Nuestra relación con Marte ha vivido una clara evolución desde finales del siglo XIX. A medida que hemos ido teniendo más información sobre nuestro planeta vecino, su utilización en el mundo del cómic como escenario para aventureros pulp ha dado paso a narraciones sobre el vacío existencial al que nos expone la sociedad y, en última instancia, a su potencial uso como un nuevo hogar en el que establecernos y tener una (¿merecida?) segunda oportunidad. Viñetas cargadas de ciencia ficción pero también de una importante reflexión sobre la naturaleza humana. Con motivo de la exposición «Marte. El espejo rojo» prevista para finales de este año, iremos publicando una serie de artículos sobre este planeta, porque pensar en Marte es, al fin y al cabo, pensar en la Tierra.
En poco más de un siglo, el planeta Marte ha pasado de tener grabado «hic sunt dracones» sobre su superficie a ser un posible destino turístico y una alternativa remota para acoger los restos de una raza abocada a la extinción. Parece que nuestra relación con el planeta rojo ha ganado en confianza a medida que hemos ido conociendo más detalles sobre su atmósfera o su capacidad de terraformación. Los misterios van desapareciendo, o, como mínimo, se transforman en otros más terrenales. Y nuestras ficciones así lo han demostrado a lo largo de los años.
En concreto, la narrativa de ciencia ficción se ha dado un atracón de marcianadas desde que a finales del siglo XIX se especulara con la existencia de vida en nuestro planeta vecino. Probablemente el ejemplo más paradigmático se encuentre en la novela de 1898 La guerra de los mundos, de H. G. Wells, pero muchos otros medios han dado cuenta de ese punto rojo en el cielo. Entre ellos, el cómic, un formato que se hallaba en plena eclosión de su etapa moderna y, con ello, su irrupción en la prensa de masas.
Pulp y tiras dominicales
La voracidad colonialista y las exploraciones de distinta índole constataban una realidad cada vez más obvia: al ser humano le quedaban pocos recovecos que explorar en tierra firme. Nuestro mapamundi era cada vez más preciso, así que nos animamos a mapear otros lugares, otros mundos. Y fue precisamente a raíz de la elaboración de las cartografías marcianas cada vez más refinadas de finales del siglo XIX cuando se produjeron dos observaciones (ambas erróneas, por cierto) que catapultarían nuestra imaginación hasta la atmósfera de tan inhóspito planeta. Por un lado se afirmó que Marte tenía agua en su superficie. Por el otro, que el planeta contaba con una red de canales artificiales, ergo alguien los había construido, ergo había vida en Marte.
Las tiras semanales de los periódicos se vieron pobladas por un amplio surtido de intrépidos aventureros que decidían viajar hasta el planeta rojo para encontrarse con criaturas extraterrestres o misterios insondables. En la tira norteamericana Connie –conocida en España como María Cortés y la Dra. Alden–, una protagonista inspirada en las heroínas pulp de los años veinte era requerida por sabios venusianos para explorar los extraños canales de Marte. Allí se topaba con seres telépatas, asesinos revolucionarios, hombres pez, hombres pájaro y fieras monstruosas, pero tanto exotismo no dejaba de reflejar unos conflictos sumamente cotidianos para el terrícola de a pie. Connie seguía de esa forma la senda iniciada por los Buck Rogers, Flash Gordon y compañía. (Un Flash Gordon al que, por cierto, en una de sus películas modificarían su destino original por el de Marte para así aprovechar el tirón del éxito de un programa radiofónico que, a finales de los años treinta, revolucionaría la historia de este medio de comunicación. Nos referimos, por supuesto, a la retransmisión de La guerra de los mundos de Orson Welles.)
John Carter sería otro de los grandes aventureros encargados de pisar Marte –en este caso, mediante proyección astral– para impartir una justicia con tintes muy terráqueos. Lo que empezó siendo en los años cuarenta una adaptación de las historias del personaje de Edgar Rice Burroughs, acabó convirtiéndose con el paso de los años en una presencia intermitente en distintas series protagonizadas por él mismo, o bien haciendo cameos en cómics como, por ejemplo, Tarzán en los años cincuenta.
