La irrupción de las herramientas de IA está desencadenando enormes cambios estructurales. Nos hace pensar en la relación entre lo humano y la tecnología, en la necesidad de una regulación, en sus efectos sobre el trabajo o en sus implicaciones en la democracia y en la sociedad de la información. En esta crónica, recogemos algunas de las ideas del ciclo de debates «Las otras revoluciones de la IA».
I
La explosión de la inteligencia artificial generativa tiene todos los visos de una revolución. Además de científicas o tecnológicas, las revoluciones son siempre culturales, en los dos sentidos –complementarios– de la palabra cultura: la de cultivo (estructural) y la de conjunto de saberes, reglas, expresiones, símbolos e ideas (que se refleja siempre en las narrativas, en las artes, en las disciplinas académicas, en todos los niveles de la representación).
En el ciclo «Las otras revoluciones de la IA». hemos querido analizar el impacto cultural de los cambios en marcha que están impulsando las redes neuronales de aprendizaje profundo y el resto de sistemas de inteligencia artificial. Para ello hemos contado con especialistas internacionales de diversos ámbitos del conocimiento, desde la filosofía y la sociología hasta las artes y el derecho.
Dice el diccionario que un ciclo es un período de tiempo que, una vez acabado, se vuelve a contar de nuevo. No hay duda de que la IA va a necesitar ese reinicio constante. No podemos ni debemos dejar de pensarla: la inteligencia artificial sólo se puede procesar a través de la inteligencia natural colectiva. A través del intercambio y la conversación.
II
«La inteligencia humana es artificial», afirmó Yuk Hui en la primera sesión del ciclo, a propósito de cómo los sistemas informáticos están revolucionando las ideas. El filósofo de origen chino, que pertenece a la academia europea y ha publicado, entre otros libros, Fragmentar el futuro (Caja Negra, 2020) y Recursividad y contingencia (Caja Negra, 2022), afirmó que para entender la tecnología hay que pensar en serio la biología, es decir, la zona que conecta el mecanismo con el organismo. Y hay que defender la diversidad en tres ámbitos complementarios: la tecnología, la biología y la noosfera (lo planetario).
Para ello, debemos recordar que el concepto de «ser humano» es moderno y, por tanto, reciente: la humanización fue un proceso de invenciones tecnológicas, de modo que se puede decir que la tecnología inventó lo humano (y que lo humano es una constante reinvención).
Está claro que, en términos geopolíticos, nos encontramos ante una carrera global, orientada según las decisiones que se tomaron en Silicon Valley, a la que se ha sumado China. Si Yuk Hui ha reclamado la necesidad de una filosofía posteuropea, se impone también la necesidad de imaginar una ideología post-Cupertino. Pues, al fin y al cabo, como afirma el pensador, el desafío de la «inteligencia artificial no es construir una superinteligencia, sino hacer posible una noodiversidad».
III
En su presentación de la charla entre Mercedes Bunz y Joan Fontcuberta sobre la revolución cultural que implica la IA, Alex Saum Pascual (profesora de la universidad de Berkeley y poeta) recordó que siempre hay que historizar. Por eso mencionó el libro de Bunz The Silent Revolution (Palgrave Pivot, 2013), publicado en alemán en 2012 y en el que Bunz ya predecía el impacto mayúsculo de los medios digitales, en el contexto de una sociedad no de trabajadores, sino de expertos. Un año antes, Joan Fontcuberta publicó Por un manifiesto post-fotográfico en el suplemento Cultura/s de La Vanguardia, y en 2008 dirigió el encuentro internacional «Soñarán los androides con cámaras fotográficas», como recuerda en las primeras páginas de La furia de las imágenes (Galaxia Gutenberg, 2016). Ambos, por tanto, llevan más de diez años pensando en la automatización del mundo y sus culturas.
