La actualización que nunca se acaba

Nos adentramos en TikTok, una plataforma basada en el scroll infinito en la que consumir y producir son la misma cosa.

Clases en el Salón de Belleza de Helena Rubinstein, New York City, 1965

Clases en el Salón de Belleza de Helena Rubinstein, New York City, 1965 | Gottscho-Schleisner Collection, Library of Congress, Prints and Photographs Division | Sin restricciones conocidas de derechos de autor.

TikTok es una red social donde se elaboran y comparten vídeos de corta duración que se ha convertido en un fenómeno global más allá del mercado adolescente con el que arrancó en 2018. Nos preguntamos qué singulariza la experiencia de uso de esta app basada en el scroll infinito y con una arquitectura algorítmica, pasando por la vivencia del tiempo y la circulación de capital sexual y emocional que propone, así como la sobrerrepresentación de ciertas realidades en detrimento de otras.

Pequeñas historias en time-lapse, vídeos de animales, coreografías con arreglos de trap o reguetón, labios sincronizados –lipsync– sobre diálogos de telenovela, k-pop, experimentos con productos de limpieza y paradojas temporales se encadenan sin descanso en el zapping infinito de la red social TikTok –Douyin en China–. Son nudos diminutos, compulsiones de apenas unos segundos que nos miran, que nos estudian para darnos lo que más nos gusta, que nos invitan a responder con un nuevo vídeo a challenges o retos virales que invitan a la participación. Frente a la continuidad exacerbada de los vídeos de gameplay, charlas, música y ASMR de la plataforma de retransmisiones individuales Twitch, la discontinuidad de TikTok convoca un deseo de ver más, de ver diferente, un anhelo de compartir y de ser compartido que nunca puede ser saciado, tal vez solo fatigado por un instante.

Vídeo tras vídeo, sin interrupción alguna que pueda recordar el fuera de campo de la app, TikTok, como su rival Triller o como Instagram, Facebook, Twitter, WeChat o Toutiao, se despliega a partir de un continuo deslizamiento sobre la pantalla del smartphone. Aunque todavía no figure como un hito en los estudios de antropología o en los manuales escolares, el año 2006 introdujo en la historia cultural del ser humano un dispositivo visual tan importante como lo fueron el libro o la imprenta: el scroll infinito, una función de la interfaz táctil que es el fundamento de la mayor parte de las redes sociales contemporáneas. Concebido por el ingeniero Aza Raskin, diseñador de interfaces, empresario y, en los últimos años, activista a favor de la utilización ética de la tecnología, el scroll infinito no solo cataliza las posibilidades de la pantalla táctil incorporada por primera vez en el iPhone de Steve Jobs en 2007, sino que constituye también el espacio de una reprogramación cognitiva de nuestro acceso a la información y nuestra concepción de las emociones y del tiempo.

El feed nunca se acaba

«El ojo solo ve aquello que mira, y solo mira aquello de lo que ya tiene una idea», solía escribir en un cartel en la entrada de sus clases de identificación criminal Alphonse Bertillon,[1] el creador de la antropometría judicial, cuyo sistema fue adoptado por todos los cuerpos policiales del mundo occidental a partir de 1888. Al reiterar el gesto de deslizamiento sobre la pantalla de TikTok, nuestros ojos no solo van reconociendo aquellas imágenes para las que ya tenemos un paradigma de comprensión, sino que el sistema de inteligencia artificial gestado por la compañía china ByteDance registra los micromovimientos de nuestro pulgar, el tiempo que dedicamos a cada imagen, nuestros likes y preferencias a la vez que etiqueta cada vídeo para alimentar el flujo de actualización –feed– con aquellas imágenes que mejor pueden satisfacer nuestro deseo de seguir asomándonos a esa concatenación de estímulos solo en apariencia caótica, con más de 2.000 millones de descargas y picos de casi 1.000 millones de usuarios activos al mes.

