En una sistema económico que se rige por la eficiencia, cometer un error es una debilidad. Sin embargo, el ideario de la innovación y las start-up defiende que equivocarse es necesario para triunfar. Entonces, ¿hasta qué punto se rechaza o se tolera el fallo en la cultura digital? Desde un ordenador que se cuelga hasta un algoritmo mal programado, pasando por el mito del fracaso en Silicon Valley. Un repaso a las formas, las ideas y los efectos de las meteduras de pata en la sociedad actual.
El festival Ars Electronica, uno de los eventos de arte y nuevas tecnologías más importantes del mundo, tituló su edición de 2018 «Error. El arte de la imperfección». La muestra dedicó dos exposiciones y una serie de conferencias a la equivocación como pieza fundamental de la innovación científica y el progreso humano, así como a su lado más oscuro: el fracaso de Internet como proyecto de libertad. Una visión ambivalente que no es exclusiva de esta época, pero que toma apariencias específicas en la sociedad de la información. A continuación repasamos algunas de las formas del fallo digital en el ámbito personal, artístico, social y empresarial.
Estética de la frustración
La tecnología forma parte de todas las esferas de la vida cotidiana, al menos en las sociedades con mayor penetración de Internet. Los dispositivos móviles y la geolocalización han hecho posible la conexión perpetua, desdibujando los límites entre lo físico y lo virtual. Probablemente por este motivo, el error tecnológico cotidiano –el wifi que no se conecta, el programa que se cuelga…– altera el fluir de las cosas y genera diversos grados de frustración y ansiedad. El fallo informático recuerda, en palabras del músico electrónico Kim Cascone, «que nuestro control de la tecnología es una ilusión, y que las herramientas digitales son solo tan perfectas, precisas y eficientes como los seres humanos que las fabrican».
Por pequeñas que sean sus repercusiones, el fallo de un sistema o programa es relevante en cuanto pone de manifiesto el papel invisible de la tecnología. Aunque sea momentáneo, es suficiente para evidenciar la mediación humano-máquina que el diseño se esfuerza en hacer imperceptible.
En el marco de la cultura digital, hace ya más de dos décadas este fenómeno generó una estética propia, el glitch art, en la que los errores se usan de manera intencionada para generar imágenes o sonidos. Las estudios sobre esta forma de arte han apuntado tres posibles interpretaciones. La primera, la más politizada, la entiende como una estrategia de resistencia crítica ante el capitalismo global. Desde esta perspectiva, el glitch desafía la propia idea del progreso tecnológico. La segunda la considera una práctica artística que democratiza la relación entre productor y receptor. Por un lado, desmitificando el perfeccionismo técnico del artista, y por el otro, obligando al espectador a decodificar la experiencia del fallo. Por último, una tercera interpretación apuesta por un significado más lúdico, y entiende que el glitch es experimentación, juego y participación en relación con la tecnología, y en ese sentido, tendría una función más reparadora que crítica.
Fallo de sistema
En defensa del error es un divertido ensayo de Kathryn Schulz que analiza de manera exhaustiva la experiencia de la equivocación. Aunque la periodista concluye que hay que entenderla como una oportunidad antes que un suplicio, reconoce que su importancia no es la misma si alguien se olvida las llaves del coche que –la analogía es suya– si cree que otro país posee armas de destrucción masiva. «Las consecuencias son tan distintas», escribe Schulz, «que tal vez fuera razonable preguntarse si los errores que llevaron a ellas pueden tener algo en común».
Del mismo modo, se puede disfrutar del glitch art en cuanto explota pequeñas incidencias cotidianas, pero no es lo mismo que un sistema informático falle cuando ejecuta un procesador de textos que cuando controla la dirección de un coche autónomo o las decisiones de un dron de combate. En ámbitos como estos, la percepción del error digital es más inquietante y despierta algunos de los temores más arraigados en nuestra cultura: la ciencia desbocada, el doctor Frankenstein, el Golem medieval.
No obstante, el rumbo actual del progreso no necesita de desviaciones para generar recelos, y de hecho la propia promesa de perfección que ofrece el mundo digital es suficientemente inquietante. Buen ejemplo de ello es la automatización del trabajo, o lo que es lo mismo, la máquina que no comete errores. Si bien su impacto real en la destrucción de empleos no está claro, su expansión en pro de la eficiencia abona la idea de que la tecnología puede sustituir, y no solo potenciar, algunas capacidades humanas. Otro ejemplo, quizás aún más perturbador, es el sistema de crédito social chino, que usa inteligencia artificial para vigilar masivamente a la ciudadanía y sancionar comportamientos considerados incívicos, desde cruzar cuando el semáforo está en rojo hasta criticar al gobierno en redes sociales.