Mercedes Bunz se preguntó dónde está la inteligencia en estos momentos, además de en los cerebros humanos o en los libros. La pregunta sobre si las máquinas serán creativas es equivocada, porque la creatividad humana siempre ha estado de un modo u otro atravesada por los instrumentos, las herramientas, lo artificial. El problema, en estos momentos, es que ya no entendemos cómo funciona esa cooperación o hibridación. El aprendizaje automático (machine learning) ya no significa sólo la escritura de código, sino la introducción de millones de datos para que el sistema aprenda por su cuenta, con los consiguientes sesgos e interrogantes. Ahí hay un cambio de mirada. La máquina no ve lo que ve la cámara. Esa nueva realidad tiene consecuencias artísticas, pero también políticas. Por eso es necesaria una IA abierta, transparente, pública. Y el arte puede ayudar a ello: a menudo, lo que se ensaya en un laboratorio artístico se puede trasladar a la realidad de la privacidad del usuario o de una causa social. La revolución cultural mayoritaria va en una dirección, debemos buscar formas de redireccionarla.
Por su lado, Joan Fontcuberta, que se definió como «saltimbanqui de la imagen guiado por la curiosidad», partió de la idea de que hoy la imagen no representa el mundo: es mundo. Formatea las nuevas conciencias, nuestras decisiones. Fontcuberta habló de «Nemotipos», su última exposición (en Murcia), que reúne dos décadas de trabajo caracterizado por la producción de imágenes sin cámara. En los últimos tiempos, ha llegado a generar retratos de personas que no existen, prestando un mayor interés en el error, en la imprecisión, y no tanto en la precisión mimética, pese a la colaboración de una supercomputadora (del Barcelona Supercomputing Center). Y se ha apropiado de la técnica de la falsificación profunda (deep fake) para generar vídeos hiperrealistas protagonizados, por ejemplo, por Donald Trump (jaqueado con la expresión fisonómica de un orgasmo), pero sin llegar a su máxima calidad, para que el espectador sea capaz de detectar la parodia. Si la ilustración botánica fue una protofotografía, la fotografía del último siglo y medio ha sido una protointeligencia artificial.
IV
En su introducción a la conversación con el profesor y ensayista estadounidense Frank Pasquale, que acaba de publicar en español Las nuevas leyes de la robótica (Galaxia Gutenberg, 2024), el también ensayista –y doctor por la universidad de Harvard– Xavier Nueno habló de las dos narrativas tradicionales en el campo de los robots y de la IA: como don divino y como máquina diabólica; Pasquale, afirmó, trabaja en una tercera narrativa, alternativa a esas dos: la de la regulación.
El profesor estadounidense partió de una paradoja: en contra de las expectativas generadas durante las últimas décadas, la explosión de la IA con ChatGPT se ha dado con el trabajo creativo, no con la limpieza, la seguridad ni con otras labores poco agradables. En ese nuevo panorama, se impone la evaluación de cada caso para responder a esta pregunta: ¿la automatización de esa tarea suplanta el trabajo de un profesional humano? Por ejemplo, en el ámbito de la traducción, la traducción automática en YouTube no desplaza a un profesional. Pero en muchos otros casos sí se produce esa expulsión del mundo laboral.
Si ampliamos el foco hacia un debate general, de época, observamos dos tensiones fundamentales: entre la tecnocracia y el populismo; y entre la democracia y la disrupción. El ejercicio de algunas profesiones clásicas (la docencia, la medicina, el derecho) está siendo intervenido por juicios que provienen de la economía y de las ciencias informáticas (como la evaluación continua por parte del alumno, del paciente, del cliente, del usuario; la imposición de un tiempo máximo de visita; o el cálculo constante de inversión y beneficio). La lógica de la disrupción propone, y a menudo impone, un sistema alternativo al consensuado sin el estudio previo de sus consecuencias. Los nuevos canales trabajan en contra del experto, de la formación, de la autonomía y del crédito de las profesiones. Por eso, afirma Pasquale, el futuro sólo puede ser sindical.
