William Kentridge: «Por todo el mundo hay fracturas que provienen del periodo colonial»

Hablamos con el artista sudafricano sobre segregación, el eco del colonialismo y la pugna antirracista.




El artista sudafricano William Kentridge desconfía de aquellos que abrazan ciegamente sus propias certezas, sin apreciar las dudas y las paradojas. La ambigüedad y las contradicciones están en el centro de su obra, que ha crecido y se transforma al ritmo de la poliédrica Sudáfrica. Hablamos con el artista sobre segregación, el eco del colonialismo y la pugna antirracista, sobre desequilibrio y el abuso de poderes, sobre el privilegio y el sentido del arte para repensar las narrativas dominantes.

El universo Kentridge me ha engullido. Ya hace años que navego y he hecho mía su ciudad, Johannesburgo, que es paisaje y personaje de su obra. Pero ahora estoy literalmente dentro de su planeta creativo: en su estudio lleno de objetos emblemáticos y recurrentes en sus piezas móviles e inmóviles. Están el megáfono, la escalera y la cafetera. Hay cálculos de perspectiva en la pared de pizarra y también está él, William Kentridge, uno de los artistas contemporáneos más influyentes del mundo (el nº51, para ser precisos, según la revista Art Review). Estoy –estamos, con el equipo de rodaje– en su espacio, suspendido de un impecable jardín de Johannesburgo. El estudio es diáfano y organizado. Domina el blanco y negro, con toques de arcilla. Como su uniforme: el pantalón negro y la camisa blanca con manchas de pintura; la vida y la historia dejan rastros, y él considera importante mostrarlos, no esconderlos.

Fuera, un césped que brilla, con flores y abejas y pájaros. Y un muro que separa la casa de unas calles tranquilas y elegantes (en su barrio de Houghton muchas casas son mansiones). Los pocos que caminan son trabajadores del hogar y jardineros. Negros. En Johannesburgo, una ciudad dividida desde el principio, se estipuló que los blancos tenían que vivir «donde hay jardines e irrigación, mientras se segregaba a los negros a los townships», explica Kentridge caminando por el estudio. De esta manera, «no solo la riqueza sino también los recursos se focalizaban en los barrios residenciales blancos, mientras que el resto de áreas de la ciudad quedaban marcadas por las privaciones y las carencias». La ciudad está diseñada físicamente para asegurar las barreras, para dividir el espacio. Y esta distribución ha cambiado «solo hasta cierto punto» desde el final del apartheid, hace 26 años. «Básicamente, los jardines bonitos siguen estando en los barrios formalmente blancos y los townships siguen siendo pobres y con pocos recursos. Así que soy muy consciente del espacio privilegiado desde el que trabajo», concluye sin dejar de mover los brazos.

Ser alabado como uno de los artistas más representativos de la Sudáfrica del cambio, la que rompe con el racismo legalizado, con el apartheid, siendo un hombre blanco es, como mínimo, paradójico. Pero es lo que tienen las políticas racistas y machistas, que aventajan a los individuos de una raza y un género, incluso a aquellos que rechazan esta idea. A pesar de ser críticos, su voz es más fuerte, más poderosa, está más protegida y, por tanto, su talento puede crecer y expandirse en todo su esplendor. El genio de Kentridge ha podido llegar a la cima del arte contemporáneo mundial, así como las plumas de Nadine Gordimer y John Maxwell Coetzee –también intelectuales sudafricanos antiapartheid, también blancos– han podido obtener el premio Nobel de Literatura. No son los que están sino los que dejan de ser los que hacen patente la evidencia del racismo, con leyes y sin ellas.

William Kentridge rehuye la paradoja, sino que la cabalga y la comparte. Cuando le pregunto sobre su relación con el privilegio, arquea las cejas, dice que para hacerme a la idea de la respuesta debería ser, tal vez, su psicoanalista. Pero su postura es honesta. «La perspectiva de mi obra es básicamente la mía», dice, y abre en canal la complejidad que la rodea. Al inspeccionarla, surge una obra extensa y aguda, compleja y original, de telas y tapices, de carboncillo y película. Es un artista teatral y animado, crítico y analítico. Y, saltando de una a otra y mezclando técnicas del arte escénico y del performativo, del gráfico y del escultórico, expone una explosión de contradicciones y ambigüedades, con Johannesburgo y él tanto en el centro como en los contornos: él persona, él artista. Él, hombre, blanco, autofilmándose, automirándose dentro de una ciudad segregada, racista, minera, valiente, que ya nació enfebrecida –cuando se descubrió el oro– y que nunca ha bajado de temperatura.

El racismo de Johannesburgo y de Sudáfrica es una versión con letra grande, para miopes. Es el mismo racismo esencial y sistémico que funciona a nivel global, colocado en una vitrina y con anotaciones a pie de página. Colonialismo, esclavitud, racismo. Para el artista, «es increíble que 150 años después del fin del comercio de esclavos trasatlánticos y setenta años después de la independencia de países africanos, el eco del colonialismo sea aún tan fuerte». Solo hay que escarbar la superficie para ver que «por todo el mundo hay fracturas que provienen de aquel periodo».

Además del año de la Covid, 2020 ha sido también el año del #BlackLivesMatter: un clamor masivo, global, contra los poderes que, con distintos mecanismos, no han dejado de asesinar siglo tras siglo George Floyds, Steve Bikos y Patrice Lumumbas; millones de homicidios legalizados, alegalizados o borrados. De las cadenas de los esclavos africanos embarcados al encarcelamiento masivo de afroamericanos que explican Michelle Alexander en el libro El color de la justicia y Ava DuVernay en el documental Enmienda XIII (que se refiere a la enmienda de la Constitución estadounidense que abolió la esclavitud excepto como condena por un crimen, y que se puede ver en Netflix).

