Zona libre de datos

En un mundo en el que los datos parecen ser la base de cualquier decisión, ¿podemos imaginar espacios ajenos a la autoridad de las cifras?

Senyal que prohibeix buscar bolets a Willowvale Park, Toronto, c. 1914

Señal que prohíbe buscar setas en Willowvale Park, Toronto, c. 1914 | City of Toronto Archives, Wikimedia commons | Dominio público

En este tiempo de incertidumbres, los datos se han configurado como un puntal donde agarrarse, una luz que aporta objetividad y garantía a lo que hacemos. En los últimos años, su uso se ha extendido por todas partes, y la cultura no ha sido una excepción. Pero más allá de las oportunidades que nos brindan, su existencia ha modulado el modo en que nos relacionamos y valoramos los proyectos.

«La nueva autoridad son la austeridad, la evaluación y la burocracia.» Marina Garcés traza así las bases de una dictadura de resultados que ha impactado de lleno en las políticas públicas, y que se legitima a través de la amenaza siempre presente de un recorte presupuestario. En el libro Escuela de aprendices (Galaxia Gutenberg, 2020) la filósofa se centra en las implicaciones que esto ha tenido en el modelo educativo, y advierte que también podrían aplicarse al sistema médico, a las entidades sociales o a las instituciones culturales. Y es que en los últimos años, la cultura de los indicadores, procedente del mundo de la gestión empresarial, se ha ido infiltrando en el sector cultural. Ante los efectos de la última crisis y los recortes en cultura, los datos se han considerado una manera objetiva de defender y legitimar el trabajo realizado.

Que las cifras sean el baremo que determina el futuro de un proyecto no es algo nuevo. La industria cultural se ha amoldado a menudo a los gustos del público a partir de las cifras de ventas. Los patrones repetitivos de la música pop o el cine de Hollywood son buenos ejemplos, y los datos tienen cada vez más peso a la hora de detectar qué triunfa y así poder replicarlo. Hace casi diez años, científicos de la Universidad de Brístol crearon un algoritmo para predecir el éxito que tendría una canción. Si en aquel momento la noticia aparecía como una mera curiosidad científica, hoy en día es una práctica totalmente extendida e incluso Netflix hace gala de analizar en detalle los hábitos y comportamientos de su audiencia para crear nuevos contenidos.

Los datos son enormemente útiles. Nos permiten analizar el impacto de lo que se programa y obtener pistas sobre qué le resulta más interesante al público. En el mundo virtual, el análisis de públicos permite resolver problemas técnicos y mejorar las herramientas, aportando un gran conocimiento sobre el uso real que se hace. Hay que aceptarlo: los datos nos gustan (sobre todo si son buenos). Pero el problema de este despliegue de cifras es que va de la mano con la idea de la rentabilidad.

La función de los indicadores es aportar información para hacer más segura la toma de decisiones. Pero más allá de lemas, la cultura no es segura, porque implica riesgo y atrevimiento, preguntas sin respuesta. Así, estos datos pueden proporcionarnos una falsa sensación de control, de estar haciendo las cosas bien cuando lo que es verdaderamente importante queda oculto. Los números deslumbran, y cuando nos explicamos poniendo énfasis en los datos corremos el peligro de esconder, sin querer, una valoración más profunda.

Aquí es donde irrumpe Internet y su promesa de un público potencial planetario. Cuando incluso los espacios más marginales son susceptibles de viralizarse, la invitación a adaptarse al algoritmo resulta muy tentadora. Por otro lado, y a menudo con el pretexto de lograr una mayor participación ciudadana y una mayor porosidad en las instituciones, se han adoptado premisas empresariales muy dirigidas a un aumento cuantitativo del público. Se ha hablado de crear nuevos públicos. Se han buscado otras formas de llegar al público bajo la promesa de que este existe y solo hace falta encontrarlo. Nos hemos repetido que hay que situar al público en el centro, sin terminar de entender del todo a qué nos referíamos, y en ocasiones adoptándolo simplemente como una versión más amable del clásico el cliente siempre tiene la razón. A pesar de la buena intención de estos cometidos, la búsqueda de una mayor cifra ha eclipsado con demasiada frecuencia la complejidad de lo que realmente se buscaba.

