Joanna Zylinska: «Es preciso explicar el Antropoceno de otro modo»

Una aproximación a la crisis climática desde la ética y la responsabilidad a distintos niveles, de manera que los humanos somos la causa de esta pero también los responsables de encontrarle una solución.

Joanna Zylinska

Joanna Zylinska | Ilustración de José Antonio Soria | CC-BY

¿Se podría cambiar nuestro modo de vivir, aquí y ahora? En su libro Minimal Ethics for the Anthropocene, Joanna Zylinska propone observar el Antropoceno desde un punto de vista ético para elaborar una narrativa nueva que huya tanto de la culpabilidad como de las soluciones individualistas y hable de responsabilidades. Hablamos con ella de esta ética mínima, del contraapocalipsis feminista y de su trabajo con soportes artísticos distintos.

En Minimal Ethics for the Anthropocene afirmas que hay que poner el tema de la ética en consideración, y tu libro toma una serie de ideas de la obra Minima Moralia: Reflexiones desde la vida dañada, de Theodor W. Adorno, como punto de partida. Tu propuesta exige no solo una reacción, sino también una respuesta, una propuesta que no sea sistémica ni normativa que tú defines como una propuesta filosófica para los no filósofos. ¿Podrías explicar esta respuesta en relación con el Antropoceno?

Cuando escribí el libro, mi intención fue generar un léxico a través del pensamiento, resultante de las cuestiones derivadas del cambio climático, por ejemplo el agotamiento de la Tierra, la lógica del extractivismo que depende del carbón y del petróleo, y el uso excesivo de recursos naturales que se están extinguiendo rápidamente. En el proceso de mi investigación, tomé conciencia de estas narrativas o historias sobre el Antropoceno. El hecho de llamarlas «historias» no significa que no las relacione con realidades científicas sino que me gustaría destacar su naturaleza discursiva, es decir, que dependen de un gran número de figuraciones y tropos. Por otra parte, como filósofa y teórica cultural, también me planteo el modo de desarrollar una manera de abordar este fenómeno de forma persuasiva, con el fin de provocar cambios reales en el vocabulario y en el pensamiento para que se adapte cómodamente a mí, a públicos distintos, entre los cuales mis alumnos, y así es como surgió Minimal Ethics for the Anthropocene.

Muchos debates sobre el Antropoceno o, en términos más generales, sobre el cambio climático y demás consideraciones ya mencionadas, han resultado ser en primer lugar políticos (o antipolíticos, como ocurre, por ejemplo, en el caso de Trump cuando amenaza con no participar en los acuerdos sobre el cambio climático), o también tecnocráticos, donde varios expertos se han apresurado a ofrecer soluciones inmediatas: por ejemplo, cuando Silicon Valley propone cualquier tipo de solución para prolongar la vida humana, o se quiere invertir en la purificación química de los océanos y en reflectores espaciales para aprovechar en parte la energía solar, o cuando se habla de llevar a la gente a otros planetas, como Marte, según propone Elon Musk… Mi reflexión es que, antes de llevar a cabo estas acciones –algunas de las cuales me cuesta mucho asimilar–, deberíamos entender el Antropoceno como fenómeno y como discurso, es decir como un problema que se nos plantea a los humanos y al cual debemos dar respuesta obligatoriamente. Y, en mi opinión, debería ante todo observarse desde el punto de vista ético, puesto que el discurso y la narrativa del Antropoceno nos plantean en primer lugar la cuestión de la responsabilidad humana. Así pues, yo entiendo el Antropoceno como algo que exige que los humanos nos observemos de otra forma, que nos consideremos, en parte, como causantes de tales cambios y, a la sazón, ejercer de interpeladores con capacidad para adaptarnos a otra escala y ser protagonistas de la Historia. Muchas narrativas entorno al Antropoceno han servido para magnificar la dimensión humana, como sugiere la idea modernista: «los humanos somos seres admirables, hemos hecho tantas cosas durante estos siglos, y ahora vamos y destrozamos el planeta, destrozamos la Tierra». Así pues, en mi obra vemos un intento sutilmente humorístico, pero muy serio a la vez, de reducir la grandeza humana y la convicción de nuestro maravilloso poder para llevar a cabo lo que defino como «narrativa mínima», una respuesta distinta que, si no me produjera tanto respeto el lenguaje con connotaciones religiosas, daría en llamar «el lenguaje de la humildad».