Ante un caleidoscopio que embelesa a la mitad de la población mundial y que, durante la pandemia, ha ensanchado su alcance más allá del mercado adolescente con el que arrancó en 2018, cabe preguntarse qué singulariza la experiencia de uso de esta app. No se trata tanto de esclarecer las múltiples narrativas que la atraviesan ni de identificar a los usuarios más aclamados, como Charli D’Amelio, Addison Rae y Bella Poarch –con 117, 81 y 71,6 millones de seguidores respectivamente– sino de preguntarse: ¿En qué piensa TikTok? ¿Qué es lo que ve, lo que mira y lo que no muestra TikTok? ¿Cómo podemos pensarnos en TikTok? ¿Cómo responde a nuestra mirada? E incluso: ¿Qué somos para TikTok? En un sentido estricto, contemplada desde la perspectiva de las redes sociales, la vida humana es un epifenómeno de su propia autorreproducción, cuyo destino es producir y consumir contenido que se reproduzca de manera viral. Lo verdaderamente vivo es la circulación de esta enorme fábrica de memes, sin principio ni final.

Desde cada uno de los smartphone que participan en el flujo de TikTok se hace realidad el ideal capitalista de la semioproducción. Ya no hace falta producir ningún contenido específico sino sostener un sistema de inteligencia artificial que permita acomodar la incesante producción de vídeos de los usuarios a su propia pulsión escópica. Al adagio shakesperiano «que cada ojo negocie por sí mismo» que el cineasta Jean-Luc Godard elegía para abrir sus Histoire(s) du cinéma (1998),[2] la era de TikTok responde con una negociación mediada, una automatización cognitiva que desaloja cualquier imagen no esperada y avala la total fluidez de la experiencia del consumo. TikTok es una plataforma en la que ser, consumir y producir son una misma cosa. Que la fábrica sea el consumidor parece una quimera que el capitalismo industrial, que producía mercancías y aprendió a crear necesidades, nunca hubiese soñado.

Además, el que una de las mayores fuerzas de trabajo se encarne en los adolescentes, dibuja un horizonte en el que lo que Marx llamó el general intellect en su «Fragmento sobre las máquinas»,[3] lejos de abrirse a una socialización del capital tecnológico y cognitivo acumulado opera en sentido contrario. No hay emancipación posible del tiempo social con respecto a la obligación del trabajo asalariado, dado que es imposible usar TikTok, Twitch, Instagram, Facebook o cualquier otra red social sin estar generando un capital, sin estar trabajando. Ese solapamiento entre vida y trabajo propio de nuestra sociedad del rendimiento oblitera cualquier posibilidad de ocio sustraído al consumo, de otium ludens en el sentido latino.[4] Sin embargo, resultaría ingenua una crítica hacia Tiktok que no reconociese su importancia como fenómeno y la pericia de su arquitectura algorítmica para representar, por vías que otras narrativas no logran acercar a los usuarios del siglo XXI, el campo de tensión de las emociones, en particular, la constelación identitaria de la adolescencia.

Lo que Deleuze, en su curso sobre Spinoza de 1978, denominó el affectus, esto es, «la variación continua de la existencia de alguien»,[5] es algo que el tránsito entre vídeo y vídeo, la socialización que comporta cada respuesta, exterioriza con un alcance insólito. En TikTok se baila. Se ríe. Se llora. Se canta. Se quiere gustar. Se muestra lo que corresponde a una proyección sublimada de nuestro propio yo, pero –a diferencia de Instagram– se abre también el cauce para la exteriorización de estados de postración, llanto o euforia, aunque casi siempre reconducidos hacia el rédito de una actitud positiva. Las emociones se liberan como consecuencia de la «sobrecarga de nosotros mismos» que padecemos en una sociedad de la que han sido extirpados los rituales colectivos, la dimensión simbólica de las imágenes que articulan la socialización. Para un adolescente, en particular, TikTok constituye un espacio comunitario capaz de catalizar la fantasía de un tejido relacional en el que amparar la propia identidad y la construcción de las propias emociones.

La acumulación de seguidores, la afirmación de los likes y la posibilidad de comparecer en un mismo espacio digital con tiktokers que se perfilan como modelo de referencia, configuran un full celebrity effect cuyo fantasma se engendra a partir de la acumulación de un capital emocional personal ligado a la autoexposición. El auténtico motor de la app es el acopio de una popularidad que coincide con la pantalla como proyección del espacio confesional de la habitación. La hipervisibilización de la intimidad contribuye, además, a una transformación del devenir social de la psicosfera en la que el deseo, que siempre tiene una génesis cultural, se inviste de una cualidad trepidante o, de acuerdo con el término de Guattari, caosmótica:[6] TikTok no es un lugar donde se pueda compartir la propia sexualidad; es un órgano de goce externalizado, lo que explica la brusca reacción que puede generar en un adolescente la limitación de su uso por parte de un adulto.