Pero en el fondo el movimiento Black Lives Matter «ha situado en primera línea una batalla que se lucha desde hace generaciones» y en la que Kentridge cree que Sudáfrica, va por delante, porque el combate anitapartheid «tenía este mismo sentido» y porque estas «cuestiones centrales, que aparecen y desaparecen, en Sudáfrica siempre han estado claras y en la superficie, articulándose de diferentes maneras». El movimiento estudiantil Rhodes Must Fall y Fees Must Fall (que piden la retirada de símbolos coloniales y exigen descolonizar el conocimiento en la universidad) han sido, por ejemplo, «una manera nueva e intensa de volver a poner el debate sobre la mesa».

Si son luchas que emergen – con mayor o menor impacto– de forma recurrente, si son fenómenos cíclicos, si no es más que la vuelta completa de un círculo vicioso, ¿es realista esperar cambios sustanciales? Me sorprende oírle decir convencido que «no volveremos a ser como antes». A pesar de su don para lo abstracto, y de su afinidad con la ambigüedad, dice que disponer de pruebas de quiénes son las personas poderosas y cómo han operado alrededor del mundo, está generando cambios.

Así que, a pesar de defender que decir que uno es optimista o pesimista es simplemente falso, porque significa «no querer ver una parte de la realidad», Kentridge cree en el cambio. Piensa que «hay algunas asunciones que dejarán de sostenerse» porque «ya no es posible fingir ignorancia de los grandes temas».

Y es que, para Kentridge, desde fuera de Occidente «la imagen de lo que está pasando es muy clara»: durante siglos, Europa ha amasado una fortuna gigantesca que ha permitido construir «infraestructuras fantásticas, una educación magnífica y un buen sistema de seguridad social». Y ahora que un pequeño porcentaje de la población de la cual se extrajo esta riqueza quiere ir a Europa para participar de estos beneficios, se ponen barreras. «Nos lo hemos llevado todo, y ahora le ponemos muros para que nadie se lo lleve ni se acerque», dice separándose por un momento de su origen africano.

Ante el rugido de protesta y de contestación, evidentemente, surge una gran reacción: la de «la extrema derecha y los populistas, que aumentan tanto en Estados Unidos como en Europa». El combate para proteger el privilegio se lucha «desde una activa retaguardia, desde una reacción extrema», y siempre «dirigida a generar los elementos más egoístas y menos generosos de los miembros de esas sociedades».

William Kentridge nació el mismo año que las Black Sash, un movimiento de mujeres blancas que se opuso a las políticas segregacionistas. Y el mismo año en que Winnie Madikizela (más tarde Winnie Mandela) se convirtió, a pesar de las restricciones en la educación, en la primera trabajadora social negra cualificada de todo el país. Hacía siete años que se había instaurado el apartheid, y las prohibiciones y los desplazamientos forzados se hallaban en pleno desarrollo. Madikizela comenzaba a trabajar en Soweto, mientras en Houghton, en la misma casa de jardín exuberante en la que conversamos hoy, los Kentridge mimaban al nuevo bebé.

La Johannesburgo de Sowetos y Houghtons, la de protestas y brutalidad policial, la de trompetas y prolífica creación musical, ha sido siempre el latido y el marco de la obra de Kentridge. La macrociudad, jovencísima pero cargada de memoria, «es una animación en sí misma, que se borra, se desdibuja y se reconstruye a ella misma» y, emulándola con sus famosos dibujos en transformación constante, a Kentridge le ha surgido un arte poliédrico y tan caleidoscópico como su ciudad (que también me he hecho un poco mía y que es también la de Trevor Noah). Y así como la madre del comediante Trevor Noah se saltaba las barreras absurdas creadas por un grupo de hombres blancos alquilando un piso en el centro de la ciudad y educando a un hijo prohibido por ley (Noah era fruto de una relación mixta y, por tanto, nació siendo un crimen), William Kentridge cuestiona las del mundo del arte, navegando entre disciplinas pero también derrocando los peajes de la creación. Su Center for the Less Good Idea (‘Centro para la idea menos buena’) es una incubadora de artistas emergentes, un proyecto colaborativo donde el pensamiento acoge diversas voces.

A Soho y a Felix, el duo de personajes más célebres de Kentridge, les han pasado muchas cosas desde que aparecieron en un sueño, en vísperas de la caída del apartheid. Protagonistas de la serie Drawings for Projection, han sido testimonios animados de los miedos y las esperanzas de Sudáfrica durante más de treinta años. Y han crecido y se han transformado al ritmo de un artista gigantesco que, enfundado en esa camisa blanca manchada, rechaza la idea de conocimiento y desconfía de las certezas, porque ve en cambio «momentos de reconocimiento» en los que «entendemos lo que comprendemos».

Y si bien entiende «el impulso de quienes defienden la amnesia del pasado, porque los recuerdos traumáticos pueden llegar a paralizar», él no es partidario. Porque «sin entender el pasado no podemos entender dónde estamos ahora», y por eso una de las tareas de este estudio es, justamente, la de «condensar la memoria en una forma física».

Es curioso que lo último que fui a ver al cine en Ciudad del Cabo antes de que Sudáfrica entrase en un durísimo confinamiento fueran unas animaciones de Kentridge acompañadas en directo por el pianista Kyle Shepherd y que, justo cuando empezamos a percibir un cierto aroma de normalidad, me encuentre en su estudio, mientras en mi Barcelona natal el CCCB expone su obra para invitar a pensar, justamente, cuál es nuestra posición en esta cámara de ecos donde resuenan los gritos de la desigualdad.

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