano, los zeugitas que se levantaron junto con los jornaleros recibían su nombre del término griego zeûgos, que no significa otra cosa que «yugo», instrumento por excelencia de la «carga» compartida («común», dirán algunos), impuesta o libremente adoptada, pero en ningún caso aliviadora. Ese yugo apunta, es obvio, a la labranza; pero también está conectada a la disposición en falange del siglo V a. C.,  en la que el hoplita dio tantas veces y de forma tan prosaica su vida por la de la ciudad.

Solón prohibió, de hecho, la poesía fúnebre, el treno que exalta al difunto. Entrado el siglo V a. C.,  la oración fúnebre no recordará ya el nombre de los caídos: de esta forma se muestra fiel a una tendencia —nunca completa pero sí reveladora— de la estandarización y uniformización políticas, cosa que nos hace sospechar si la democracia clásica es un lugar idóneo para reconocer la igualdad en su sentido emancipatorio más profundo.

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