El capital sexual de la modernidad tardía o cómo acabar con Galton

Como ha señalado Slavoj Žižek, las imágenes no dan respuesta a nuestro deseo; no enseñan qué desear, sino cómo desear.[7] Desde que, en 1907, Julius Newbronner idease un sistema para colgar cámaras en el pecho de las palomas, nuestra mirada no ha dejado de ser exteriorizada. Primero fueron los aviones, más tarde –como alertara Harun Farocki–[8] la videovigilancia y los misiles lanzados durante la guerra del Golfo, y después las redes sociales y los algoritmos. En la actualidad, y aunque seamos nosotros mismos quienes nos grabamos y cedemos nuestras expresiones faciales a aplicaciones como FaceApp o al sistema de bloqueo de nuestro smartphone –la culminación del sistema clasificatorio de Bertillon, sus denominados «retratos parlantes»–, nuestra mirada está por completo externalizada. De la pionera vista aérea de Kronberg tomada por la paloma de Newbronner al sistema de vigilancia chino Dragonfly Eye, la imagen ha llegado a automatizarse hasta perder las dos razones de su propia definición: ser producida por un ser humano para ser vista por un ser humano.

De la automatización cognitiva hemos pasado a la eliminación de cualquier ángulo ciego, como muestra la expansión de los sistemas de vigilancia de Axon o AnyVision. Si en el espacio público la hipervisibilidad se convierte en la norma, como demuestra el sistema de crédito social chino, las redes sociales promueven un neurototalitarismo basado en la patrimonialización del eros y el tiempo colectivo. Ante la secuencia de TikTok, la vivencia temporal experimenta una articulación y una destrucción simultáneas. Es decir, a cada instante el tiempo se orienta a través de relatos y pseudo-rituales y a la vez es destruido por la irrupción del vídeo siguiente. La coincidencia de rito y juego en las redes sociales provoca una fractura en la inscripción temporal que se acompaña de un fenómeno de capitalización. Acumulamos capital no solo para sobrevivir sino como manera de confutar la muerte, como una fantasía de supervivencia. Y acumulamos capital sexual, como señalan Eva Illouz y Dana Kaplan, por efecto de una interferencia anómala entre el ámbito de la economía y el largo proceso sociocultural que durante décadas había conducido a la identificación entre libertad sexual y autorrealización.9

La erotización primaria que atraviesa las redes sociales muestra cómo la sexualidad, una vez liberada del control de instituciones como la familia o la iglesia, ha dejado de ser el espacio de una libertad inexpugnable. A través de una sociedad que sustituye el control y la biopolítica descritos por Foucault por la autoexplotación y el rendimiento,[10] el atractivo personal queda emplazado en una lógica mercantil, en lo que Illouz denomina el «capitalismo escópico».[11] Como subraya Catherine Hakim, el capital erótico siempre ha existido bajo formas diferentes y conviene desterrar una lectura binaria entre empoderamiento y dominación, pues se trata de un fenómeno más complejo.[12] Que la libertad sexual sea la base normativa del capitalismo no obsta para que a través de la hipervisibilidad de redes como TikTok —o de Onlyfans, que se basa en la plusvalía erótica— tome carta de naturaleza la desigualdad e incluso el desclasamiento sexual.

Desde el punto de vista conductual, además, y de acuerdo con Hito Steyerl, el lenguaje coreográfico proyectado por las redes sociales genera una domesticación de los gestos, una disciplina de los cuerpos donde el empoderamiento coexiste, sin contradicción, con la sumisión al mercado.[13] Un fenómeno como el de la DeepTok, con sus imágenes sombrías y vídeos de tortura animal, muestra una reacción de la sensibilidad colectiva contra la capacidad omnímoda de asimilación de TikTok. Asimismo, como en cualquier otra red social, la sobrerrepresentación de ciertas realidades comporta la infrarrepresentación de situaciones como la represión china contra la etnia uigur, de mayoría musulmana, y el uso de «campos de reeducación», algo que en noviembre de 2019 la adolescente Feroza Aziz se las arregló para denunciar desde un vídeo de maquillaje, que fue retirado de inmediato de TikTok.