Primero deberíamos entender el Antropoceno como fenómeno y como discurso, es decir como un problema que se nos plantea a los humanos y al cual debemos dar respuesta obligatoriamente.

Precisamente en relación con esto, haces hincapié en la necesidad de tener historias mejores, porque las historias tienen un carácter performativo dentro de esta «matriz relacional».

Necesitamos historias mejores y pienso, asimismo, que precisamos de maneras más adecuadas para plantearnos el Antropoceno. Estoy pensando, por ejemplo, en Nicholas Mirzoeff, un teórico de la cultura visual que entiende el Antropoceno como algo que no puede visualizarse. Lo intentamos pero no puede verse debido a su extensión a lo largo de un dilatado período temporal, con lo cual solo disponemos de una serie de imágenes que, supuestamente, deben darnos información, como por ejemplo unas chimeneas humeantes o unos osos polares sobre bloques de hielo derritiéndose a su alrededor. No obstante, en la actualidad somos inmunes a las imágenes, vivimos en un mundo plagado de ellas, las vemos constantemente, una tras otra, y no nos inmutan. Mirzoeff afirma que no podemos visualizar el Antropoceno por su alcance temporal: lo reducimos a instantáneas y, con todo, no nos afectan porque estamos desensibilizados. Necesitamos desarrollar una historia diferente, un modo diferente de explicar el Antropoceno.

Esa historia distinta surgiría del planteamiento de una ética mínima que se relaciona con la pregunta que me has hecho antes: ¿por qué sería no normativa? Pues porque no quiero que parezca algo así como los «Diez Mandamientos». No es mi intención decirle a nadie cómo vivir o qué debe hacer («tienes de reciclar», «no hagas esto y haz lo otro»…), porque sería algo excesivamente individualista y estoy harta de soluciones individualistas para problemas globales, puesto que conducen a la despolitización de los temas globales y quitan responsabilidad al estado, a las instituciones y al capital global y la traspasamos a los individuos, lo cual desemboca en una situación irrisoria en la que mis actos individuales –como el hecho de mear en la ducha o de no utilizar botellas de plástico– se sitúan al mismo nivel que lo que deberían hacer las grandes compañías petroleras para proteger el medio ambiente.  No quiero potenciar este tipo de comparaciones y pienso que debemos ser conscientes del desequilibrio de poder presente en esta forma de plantear el tema, aunque también creo que estamos ante una cuestión de orden moral: es preciso entender las diferencias internas de las historias del Antropoceno. Una historia mejor sería aquella que hiciera visible estas diferencias de poder. Según como se explique el Antropoceno, se corre el riesgo de hacer que todo el mundo se sienta culpable al mismo nivel. Es nuestro deber entender de qué manera, tanto histórica, geográfica como económica, los humanos han explotado su poder de formas y con consecuencias diversas, y eso, precisamente, es lo que debemos comprender. Por lo tanto, la historia es no normativa porque no representa un listado de conductas o acciones «reconocidas» sino que «solo» trata de una cierta responsabilidad –que en mi opinión, es lo que cuenta ante todo.

Una vez planteada esta cuestión, nuestra tarea queda clara aunque no nos apresuremos a buscar soluciones. Tomar la ética como punto de partida antes que la política surge de mi deseo de ralentizar las respuestas, de pensar en la naturaleza del debate, en su estructura y su vocabulario, en identificar el sujeto, el objeto y el problema implícitos, y, por lo tanto, reflexionar más a fondo en lugar de recurrir al solucionismo –a menudo relacionado con una visión «Gung-Ho» machista–, y dejarnos llevar por la racionalidad, la tecnología y el ansia de progreso.

Estoy harta de soluciones individualistas para problemas globales, puesto que conducen a la despolitización de los temas globales y quitan responsabilidad al estado, a las instituciones y al capital global y la traspasamos a los individuos.

En relación con el concepto de vida, dices que la tekné es intrínseca a la vida y no un producto de la actividad humana. Este concepto implica modulaciones distintas de la racionalidad, de una racionalidad de la postmasculinidad. En septiembre de 2017, en el Ars Electronica Festival, dijiste que estabas trabajando en un proyecto sobre el  contraapocalipsis feminista. ¿Nos puedes dar más detalles?

