Freeport: una disección de la Internet invisible

Una escuela de verano sobre arte, tecnologías de la comunicación y un planeta intercomunicado.

Norman Ross prepara el esqueleto de un bebé de Brachyceratops para una exposición el 1921 | Library of the Congress

Norman Ross prepara el esqueleto de un bebé de Brachyceratops para una exposición el 1921 | Library of the Congress | Dominio Público

Rastrear datos, echar un vistazo profundo al espionaje de una empresa que espía con software, descubrir los hábitos de alguien a partir del historial de navegación, analizar la ciberguerra en medios independientes o investigar la economía de la vigilancia. La primera edición de la escuela independiente Freeport abrió sus puertas a una nueva forma de entender el mundo. Con el sugerente título «Subvertir la fábrica de los datos», propuso una inmersión en la recopilación, análisis y visualización del big data, con el objetivo de contar la realidad desde una perspectiva crítica, artística y activista.

«Caminamos como sonámbulos hacia un estado de vigilancia», dice la escritora y activista Arundhati Roy, en su libro Things That Can and Cannot Be Said (Haymarket Books). Y parece que no podemos hacer nada. ¿O sí? Redes sociales que crean perfiles con los datos de los usuarios. Aplicaciones que abren el micrófono del teléfono móvil para captar las transmisiones de fútbol emitidas desde un local público y escuchan, de paso, lo que se dice cerca. Multinacionales tecnológicas que colaboran con las agencias de inteligencia de gobiernos cediéndoles la información privada que reclaman.

En el mundo capitalista nada es gratis y, sin embargo, confiamos en que en Internet todo es regalado. Aparentemente. El mercado de los datos cotiza al alza: «Es el petróleo del siglo XXI», nos dicen desde hace tiempo. Nuestros movimientos tienen más valor que nunca, ahora que los ordenadores miden, analizan, eligen, sectorizan y categorizan cantidades ingentes de datos masivos. Datos que delatan estados de ánimos, comportamientos, hábitos domésticos o costumbres generacionales. No hay nada que se resista al potencial actual de las máquinas.

Los algoritmos –término mágico surgido al calor de los avances de los últimos años– son los «putos amos» de la era moderna. Las empresas de marketing y publicidad nos dicen los productos que necesitamos (o no) en nuestras vidas. Se trata de no detener la maquinaria del capitalismo: con modelos matemáticos se conceden o deniegan préstamos, se evalúan a trabajadores y las policías detectan los crímenes antes de producirse. ¿Pero aciertan y detienen a los verdaderos criminales? Algoritmos que redirigen votos electorales, monitorizan la salud, seleccionan a los profesores más válidos de una escuela e, incluso, ayudan a los jueces a condenar (supuestamente) a los acusados culpables. ¿Nunca se equivocan?

La investigadora Cathy O’Neil, en su libro Armas de destrucción matemática (Ed. Capitán Swing), alerta de que hoy modelos matemáticos mal diseñados microgestionan la economía, desde la publicidad hasta las cárceles. «Son opacos, nadie los cuestiona, no dan ningún tipo de explicación y operan a tal escala que clasifican, tratan y optimizan la vida de millones de personas».

Cinco días para despertar y reaccionar

La opacidad provoca desigualdades: perversiones de los tiempos modernos. Las tecnologías que nos hacen evolucionar como sociedades nos hacen involucionar éticamente. Las multinacionales, propietarias del mundo digital (y analógico, ya de paso) eluden pagar impuestos en los países europeos donde se instalan teniendo beneficios millonarios. Queja conocida pero sobrante porque no se hace nada al respecto. El poder es tan inmenso que pasa por encima de las leyes y reglamentaciones establecidas. Los que saben rastrear, comprender y percibir la magnitud de los datos lo controlan todo. Corremos el riesgo de convertirnos en producto, vendedores de nuestra privacidad a cambio de unas monedas. ¿Hay alguien preocupado por esta vigilancia masiva?

Del 24 al 29 de junio, una veintena de participantes formaron parte de la primera edición de la escuela independiente Freeport, con la colaboración del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), dentro del marco del proyecto europeo The New Networked Normal. «La intención es crear conciencia, poner herramientas muy técnicas en manos de personas que no son ingenieros, ni activistas políticos pero que cualquier ciudadano debería controlar», explica Bani Brusadin, director de Freeport y del Festival de arte no convencional The Influencers. «Y en especial, de los artistas menos convencionales, para expandir su intervención», añade.