Pero ¿qué problema hay en buscar la mayor audiencia posible? ¿No debería de ser precisamente un objetivo de los centros públicos hacer extensivo su servicio a cuanta más gente mejor? ¿No caemos en el elitismo cuando desplegamos programas destinados a una minoría selecta? Elizabeth Duval aprovechó su aparición en First Dates para explicar teoría queer a una audiencia inabarcable, por amplia y por diversa, desde cualquier centro cultural. En su reflexión, es interesante la distinción que hace entre espacios de elaboración del discurso y espacios en los que se difunde, porque nos permite separar dos intenciones que a menudo se entremezclan.

Lejos de un gran objetivo monolítico, la cultura tiene diferentes propósitos que intenta alcanzar con una gran variedad de formas. Esta diversidad, sin embargo, no encuentra una transposición en los tableros de control. El ejemplo paradigmático lo encontramos en Google Analytics, que se ha convertido en un estándar en el análisis de datos web. La estructura y presentación de sus informes ha sido clave para determinar el modo en que analizamos los proyectos web. Más allá de su utilidad, estas herramientas nos proporcionan plantillas conceptuales que estandarizan y definen qué es importante analizar. El problema no es medir, sino medirlo todo con la misma vara.

Plantilla de un panel de control de análisis de datos web | freepik.com

Plantilla de un panel de control de análisis de datos web | freepik.com

Por tanto, muy a menudo nos encontramos con dos escenarios. En el primero destinamos esfuerzos a generar informes rutinarios que son difícilmente capaces de captar la complejidad a la que nos enfrentamos. Son documentos que funcionan como indicadores muy generales para poder ser compartidos por varios proyectos, pero precisamente esta falta de detalle les resta utilidad. No obstante, su sencillez los convierte en idóneos para ser comunicados de forma pública. Como explica Mark Fisher, más que permitir correcciones o mejoras en los proyectos, «la evaluación permite aumentar o disminuir el prestigio de cierta institución» (Realismo capitalista, Caja Negra Editora, 2016).

Por el contrario, los informes nos resultan más útiles cuando los datos, más que evaluar el propio proyecto, nos orientan para adecuarlo a las leyes de los algoritmos. Y es aquí donde surge la tentación de modular el discurso y el riesgo de desvirtuar los propios objetivos. El algoritmo no casa muy bien con la creación porque premia más la réplica que la innovación (a pesar de que estimule la novedad). ¿Cómo podemos producir lo extraño o inesperado si nuestra medida es aquello que ya es popular? No obstante, puede ser una herramienta útil para hacer llegar ideas y debates a otros públicos, si se encuentra la manera de cabalgar el algoritmo y adaptar los discursos a sus normas.

El momento actual sitúa los datos en un lugar privilegiado. La creciente digitalización y los avances en el procesamiento del big data hacen que cada vez sean más fáciles de obtener y de analizar. ¿Podemos, entonces, resistir la tentación y delimitar espacios que no sucumban al dominio de las cifras? ¿Cómo podemos defender lo inútil e incalculable en una época en la que todo se nos presenta medible?

La cultura es, por naturaleza, un ámbito reticente a la cuantificación. En algunos casos, llevar al límite esta idea y eliminar los datos de la ecuación nos permitiría generar procesos más libres. Incluso cuando las cifras no tienen consecuencias directas en un proyecto, sí modulan nuestra mirada sobre el mismo. Por mucho que neguemos su importancia, la suma del público continúa siendo una coordenada básica para valorar cualquier obra. Sin duda, privarnos del acceso a los datos afectaría a la presión o las expectativas sobre lo que hacemos y, por tanto, sobre el resultado final.

Porque más allá de lo que explicamos con los datos, su mero uso y la importancia que les otorgamos nos definen también a nosotros mismos.

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