En esa década se llevan a cabo distintas incursiones en el arte secuencial que modifican el tono predominante de «héroe humano arregla los problemas marcianos». El número 9 de Weird Fantasy incluía en 1951 el relato «Spawn of Mars», de Wallace Wood, una de las primeras historias sobre ladrones de cuerpos con embarazo interespecie incluido. El número 255 de Detective Comics presentaba por primera vez a Martian Manhunter, el primer héroe que transitó el camino inverso entre los dos planetas. Nuestro detective marciano era alto, verde y calvo, además de telépata, cambiaformas y (por ponerle algún defecto) muy sensible al fuego. Y no podemos olvidar mencionar la potra de Jack Kirby, que en 1958 describió en The Face on Mars el hallazgo por parte de un grupo de exploradores de una estructura artificial con forma de rostro en la superficie marciana. En efecto, esa misma pareidolia que en los años setenta traería de cabeza a toda una generación de conspiranoicos tras el descubrimiento por parte de la NASA de un accidente geográfico muy parecido.
Vacío existencial y colonialismo interplanetario
A medida que Marte iba siendo explorado desde nuestros telescopios sin que ningún vecino marciano se asomara a saludar, la visión de aquel espacio enigmático fue dando paso a un planeta vacío que, como un lienzo en blanco, nos servía para retratar la psique humana. Y si Marte tenía que ser un terreno desértico e inhóspito, perfecto; a nuestros autores ya les iba bien. Que se lo digan a Alan Moore, que empleó aquellos páramos infinitos para el retiro espiritual del Dr Manhattan en Watchmen. El superhéroe se alejaba con esa solución del incesante ruido de una humanidad en continua disputa y con la Guerra Fría como telón de fondo. De la paranoia anticomunista también sería reflejo Commies from Mars, aunque con un enfoque mucho más cercano a la sátira y al cachondeo más gamberro. Esta colección, coordinada por Ted Boxwell, se encargó de reunir a muchos de los mejores artistas underground de la época para crear distintas narraciones breves cuya premisa fuera siempre la misma: la presencia de invasores comunistas venidos de Marte.
Y entonces dimos el primer paso sobre la superficie marciana, aunque lo hiciéramos con un pie –o rueda– robotizado. Los prometedores avances tecnológicos que ha traído el siglo XXI y la posibilidad cada vez más cercana de realizar un viaje tripulado a Marte han sido el catalizador de muchas historias de ciencia ficción a lo largo de las últimas décadas. Ese es el punto de partida de obras como Aria, manga de ciencia ficción fantástica de Kozue Amano donde se cuenta que hemos logrado terraformar Marte y convertirla en un planeta casi completamente cubierto por océanos y cuya principal ciudad se llama Neo-Venecia. Siguiendo la senda del manga encontramos Terra Formars, una historia sobre una expedición de la U-NASA enviada al planeta rojo para enfrentarse a una raza de cucarachas gigantes a la que hacer morder el polvo colorado. Pero si de lo que se trata es de seleccionar una obra que conjugue virtuosismo formal y maestría narrativa, estamos obligados a hablar de Chris Ware y «The Seeing-Eye Dogs of Mars». Este relato dentro de otro relato que forma parte del Acme Novelty Library #19 construye un subyugante drama doméstico disfrazado de epopeya marciana. Una historia con múltiples e inagotables lecturas –como todas las de Ware– que convierte al planeta Marte en una perfecta alegoría de la soledad y el aislamiento. Porque ese puntito brillante en el cielo que apenas sabemos distinguir del resto de estrellas nunca ha dejado de ser eso: la metáfora de un mundo posible. Un símbolo de la otredad y, por eso mismo, de nuestra propia naturaleza. Un espejo en el que mirarnos y descubrir que tal vez no nos gusta lo que vemos. Y a ver quién es el guapo que mira primero…
Deja un comentario