Freeport 2018 | Foto: Paul O’Neil

Freeport 2018 | Foto: Paul O’Neil

El tracking define la posibilidad de cuantificar detalles del comportamiento en entornos conectados, descubre la parte invisible de Internet. Si los investigadores privados hacen ingeniería inversa con el fin de averiguar cómo pasó un crimen, el cyber tracking forensic serían las técnicas para entender los procesos de centralización que vivimos desde las plataformas digitales. «Hoy Facebook, Amazon o Google dominan los datos mundiales», dice Brusadin.

Las sesiones de Freeport están dirigidas por el investigador Vladan Joler y su equipo, formado por Olivia Solis y Andrej Petrovski del Share Lab. El Share Lab es un laboratorio de investigación con sede en Serbia, del que forman parte artistas, activistas, abogados, diseñadores y tecnólogos. Su objetivo es explorar las interacciones entre tecnología y sociedad. «Investigamos las amenazas a la privacidad, a la neutralidad de las redes y la democracia», explica Joler. En Freeport plantea cuestiones críticas sobre el funcionamiento de la web y el trackeo de cada movimiento, por pequeño que sea.

Los participantes estudian la recopilación, análisis y visualización de grandes volúmenes de datos procedentes de filtraciones o de repositorios públicos. ¿Cómo? Mapeando a diferentes proveedores de Internet para entender cómo están conectados, en qué lugares se concentran y en qué partes del mundo ejercen su poder. Aplicando técnicas similares a las utilizadas por la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense (NSA) para supervisar las acciones de compañías globales como Hacking Team, que crea software espía. Analizando los movimientos de un periodista a partir de su historial de navegación. O estudiando las patentes de Facebook y Google para detectar qué hacen con los datos personales. «Exploramos diferentes metodologías para reconocer las infraestructuras invisibles y la vigilancia capitalista», explica Joler. Y continúa: «Queremos enseñar cómo actúan los que recolectan los datos, los que comercian y trafican con ello».

Anatomía tecnológica y cartografía radical

Vladan Joler y la investigadora Joana Moll presentaron la conferencia inaugural de Freeport, titulada «Exploitation Forensics: anatomía de un sistema de inteligencia artificial». El anfiteatro anatómico de la Real Academia de Medicina de Cataluña, situado en la calle Hospital de Barcelona, sirvió para inquietar al personal asistente mientras se explicaban las implicaciones sociales, los negocios, la opacidad y la destrucción del medio ambiente de todas las compañías que intervienen en la fabricación, duración y destrucción de un solo teléfono móvil.

«Un iPhone tiene más de 10 mil piezas diferentes, que son encajadas por más de 300 personas y en más de 700 territorios diferentes», explica Moll, experta en la huella ambiental que deja la tecnología. «La producción actual sería imposible sin el transporte marítimo que la ha convertido en una industria global». Moll explica que en Bayan Obo (China) se halla la mayor mina de «minerales raros», que hacen posible que los dispositivos sean tan eficientes, menos pesados y más pequeños. «Pero estos minerales se están acabando y son imprescindibles para producir energías renovables».

No es casualidad que el fabricante mundial más importante de aparatos electrónicos, tales como iPhone, iPod o iPads, sea Foxconn, también chino. Joana Moll se lamenta de que conociendo los efectos devastadores de la obsolescencia programada para el medio ambiente no se haga nada. «Pero es lógico: va en contra de la lógica capitalista más depredadora. Es el modelo de negocio de los gigantes tecnológicos. Los datos son una parte intrínseca de todo el sistema financiero actual. Da mucho miedo».

Freeport se dirige a artistas, diseñadores, tecnólogos, hacktivistas, narradores visuales, escritores o estudiantes de cualquier disciplina. Como Pablo de Soto, de profesión arquitecto pero también activista. Fue fundador del Indymedia Estrecho en 2003, y con 35 años ha librado mil batallas humanitarias en las fronteras de Palestina, Egipto, Gibraltar o Fukushima. Su especialidad es la «cartografía radical», una corriente social surgida para denunciar políticas públicas inspirada en el movimiento Bureau d’Études. «Share Lab realiza una pedagogía bestial del funcionamiento de la cibervigilancia. Da explicaciones y herramientas para entender cómo continuar», relata. «Me interesa la gobernanza algorítmica, entender las capas digitales que mueven nuestra vida, actualizar la cartografía activista en el contexto actual dominado por plataformas como Facebook o Google».