La automatización de la esfera pública, en la que las redes sociales y los bots han ocupado gran parte del espacio de los medios de comunicación tradicionales, con el consecuente aumento de la desinformación, reclama también una regulación. La automatización de la muerte, a través de drones y otros robots, precisa asimismo de nuevas leyes y convenciones. Es importantísimo legislar internet. Y que exista transparencia en la atribución de los datos, en la procedencia de las tecnologías.
V
El ciclo «Las otras revoluciones de la IA» concluyó con una conversación entre la periodista y ensayista Marta Peirano, autora de El enemigo conoce el sistema (Debate, 2019), y el filósofo italiano Maurizio Ferraris, que ha reflexionado sobre los cambios profundos que están provocando los algoritmos en su libro Documanidad (Alianza, 2023).
El nuevo realismo (2010-2012) de Ferraris es un concepto anterior a los «hechos alternativos» de Trump (2016) (tal vez porque Berlusconi fue un precedente del populismo posterior). Ahora estamos en una nueva etapa de la posverdad con ChatGPT et alii.
La IA permite tanto la fragmentación informativa, personalizada y dopamínica del relato sobre lo real como proyectos de conjunto éticos y transversales como los de Forensic Architecture, dijo Peirano, que utiliza el Big Data y el machine learning para denunciar las matanzas que Israel está llevando a cabo en Gaza. En efecto, respondió el pensador italiano: las tecnologías de nuestra época son tóxicas y emancipativas, veneno y medicina.
Se alimentan de nuestra documanidad («producción infinita de documentos» por parte de todo el mundo; todos nos hemos convertido en medios de comunicación, dejamos rastros digitales de toda nuestra actividad). En un panorama mediático de tintes apocalípticos y distópicos, destaca la visión inusualmente optimista de Ferraris, que en su último libro propone la capitalización de nuestros datos a través de plataformas humanistas, para ejecutar una redistribución justa. Como la Web es un gran logro de la humanidad, un gran banco de datos y conocimiento que no nos valora «por nuestros méritos sino por nuestras necesidades», Ferraris ha llevado a cabo el experimento Webfare (bienestar en la web), que sería la evolución del Welfare (bienestar). Con la complicidad de un banco del nordeste de Italia, la investigación ha permitido calcular el capital en redes sociales de un millón y medio de personas. ¿Será el inicio de una utopía?
VI
Mientras algunas de las figuras intelectuales más relevantes de nuestra época conversaban en el hall o en el teatro del CCCB, en el gran muro de la zona de exposiciones se podía ver el cómic mural Sincronías, del artista Roberto Massó. La obra imagina, en clave de ficción especulativa, la comunicación entre los humanos y los algoritmos a través de la computación clásica actual y de la cuántica del porvenir. Si en las primeras viñetas vemos ceros y unos, un módem o ADSL, el relato gráfico avanza hacia la curvatura del espacio-tiempo o los cúbits. Se simula así el viaje de la información desde el presente hacia el futuro. Y viceversa.
Se trata de crear una narrativa del diálogo, de la cooperación entre hombres y máquinas, después de demasiadas novelas, películas y series distópicas. Su moraleja, si la tuviera, sería que antes de que esa conversación sea realmente posible, es necesario que perfeccionemos el diálogo entre nosotros. Entre ingenieros, empresarios, legisladores, filósofos, humanistas. Durante varias semanas, en el escenario del CCCB nos hemos reunido personas que proveníamos de China, Berlín, Londres, Estados Unidos, Italia y diversas partes de España para dialogar, junto a cientos de asistentes en el público de procedencias también múltiples, sobre tecnodiversidad, jaqueo, regulación y utopía, entre otros muchos temas. Esta conversación es urgente, imprescindible. No debemos dejar de ampliarla. Porque las últimas revoluciones fueron televisadas, y las nuevas corren el peligro de ser automatizadas. ¿Lo vamos a permitir?
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