Acabo de terminar un librito que es la continuación de Minimal Ethics for the Anthropocene, titulado The End of Man: A Feminist Counterapocalypse, en el que recupero el concepto del imperativo mínimo que ya aparecía en el libro anterior, pero no tanto desde un punto de vista filosófico sino bastante enfocado desde los medios y la cultura populares, especialmente des de la representación del apocalipsis en los medios. Vemos el apocalipsis por todas partes; por ejemplo, el crítico literario británico Frank Kermode sostenía que el discurso del apocalipsis es especialmente prevalente, se repite y, al parecer, nos cuesta eludirlo; esto se observa en los programas televisivos que se alimentan del discurso del fin del mundo, en películas como La dolce vita o en las novelas de Margaret Atwood. Actualmente hay en el aire un replanteamiento muy particular del apocalipsis. También se puede observar en el mundo del arte, donde hay un sinfín de exposiciones sobre el Antropoceno. Aunque es muy importante explorar este tema desde diferentes ángulos y medios, pero corremos el riesgo de que nos provoque un cierto placer con una función anestesiante, en palabras de Mirzoeff. El mundo se resquebraja, incluso llega a su fin y por lo visto nosotros contribuimos a ello a pesar de, por otra parte, haber creado una burbuja de productos culturales que nos permiten experimentar el apocalipsis i nos refrenan de pasar a la acción.

El contraapocalipsis feminista evidencia que estas historias apocalípticas las utiliza quien detenta el poder, hombres con frecuencia, para obtener sus propósitos, incrementar sus ingresos o promover sus empresas y negocios. La historia es que solo una minoría, que realmente quiere decir los más ricos, sobrevivirán y serán los encargados de repoblar la Tierra. El clásico argumento capitalista dice que eventualmente las cosas se democratizarán y que los pobres también tendrán una vida mejor, tarde o temprano. Pero hay implícita una cierta injusticia y una voluntad separadora en la mayoría de soluciones que se han propuesto hasta la fecha en lo que respecta al Antropoceno, entendido como reiteración contemporánea del apocalipsis. La narrativa apocalíptica parte típicamente de la creencia de que corren tiempos difíciles y que es evidente que no todo el mundo sobrevivirá; solo el grupo de los «especiales». Antes estos eran los miembros de la realeza, el rey y la reina, pero ahora lo son los que controlan la tecnología, la innovación, los que deciden qué es tecnología e innovación y qué no lo es, y cómo deberían funcionar. Se los considera la casta de los supervivientes, un grupo que tendrá recursos para sobrevivir y que se a si mismo como el destinado a sobrevivir. Así, mi contraapocalipsis feminista parte de la historia del apocalipsis tradicional, pero la interpreta desde la visión de Donna Haraway y también de la teóloga feminista Catherine Keller, creadora del término «contraapocalipsis», y así puedo adoptar un tono ligeramente irónico y escéptico cuando hablo de la narrativa apocalíptica: «Esto no puede ser cierto.» También me inspiro en la filósofa belga Isabelle Stengers, que en su libro In Catastrophic Times parte de la teoría de los sistemas para explorar cómo los sistemas terrestres se interconectan, reduciendo a la sazón la escala humana, y adaptándola a nuestro modo de concebir la Tierra.  Mi proyecto contraapocalíptico también se inspira en la escritora norteamericana Anna Tsing, en su obra The Mushroom at the End of the World: On the Possibility of Life in Capitalist Ruins, se sitúa precisamente en las condiciones de la vida postindustrial, a escala global. Relata la historia de los recolectores de setas matsutake de los bosques de Oregón. Se trata de inmigrantes de Laos y Camboya y de norteamericanos blancos que han descartado, por su elección de circunstancias vitales, el modelo laboral tradicional. Tsing narra la vida precaria de este colectivo de gente que pone en práctica una economía alternativa en medio del bosque. No sugiero que todos debamos optar por un estilo de vida así, pero el libro de Tsing es interesante porque nos plantea una búsqueda filosófica representada con conceptos materiales y nos habla de qué hay que hacer una vez aceptado el hecho de que la precariedad y la escasez ya no son asuntos marginales. Dada la situación actual, es posible que todos acabemos viviendo en el bosque –literal o metafóricamente–, nos guste o no. En este caso, el bosque es un símil que bien podría sustituirse por zonas urbanas inundadas. Si sube el nivel del mar y del océano, encontraremos buscadores de comida hurgando entre los desperdicios, puesto que sería un bien muy escaso… ¿Qué ocurriría entonces? ¿No deberíamos ser capaces de cambiar nuestro actual estilo de vida, aquí y ahora? ¿Podríamos desarrollar o adoptar formas de convivencia más solidarias entre nosotros y otras especies? Y no es una fantasía mía donde todas las especies viven en comunión… No se puede negar la existencia del conflicto y ciertas formas de violencia entre cualquier forma de convivencia. Lo que los humanos podemos hacer, aprovechando nuestra relativa capacidad de raciocinio y las habilidades cognitivas que nos caracterizan, y guiados por los principios de justicia y no-violencia, es utilizar, pensar y desarrollar modos de minimizar la violencia. Para mí, el contraapocalipsis feminista no es un paraíso, sino que consiste en reconvertir el horror del apocalipsis en un territorio ético posible.

