¡Explosión! El legado de Jackson Pollock: ese era el título de una reciente exposición de la Fundació Joan Miró. ¿Qué explota en ella? La pintura. Y por los aires. La muestra nos permitía ver una de las evoluciones del arte pictórico durante el siglo XX, en clave de metamorfosis ovidianas: cambios en los gestos y en los conceptos. Pollock desliza los pinceles o dejaba gotear la pintura a ritmo de jazz y de bebop. Shimamoto la emprende a cañonazos y a botellazos contra el lienzo. Para Niki de Saint Phalle disparar contra éste es hacerlo contra todos los hombres… Con esos artistas y con tantos otros la pintura cada vez fue más espacial en ámbitos cada vez menos acotados, de modo que las manos, el cabello, la piel entera se convirtieron en pinceles; y cualquier pared o cualquier suelo, una superficie cualquiera fue de pronto un cuadro en que fijar una obra. Yves Klein pintó con fuego. Akira Kanayama, en 1957, dejó que un coche de juguete pintara por él. Y después, el body art, el land art, la relectura de Artaud y de Duchamp, el arte visual convertido en acción, en happening, en performance, en concepto.
Y en libro. Porque muchos artistas han mantenido una constante relación con el objeto libro, como Isidoro Valcárcel Medina, quien desde El libro transparente (1970) hasta 2000 d. de J.C. (1995-2000), pasando por La celosía (1972) –una transcripción a cine, literal, de la novela homónima de Robbe-Grillet– o El diccionario de la gente (1976), ha vinculado su práctica con ese objeto milenario. Y porque son muchas las obras de arte contemporáneo de este cambio de siglo en que se opta por lo novelesco o lo folletinesco como vehículo para un proyecto, por la novela entendida como plataforma de convergencia de géneros y lenguajes. A menudo se trata de libros únicos, o de libros que no se mueven por los circuitos de los libros literarios (como en el caso de Dora García), o de libros virtuales, hipertextuales, o de libros esculpidos, o de novelas por entregas puramente orales, recitadas, dichas (como ocurre en Un roman parlé (titre de travail), de Benjamin Seror). Pero la que tal vez más me interesa es la línea de arte contemporáneo en que la novela es una plataforma múltiple de interpretación, de escritura, de lectura. Miguel Ángel Hernández comenta en Materializar el pasado. El artista como historiador (benjaminiano) un ejemplo emblemático: “En El instante de la memoria. Una novela documental (2010), a través de un dispositivo textual compuesto por documentos, fotografías, testimonios, ensayos y ficciones, realizado a la manera de `un puzle narrativo´, Virginia Villaplana reflexiona sobre el plan de construcción de 1110 nichos sobre una fosa común del cementerio de Valencia donde yacen los cuerpos republicanos represaliados por el franquismo entre 1939 y 1945”. Esa sería una de las encarnaciones posibles de la postnovela como explosión.
El de Pollock y Duchamp es el camino más conocido de las artes visuales tras el cubismo, la abstracción y el surrealismo. Pero en paralelo Picasso, Dalí, Tàpies, Hopper, Freud o Barceló siguieron pintando o construyendo cuadros, en diversos grados de problematización de la mimesis o de la propia materia pictórica. Veo en esa doble dimensión un paralelismo oportuno para entender la novela de nuestra época, pues la misma desmaterialización que ha experimentado el arte contemporáneo la ha vivido la propia novela. Si los primeros gestos fueron contra la pintura y a partir de ellos la operación de acoso y derribo se fue dirigiendo contra todo y contra todos, sin perder nunca de vista la existencia de La Tradición, los primeros ataques en el ámbito de la narrativa se produjeron contra los elementos que constituían el interior de la novela (el tiempo, el espacio, la trama, el personaje, asediados por Pirandello, por Musil, por Beckett, por tantos otros), para progresivamente atentar contra su ficcionalidad, contra su condición textual, contra su materialidad, contra su patente literaria. Puede decirse que la novela ha superado como plataforma artística a la pintura: porque novela lo puede ser prácticamente todo. Hasta obras de lo que llamamos artes visuales por hacerlo de algún modo.
Sobre el prefijo “post” recaen con razón todas las sospechas. Un modo de librarnos provisionalmente de ellas tal vez sea extenderlo temporalmente: pensar en cada generación o en cada época como un periodo que se concibe a sí mismo como posterior al anterior, como su refutación o su superación o su mero relevo, incluso cuando ambos son todavía coetáneos. Aunque lo pensemos así a posteriori. De modo que, al menos desde el siglo XVI, siempre existiría una tipología de la novela y una tipología de postnovelas, como el anverso y el reverso de la misma trama: Tirant lo Blanc y El Quijote, Robinson Crusoe y Tristram Shandy. La postnovela se multiplica en el siglo XX, bajo el doble signo de las vanguardias históricas y del Modernism, que asimilan la imagen como recurso expresivo, mediante el collage (Nadja, Berlín Alexanderplatz) o incluso mediante la supresión del texto (la novela en imágenes de Frans Masereel o Lynd Ward). Tras la Segunda Guerra Mundial, la novela total (El Cuarteto de Alejandría, Cien años de soledad) pertenecería al primer grupo y tanto la antinovela (Rayuela) como la non fiction novel (A sangre fría) irían engrosando el segundo, que cada vez sería más complicado definir teóricamente, porque integra progresivamente conceptos que se alejan del de ficción en prosa y del formato libro. La novela en papel de los años 80 y 90 cada vez contiene más ensayo y más crónica. Se consolida en esa misma época la novela gráfica (el cómic en libro) y la serie de televisión como gran novela americana. Se va imponiendo, finalmente, la novela como un gran paradigma narrativo que trasciende lo que durante unos pocos siglos se había entendido por novela.