Persistencias de la visión

Una de las figuras más equívocas de la historia de la ciencia, Sir Francis Galton, eugenista e inspirador de las políticas de «higiene racial» en la Alemania nazi, gestó un sistema de fotografía compuesta con el que intentaba establecer una serie de cánones figurales –con etiquetas como «genio», «judío» o «criminal»– que le permitiesen predecir el comportamiento de las personas a través de una «estadística pictórica» creada a partir de superposiciones en las que trataba de leer «clases naturales». Amén de lo caprichoso de la definición de esos tipos, que partían de sus prejuicios, las imágenes tenían un aspecto espectral, la suma de miles de retratos en los que la segmentación biométrica de Bertillon se transformaba en quimeras inexistentes, en seres difuminados que nos miran esperando nuestra coincidencia con unos rasgos trazados para satisfacer la anatomía de la estadística.

Ante el machine learning que gobierna TikTok, ante su circulación de capital sexual y emocional, cabe preguntarse si, para su inteligencia artificial, no somos como los ciudadanos cuyo futuro intentaba aprehender Galton: cuerpos dóciles que se consumen en una perpetua explotación del yo. Pero no hay ninguna ciencia «que mantenga el ego intacto», como ha señalado Donna Haraway en «Persistence of Vision».[14] Hoy en día, una verdadera ciencia de las imágenes exige partir de la cartografía de los afectos de TikTok para contemplar la oportunidad de reconquistar un lenguaje emocional expropiado por la economía de la atención. Contra la idea aristotélica según la cual el pathos, a diferencia del logos, está privado de acción y voluntad, una larga cadena de pensadores, de Nietzsche a Judith Butler, ha señalado que la exposición de la emoción, del afecto, es movimiento, apertura y potencia, con lo que cabe preguntarse no solo ¿quiénes somos para TikTok? y ¿cómo modela nuestras emociones? sino también: ¿Existe algún modo de reprogramarlo?


[1] Bertillon cita esta frase en Identification anthropométrique, instructions signalétiques (Imprimerie Administrative, 1893) a partir del epígrafe que el anatomista Jean Louis Hippolyte Peisse toma del Traité d’Anatomie artistique de Paul Richter (París: Plon, 1890): «L’Oeil ne voit dans les choses que ce qu’il y regarde et il ne regarde que ce qui est déjà en idée dans l’esprit».

[2] «Let every eye negotiate for itself», Shakespeare, William, Much Ado About Nothing (1599) Acto II, escena I (1978: The Complete Works (The Alexander Text) 18th edition, Londres, Collins, p. 143).

[3] Marx, K., Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858, vol, 2, México. Siglo XXI, 1972, pp. 216-230.

[4] Véase: Guzzo, P.G. y Bonifacio, G. (ed.), Otium Ludens. Stabiae, cuore de l’impero romano. Castellammare di Stabia:N. Longobardi: 2007; Fumaroli, M., París-Nueva York-París. Viaje al mundo de las artes y de las imágenes. Diario de 2007 a 2008. Barcelona: Acantilado, 2010,

[5] Deleuze, G., En medio de Spinoza. Buenos Aires: Cactus, 2006.

[6] Guattari, F., Caosmosis, Manantial, 1996.

[7] En: Fiennes, S., Žižek, S., The Pervert’s Guide to Cinema (2006).

[8] Farocki, H., Eye Machine I y II (2001, 2002); «Der Krieg findet immer einen Ausweg», Cinema 50, Essay, Schüren Verlag, 2005.

[9] Illouz, E. y Kaplan, D., El capital sexual en la modernidad tardía. Barcelona: Herder, 2020.

[10] Foucault, M., Histoire de la sexualité. París: Gallimard, 1976; Surveiller et punir, Gallimard, París, 1975; Naissance de la biopolitique, Cours au collège de France 1978-1979, Hautes études, Gallimard-Seuil, París, 2004.

[11] Illouz, E., El fin del amor. Una sociología de las relaciones negativas. Buenos Aires: Katz, 2020.

[12] Hakim, C., «Erotic capital», European Sociological Review 26.5., 2010.

[13] Steyerl, H., «¡Corten! Reproducción y recombinación», en: Los condenados de la pantalla. Buenos Aires: Caja Negra, 2014, p. 185-200.

[14] Haraway, D., Primate Visions, Gender, Race and Nature in the World of Modern Sciences. New York: Routledge, 1989.

 

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