Maria Pipla estudió periodismo y humanidades pero quería conocer más en profundidad los mecanismos del mundo digital. «Me apunté para combinar la investigación artística con el conocimiento tecnológico», explica esta joven catalana de 24 años. «Es muy importante reivindicar la materialidad de Internet, la política de venta de información, ¿dónde se guardan los datos? Los discursos hegemónicos son que la nube es muy segura, pero contaminan porque en realidad no es así». La holandesa Eva Von Boxtel tiene 20 años, estudia diseño interactivo y llega a Freeport por el planteamiento sobre el funcionamiento invisible de la web. «Los debates planteados hacen pensar, como el de las infraestructuras de Internet y los países que controlan las conexiones. Hablamos de Corea del Norte y de Irán».

The Influencers 2017. Vladan Joler

¿Deberíamos preocuparnos?

Ante este seguimiento minucioso de multinacionales y gobiernos, ¿deberíamos estar asustados? «No se trata de ponerse paranoicos», dice Bani Brusadin. «Esta megamáquina la hemos creado entre todos». Según el director de Freeport, deberíamos remontarnos a la crisis de las puntocom, a principios de siglo XXI, para entender cómo hemos llegado hasta aquí. «Era necesario que la publicidad fuera viable para pagar a los profesionales que ofrecían contenidos o que la utilizaban con fines comerciales. Estaba claro que en Internet nadie pagaría nada. Finalmente el tracking ha resultado muy eficaz para conocer el interés de las personas y vender productos. Con la entrada de los móviles se tiene la infraestructura perfecta también para la vigilancia política».

Para Vladan Joler se trata de tener curiosidad por saber, «para progresar como sociedad, y entender cómo funcionan estos mecanismos y por dónde pasan». Pero en un mundo cada vez más complejo e invisible, con la opacidad que impera a nuestro alrededor, ¿cómo se puede satisfacer esta curiosidad? «No es una tarea que nadie pueda realizar solo. Se deben unir grupos de personas, con los mismos intereses y la capacidad de desentrañar esta complejidad», responde el investigador de Share Lab.

La investigadora Joana Moll investiga ahora sobre la cesión de datos personales de las plataformas de citas a ciegas, como Tinder. «No tenemos ningún control de lo que está pasando. Cada vez que te haces un perfil en un sitio, estás conectado a más de 1.500 otras plataformas». Mirando las políticas de privacidad de estas redes sociales ha deducido que la compartición de información es masiva, sin consentimiento explícito. «Y seguramente habrá muchas más a las que yo no he llegado». Para Moll, deberíamos tener más gobernanza sobre nuestras infraestructuras y sociedades, a partir de concienciar a comunidades pequeñas, tales como Güifi.net, que se organizan para proveer de wifi buena parte del territorio catalán.

«Tras el caso Cambridge Analytica, de conocerse los mecanismos oscuros que han afectado a las elecciones estadounidenses o el Brexit británico, queda mucho por hacer. El peligro del big data es que afecta a la formación de los gobiernos. De ahí toda la preocupación por la privacidad», concluye Pablo de Soto. Él tiene esperanzas en medidas públicas como las del consistorio de Barcelona que promueve la soberanía de los datos de los ciudadanos a la hora de firmar contratos con multinacionales o compañías de servicio.

«Los jóvenes vemos Internet como una maravilla, todo el día conectados a Instagram o Facebook pero en realidad nadie sabe qué pasa a ciencia cierta», dice la holandesa Eva van Boxtel. Ella critica la inoperancia de Europa sobre todo tras conocerse casos como el de Cambridge Analytica. «Es bastante obvio que el gobierno chino controla a sus ciudadanos a través de Internet pero… ¿acaso nuestros gobiernos no nos trackean igualmente?».

Y Maria Pipla se cuestiona por qué hay que vivir en un mundo donde sea casi una obligación generar en tiempo real datos personales. «Dentro de poco nos van a convencer con discursos neoliberales de los beneficios de vender nuestros datos a multinacionales. La cuantificación de la vida personal irá a más, y de los patrones vitales. ¿Es necesario? ¿Qué implica todo ello?». Dos preguntas que, solo de intentar responderlas, deberían provocarnos una curiosidad irresistible por los conocimientos del mundo tecnológico por el que transitamos.

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  • Pedro Reis | 26 septiembre 2018

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