Cambiar o cambiar

Hace poco tiempo que las tecnologías digitales colaborativas comenzaron entrar en las instituciones culturales, al tiempo que se producía una resistencia.

«No hay nada tan estable como el cambio»
Bob Dylan

Fragmento de Flying-Fish as large as life, ilustración (autor desconocido, 1765-1775) perteneciente a la Pope Brown Collection of South Carolina Natural History.

Fragmento de Flying-Fish as large as life, ilustración (autor desconocido, 1765-1775) perteneciente a la Pope Brown Collection of South Carolina Natural History.

Hace poco más de un lustro, las tecnologías digitales colaborativas nacidas en el seno de ese universo en expansión que conocemos como Internet, eran todavía una terra incognita para la gestión cultural. La respuesta inicial ante el advenimiento de las llamadas «redes sociales» fue la indiferencia, como si se tratara de un fenómeno pasajero que solo afectaba al mundo virtual. La primera reacción tuvo lugar en los departamentos de prensa y comunicación, incorporando una generación de jóvenes profesionales conocedores de las nuevas herramientas. Myspace, Twitter, Facebook, You Tube, Flickr, Vimeo, Pinterest, Google Plus, etc., comenzaron a incluirse en los sitios web de las instituciones culturales, al tiempo que se producía una fase de resistencia propia de cualquier proceso de cambio que amenace el modus operandi establecido.

Las razones de esta resistencia son diversas, pero cabría destacar el desconocimiento de un cuerpo teórico que, desde hace al menos tres décadas, intenta desarrollar y aplicar un conjunto de ideas y prácticas nacidas bajo el signo de la revolución digital. Podría pensarse que las disciplinas humanistas han sido cogidas a contrapié, revelando un sesgo tecnofóbico que oscila entre argumentaciones solventes y una miopía obstinada. Y también cabe preguntarse por las promesas y utopías de la cibercultura en un momento de crisis sistémicas interconectadas. Lo cierto es que, con más o menos convicción, conocimiento y entusiasmo, las instituciones culturales han ingresado en una fase de aceptación de las tecnologías de la información y el conocimiento como herramientas imprescindibles para su evolución y supervivencia. Si la indiferencia fue el resultado de una falta de visión sobre la influencia de Internet, y la resistencia una fase previsible, la aceptación incondicional puede convertirse en fascinación acrítica. Tecnófobos y tecnófilos constituyen los dos polos de un maniqueísmo estéril donde una razón abierta, crítica y dialogante tiene muchos obstáculos para ser escuchada. La palabra complejidad es uno de los fetiches semánticos más recurrentes, pero se olvida que complejo es, sobre todo, aquello que no puede pensarse por separado. De ahí la necesidad de intentar comprender la naturaleza más profunda del cambio al que estamos asistiendo, asumiendo que nos encontramos en medio del torbellino y que todavía no tenemos la perspectiva suficiente para conocer sus consecuencias más perdurables.

Lo primero que habría que advertir es que el cambio no es exclusivamente tecnológico. Las nuevas tecnologías no son neutrales: pueden acelerar los aspectos más liberadores de la inteligencia colectiva, fomentar la transparencia y regenerar la democracia y, al mismo tiempo, favorecer los mecanismos más sofisticados del poder y del control. Los desafíos a los que se enfrenta el ámbito cultural exigen compromiso y generosidad por parte de todos los agentes implicados. Requieren un esfuerzo sostenido para huir de los dogmas excluyentes, las opiniones sectarias y las actitudes inertes. Entre los factores que influyen en el nuevo escenario, pueden mencionarse tres núcleos relevantes:




  1. El antes llamado público. No hay duda de que la crisis económica está asfixiando a las instituciones culturales. La drástica reducción de los presupuestos públicos dibuja un panorama alarmante y, sin embargo, el descenso del «consumo cultural», entendido por sus indicadores cuantitativos y economicistas, no solo se explica por la pérdida de visitantes en los museos, teatros y salas de cine. Los públicos están mutando. La emergencia de un público cada vez más activo y participativo, con sus propios criterios de gusto y legitimación, es otro factor decisivo para comprender mejor lo que está sucediendo. Quizá la figura del prosumer, o el redescubrimiento del amateur, ya sean parte de una nueva retórica, pero es indudable que el gran llamado a la participación de los últimos años está provocando reclamos de diverso grado, entre los cuales destaca una reivindicación del acceso a los medios de producción de contenidos y al libre intercambio y reproducción de los mismos.
  2. Dilemas de la prescripción. Museos, centros de arte e instituciones culturales en general son máquinas prescriptoras con una influencia decisiva sobre lo que el público debe conocer, admirar, celebrar o disfrutar en los diferentes ámbitos de la cultura. Esta situación de monopolio, basada en un saber autorizado, ha permanecido más o menos inalterable durante las ultimas décadas del siglo xx, pero la irrupción de las tecnologías digitales y los cambios políticos, económicos y sociales, que marcan los inicios del siglo xxi están cambiando los hábitos y estilos de prescripción, abriendo un debate que no ha hecho más que comenzar. La crisis de la prescripción tradicional es quizá evidente, aunque el fenómeno no haya sido todavía analizado en sus consecuencias y dilemas más profundos. Obviamente, no se trata de eliminar los filtros, ni la necesidad de prescribir, sino de establecer una conversación fecunda entre nuevas y antiguas formas de prescripción, incorporando al debate los territorios para los cuales todavía no hay mapas conceptuales ni formales que puedan considerarse definitivos. La conciencia de que «nadie sabe todo, todos saben algo» no implica una confrontación despiadada entre saberes autorizados y no autorizados. Es tal vez una puerta, una más, para asumir la necesidad de puentes, pequeños y grandes puentes entre las distintas maneras de crear, producir y distribuir el conocimiento, un conocimiento que no solo se logrará por la gestión masiva de datos.
  3. Investigar e innovar. La cultura de los diagnósticos, a los que todos somos proclives, debería complementarse con una cultura de las soluciones. Entre las definiciones de innovación que proliferan en la actualidad, podría elegirse la más sencilla: innovar es encontrar la solución a un problema. Ello implica poder investigar, poder equivocarse, revisar prácticas y metodologías, géneros y formatos, modelos de organización, líneas temáticas, etc., y también poder realizar tareas de prospección para descubrir, a partir de las tendencias del presente, los posibles escenarios del futuro. Es lo que están asumiendo, de un modo u otro, en distintas fases y velocidades, dependiendo del contexto, un buen número de instituciones culturales europeas, como puede comprobarse por el creciente número de encuentros y actividades dedicados a vislumbrar el paisaje cultural de los próximos años.Si, por el contrario, no hay capacidad de innovar, es decir de encontrar soluciones a los problemas que presenta un mundo en permanente transformación, si no hay capacidad de reaccionar planificadamente a los cambios internos y externos, las organizaciones e instituciones culturales perderán las oportunidades que se les ofrezcan y se encontrarán sometidas a un cambio inevitable y sin rumbo conocido.

¿Conclusiones? Todas provisionales. Certezas que se desvanecen, la velocidad del cambio y la resistencia al cambio, como constantes, y el pesimismo como un lujo que habría que dejar para tiempos mejores.

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  • Ignasi | 17 octubre 2013

  • Noelia Muñoz | 16 junio 2015

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