Insistes en la importancia de la escala, y dices que la ética mínima debe trabajar a escala universal, pero también necesita entender cómo se forman relaciones, entidades y fenómenos entre nosotros, humanos aferrados a la materia. ¿Centrarse en la escala es una forma efectiva y asertiva de eludir la distancia generada por propuestas basadas únicamente en la teoría abstracta?

La cuestión de la escala es crucial porque muchas historias sobre el Antropoceno se han desarrollado a partir de una gran escala y de la escala de tiempos profundos, o tiempos geológicos, y creo que tenemos la obligación de desatascarnos y salir de ese punto de vista humano a fin de ensanchar horizontes y contemplarnos desde el espacio. Pero una vez hecho esto, también es relevante regresar al punto de partida. Debemos tomar conciencia de nuestra escala, no tanto para incrementarla y disminuirla sin criterio, como si fuésemos criaturas incorpóreas aún capaces de controlar el mundo desde todos los ángulos. Así pues, me interesa especialmente que nos distanciemos, nos contemplemos desde el exterior y nos hagamos el tipo de preguntas que se hace Donna Haraway. ¿De quién es el punto de vista? ¿Desde dónde miramos? Debemos hacerlo así para evitar lo que ella llama «God trick», de visión infinita, es decir, omnipresente. Pensar las cosas a escala nos obliga a plantear quién es el observador, quién toma las medidas, de quién es la escala, si mi escala es la misma que la de aquellas setas o la del planeta, y una vez más, qué tipo de cuestiones éticas y políticas son susceptibles de surgir si utilizamos esa escala concreta.

Topia Daedala 11 | Joanna Zylinska, 2014

Topia Daedala 11 | Joanna Zylinska, 2014

Si lo he entendido bien, tu concepto de ética mínima no habla de resolver paradojas ni de sintetizar distintos puntos de vista desde la distancia, sino de una intra-implicación material: de arriesgarnos; de ponernos en situaciones difíciles, tanto a nosotros como a nuestras ideas; de abarcar todas las maneras posibles de tocar y de estar en contacto; de sentir las diferencias y las implicaciones, todo ello desde dentro. Es una manera de articular la ética mínima a través de la materia. Debemos repensar la ética sin aceptar las normas universales, porque la ética mínima fijada, personificada e incrustada. En este caso, ¿estás diciendo que la ética ya no trata de qué hay que hacer sino de cómo estamos interrelacionados? O, en palabras de Karen Barad, podría decirse que se pregunta por cómo medimos?