En nuestro cambio de siglo tendríamos, como consecuencia de todo ello, dos tipos de postnovela. Por un lado, la que hereda la tradición de la postnovela clásica, la de Cervantes y Sterne, las manifestaciones vanguardistas y postvanguardistas, en que el debate sobre la ficción y la no ficción se ha diluido, y en que la imagen y los juegos tipográficos se insertan con naturalidad. Obras como La broma infinita, Los anillos de Saturno, House of Leaves, La muerte me da o HHhH. O como The Selected Works of T. S. Spivet, de Reif Larsen, un catálogo de las aventuras y los viajes del protagonista, narrado como una biografía e ilustrado por mapas y tiras cómicas, como un artefacto narrativo complejo. Por el otro lado, la postnovela que ya no se encarna necesariamente en un libro en papel, algo que podríamos llamar El Triunfo Total de La Novela, su transformación en una plataforma que permite crear y leer un sinfín de productos culturales y mediáticos. Videojuegos, cómics, series de televisión, sagas cinematográficas, obras de arte visual, campañas políticas y de publicidad, reality shows.
Como lector me interesan todas por igual: la novela que se presenta como heredera de Diderot, Balzac, Tolstoi o Vargas Llosa; la postnovela que trabaja en la tradición complementaria; y otras obras narrativas o conceptuales que se expresan en otros lenguajes, artísticos o comerciales. En Teleshakespeare me centré en la energía teleserial, pero a través del concepto de ficción cuántica quise, sobre todo, tratar de entender la compleja relación que se establece entre todos esos lenguajes, a través de lo transmedia cuando su intención es más comercial que artística, a través de la ficción cuántica cuando prima lo artístico sobre lo comercial –si es que esas distinciones siguen teniendo sentido, como ha analizado Frédéric Martel en Cultura Mainstream. Así, la obra del artista visual y teórico de la fotografía Joan Fontcuberta, tal como se resumió en la exposición retrospectiva De facto. Joan Fontcuberta, 1982-2008 (La Virreina, Barcelona, 2008) y en su catálogo, El libro de las maravillas, podría leerse en esos términos de expansión conceptual. Si retrospectivamente podemos leer el libro de viajes de Marco Polo como una novela, es ese concepto el que nos brinda la mejor estructura para comprender una serie de proyectos en que la fotografía, la manipulación fotográfica, el fake objetual, los textos y las tecnologías de la información se entrecruzan para contar historias y para desarticularlas. Historias que parecen acontecer en universos paralelos y que en una exposición o un catálogo, que se leen como novelas, se sitúan finalmente en un único marco de conversación.
Como el arte se resiste por principio a la taxonomía, seguramente sea en el territorio que une y separa esos dos tipos de post-novela (la que respeta los límites del libro literario y la que los desborda) donde se están realizando algunos de los proyectos más significativos de nuestra época. En el ámbito norteamericano pienso en Miranda July, quien en 2007 publicó un primer libro de relatos absolutamente clásico según las convenciones de su país, Nadie es más de aquí que tú; paralelamente se consagró como cineasta y performer; y cuatro años más tarde volvió a lo libresco, pero con un volumen de fotografías (de Brigitte Sire) y entrevistas, Te elige, en que la literatura se pone al servicio de la pulsión documental y se subordina al rodaje de una película, El futuro. De ese modo, el libro se sitúa entre varios circuitos de circulación de productos culturales y de legitimación comercial y crítica, provocando una serie de interrupciones en los flujos de discurso habituales. Las reseñas estadounidenses, por lo general positivas, se refieren a Te elige como “libro”. En blogscritics.org se lo define como “a compelling hybrid of photobook, memoir and social observation”. En la solapa de la edición española leemos que fue “uno de los mejores libros del año según Amazon y Oprah Magazine lo destacó como lectura imprescindible del mes”. Su sentido se amplía si, tras la lectura, ves la película. La página web de July actúa como hilo conductor de esas experiencias: las performances, el film y el making-of-the-book se entrelazan en un continuum narrativo, en que los videos y los textos y las actuaciones performáticas se suceden de modo coherente. No es de extrañar que la presentación de libro formara parte de esa continuidad: en la galería Partners & Spade se organizó una venta de objetos encontrados y empaquetados según la lógica de Te elige, que fueron puestos a la venta junto con los ejemplares. De modo que en ese espacio se encontraron un sinfín de juicios y prejuicios sobre qué es el arte popular, qué es la literatura, cómo se legitiman las obras de arte, cómo se interpenetran el arte y el dinero o quién posee la autoridad evaluativa (¿una tienda on-line? ¿una presentadora de televisión? ¿un galerista? ¿un editor? ¿un crítico de arte? ¿uno literario?). Una vez más todo eso explotó por los aires. Y se volvió a recomponer de nuevo. Pero cada vez que lo hace las piezas encajan de forma distinta y lo que resulta es siempre más fascinante que lo anterior, pero también más monstruoso.
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