En ambos casos –automatización y vigilancia–, la tecnología suprime y penaliza lo que desde el punto de vista del ingeniero o el legislador es improductivo o incívico; el error laboral o social, aquello que incumple la norma. Una búsqueda de la perfección que el filósofo Byung-Chul Han ha bautizado en términos estéticos como «lo bello digital»: «un espacio pulido y liso de lo igual, un espacio que no tolera ninguna extrañeza, ninguna alteridad». Una experiencia que para el surcoreano define la época actual y que se refleja tanto en las esculturas de Jeff Koons como en la depilación brasileña y el iPhone.
Fracasa rápido, fracasa a menudo
El diseño de esas experiencias «pulidas y lisas», sin error, depende en gran medida de las decisiones que se toman en los principales hubs tecnológicos del mundo, con Silicon Valley a la cabeza. Es precisamente en esta zona donde floreció uno de los mantras más repetidos de la cultura de la innovación y el emprendimiento: la creencia de que no solo no hay que evitar el fracaso, sino que hay que celebrarlo como parte de un rito de paso en el camino hacia el éxito.
Los orígenes de esta idea son inciertos, pero sin duda tienen que ver con dos aspectos. En primer lugar, con el mito estadounidense del empresario que triunfa pese a la adversidad, a menudo resurgiendo de sus propias cenizas. Iconos de la cultura popular como Walt Disney y Henry Ford son ejemplo de ello, así como figuras tecnológicas como Bill Gates y Steve Jobs. En segundo lugar, con el hecho de que en el desarrollo de software la idea del producto que funciona desde el primera día no existe, y es habitual continuar desplegando nuevas características sin resolver los errores, que se eliminan progresivamente en etapas más avanzadas del proyecto. La expansión global del modelo start-up ha exportado esta concepción, agilizando los procesos de estructuras tradicionales, haciéndolas más flexibles y, en el mejor de los casos, más democráticas.
No obstante, no son pocas la voces que consideran engañoso este mito fundacional de Silicon Valley, que ha cobrado fortuna en fórmulas como «Fail fast, fail often». Incluso profesionales del mundo empresarial como el inversor Mark Suster argumentaron hace algunos años que esta idea era «errónea, irresponsable, poco ética y sin corazón», ya que el fracaso tiene poco de épico para las personas que invierten miles de dólares en un proyecto, más aún cuando se trata de los ahorros de un amigo o familiar. ¿Fail fast? «Explícaselo a tu cuñado», ironizaba Suster. Un enfoque crítico al que hay que sumar el innegable predominio de hombres jóvenes y blancos de universidades de élite en el seno de estas empresas, cosa que refleja quiénes tienen acceso al capital necesario para fracasar cómodamente.
Incluso la cultura de las start-up muestra sus propias contradicciones al respecto. Buen ejemplo de ello es el llamado growth hacking, una de las tendencias recientes en el mundo del emprendimiento, que promueve vías para acelerar el crecimiento de la manera menos costosa posible. Esto incluye técnicas de marketing de guerrilla, pero puede desembocar en otras de dudosa fiabilidad, como falsear el número de usuarios de un servicio para atraer inversores. Fingir éxito para evitar el fracaso.
Humanos después de todo
Mil doscientos años antes del «cogito, ergo sum», de René Descartes, Agustín de Hipona escribió «fallor ergo sum», o lo que es lo mismo, «yerro, luego existo». Para el filósofo, el error no es un accidente que hay que evitar a toda costa, sino la propia esencia del ser humano. Al fin y al cabo ¿quién no se equivoca? Probablemente por eso, la promesa de perfección que ofrece el mundo digital despierta recelos, puesto que es contraria a la humanidad en lo más fundamental.
El glitch art y el temor al rumbo de la tecnología comparten, en este sentido, una actitud crítica ante la amenaza de la perfección, ante lo inhumano. Una opción que toma un cariz contradictorio en Silicon Valley, ya que por un lado se basa en un modelo de progreso tecnocientífico, que inevitablemente pasa por experimentar y equivocarse, pero por el otro encarna el núcleo del nuevo capitalismo y, por tanto, se rige por la eficiencia y la competitividad. Una ambivalencia ante el fracaso que no solo es propia de las empresas tecnológicas, pero que, dada su preeminencia en la economía digital, es importante para entender el error en la cultura actual.
Fernando | 20 noviembre 2018
Interesante artículo, siempre me ha llamado mucho la atención el arte del error en cualquier disciplina, excepto en la que te toca el bolsillo y la de tus mecenas. En la parte creativa y de búsqueda de ese algo si que le encuentro sentido; de hecho siempre cuento con que aparezca ese error divino en el proceso de trabajo cuando estoy diseñando un Logotipo. Digamos que es otro factor más, quizás emparentado con el azar.
En la parte empresarial y económica sin embargo no tiene tanta gracia, porque cada glitch vale pasta. Y cada ensayo en el terreno emprendedor puede dejarte sin fuerzas para volver a resurgir.
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