Estoy muy de acuerdo con Barad en la manera de entender esta intra-implicación y en el modo de preguntarnos cómo medimos las cosas, cómo establecemos estas relaciones, cómo nos entendemos personalmente dentro de ellas. La consecuencia de pensar de esta manera te lleva a aceptar la existencia de interrelaciones materiales y a verbalizarlas, conceptualizarlas y, a la vez, articular mejor las teorías de la subjetividad, las teorías de la emergencia. En ambos casos, estos términos pertenecen al lenguaje científico y al de los estudios de ciencia y tecnología, como también a los ámbitos de la teoría social, los estudios culturales y las teorías feministas. Todas estas diferentes disciplinas representan una cosa a medio camino entre la ciencia y la poiesis, y que, posiblemente, otorga una cierta poética a la ciencia –especialmente a la parte más abierta de la ciencia: cuando se acerca a la filosofía, en el sentido de poder explicar historias sobre el mundo; cuando la ciencia se paraliza un instante y alcanza el límite de nuestro conocimiento actual, de nuestra concepción del mundo actual y por ende construye conceptos para nombrar aquello que observa o postula a partir de ecuaciones.

Finalmente, ¿podrías explicar cómo incorporas el trabajo en distintos soportes a tu pensamiento filosófico?

Para indagar en las ideas que hemos estado comentando, trabajo con soportes muy variados. Por ejemplo, el libro Minimal Ethics incluye imágenes procedentes de mis prácticas artísticas y profundiza en mi exploración visual de las distintas formas de paisajes manufacturados. También utilizo este tipo de soporte en mi cortometraje Exit Man, basado en lo que llamo «Museo local del Antropoceno», que incluye material gráfico acumulado durante años. Con esta aportación audiovisual no pretendo ilustrar el argumento teórico del libro sino de situar las imágenes al mismo nivel que las palabras y que podamos filosofar con soportes distintos, pero me gustaría extender el discurso filosófico a otras modalidades de pensamiento. Lo cual me hace plantear las siguientes preguntas: ¿cómo se puede pensar con un dibujo? ¿Cómo puedes recortar para disponer tus pensamientos e imágenes? En un sentido literal, recortas cuando haces fotografías o cuando editas un video. ¿De qué modo esto cambia no solo mi forma de pensar sino la filosofía en general? ¿Cómo se puede filosofar con las imágenes aparte de escribir y filosofar sobre ellas? Este es, en efecto, mi deseo actual, el espacio de pensamiento que me ocupa y que concierne otros soportes.

Quisiera subrayar que respeto profundamente el lenguaje, la argumentación lógica y la filosofía como disciplina, con toda su historia. No quiero dar al traste con todo ello a base de criticar, sino que me gustaría reformular, hasta cierto punto, ampliar, polinizar en cruzado las diferentes maneras de cuestionarse las cosas. Quiero hablar de hibridación, de interrelacionar, aunque la filosofía de por sí ya está interrelacionada. Entonces, la pregunta es: ¿cómo despurificarla un poco sin perder rigor? Es difícil. Nos arriesgamos a convertir la filosofía en una serie de Instagram. Podríamos caer fácilmente en las trampas visuales que nos tiende la industria cultural. Con todo, creo que se trata de una tarea que vale la pena: alejarnos de nuestras acciones concretas, de nuestra manera de pensar y actuar, y poner en práctica una filosofía, digamos, multisensorial y multimedia.


Joanna Zylinska, autora, académica, artista y comisaria, trabaja en el ámbito de las nuevas tecnologías, la ética, la fotografía y el arte. Es profesora de Nuevos Medios de Comunicación y codirige el Departamento de Medios de Comunicación de Goldsmiths (Universidad de Londres). Es autora de seis libros, los más recientes son Nonhuman Photography (MIT Press, 2017), Minimal Ethics for the Anthropocene (Open Humanities Press, 2014) y, con Sarah Kember, Life after New Media: Mediation as a Vital Process (MIT Press, 2012). Asimismo, ha traducido Summa Technologiae, el tratado filosófico de Stanislav Lem, publicado en 2013 dentro de la colección «Electronic Meditations» de la Universidad de Minnesota. Zylinska combina la escritura de textos filosóficos con la tarea de comisaria y la práctica de la fotografía artística. En 2013 fue la directora artística de Transitio_MX05 ‘Biomediations’, el festival de Arte y Video de los Nuevos Medios de Ciudad de México. Junto a Clare Birchall y Gary Hall, dirige el proyecto «Living Books about Life», una serie de más de veinte libros sobre la vida, coeditados, electrónicos y de libre acceso, que abren una vía de comunicación entre las humanidades y las ciencias.

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