Una utopía rodeada de basura

Las grandes corporaciones se han apoderado de Internet y, en su búsqueda de la rentabilidad, han degradado sus usos.

Estadounidenses de origen japonés tiran basura..Oregon, 1942

Estadounidenses de origen japonés tiran basura. Oregon, 1942 | Russell Lee, Library of Congress | Dominio público

Internet ha dejado de ser divertido. La creciente monetización de la red ha supuesto el deterioro de sus espacios y contenidos. Nos preguntamos cómo hemos llegado aquí y qué salidas se nos ofrecen para recuperar la utopía que fue Internet.

La frase «todo tiempo pasado fue mejor» suele destilar cierto aire conservador, pero aplicada a la Internet de hoy tiene mucho sentido. Cualquiera que haya navegado en las primeras épocas de la World Wide Web sabe que la experiencia de los últimos años es muy diferente… y bastante peor en la mayoría de los casos. Es un razonamiento contraintuitivo si tenemos en cuenta los avances tecnológicos (que nos permiten realizar muchas más cosas online que entonces), pero cobra sentido si miramos el asunto con detenimiento.

En los últimos años, Internet se ha llenado de contenido patrocinado, por lo general producido de forma automatizada en base a términos clave o creado a partir de alguna tendencia popular. Si uno busca alguna información en Google, por ejemplo, lo más habitual es que los primeros resultados estén reservados para los Ads, que casi nunca responden a nuestra consulta, y más abajo aparecen sitios cuyos titulares parecieran atender a lo que nos interesa, pero después de hacer clic y de scrollear párrafos y párrafos de contenido redundante, escritos para satisfacer designios algorítmicos, finalmente nunca muestra lo que prometía.

Peor aún, hay ocasiones en que las páginas promocionadas esconden scams, clones de sitios oficiales de bancos, ticketeras o tarjetas de crédito que buscan robar nuestros datos personales.

En las redes sociales, grandes catedrales de la Web 2.0, la cosa no anda mejor. Desde su adquisición por parte de Elon Musk, Twitter no sólo cambió de nombre, sino que se ha vuelto una suerte de salvaje Oeste digital donde cualquiera puede propagar desinformación o discursos de odio sin recibir represalias por parte de la plataforma. Ocurre más bien lo contrario: para lograr mayor visibilidad y relevancia, muchos usuarios publican ideas escandalosas con el objetivo de envalentonar a sus pares y triggerear a detractores. Si a eso le sumamos la nueva política de Musk con respecto a usuarios premium (obtener el blue check y un mayor alcance de las publicaciones a partir de una suscripción mensual), lograr engagement, por buenos o malos motivos, resulta tentador desde una óptica económica, porque regresa en forma de dinero.

En pocas palabras: decir barbaridades se ha vuelto un negocio en la web actual.

Instagram y Facebook se mueven en una dirección similar desde hace tiempo. Enfocadas cada vez más a imponer publicidades o temas populares en los feeds, aun cuando el usuario no siga cuentas vinculadas con ellos, las redes de Meta se han vuelto una sombra de lo que fueron en sus inicios. Peor aún, el boom de la IA generativa puede ayudar a estos propósitos, como en el caso de las imágenes creadas con algún software para generar engagement farming, altos niveles de interacción a partir de fotografías falsas.

Tanto en el caso de X como en estos últimos, el algoritmo ordena las directivas, a veces justificadas en nombre de una elástica y opinable libertad de expresión.

¿Qué está ocurriendo con Internet? Entre otras cosas, que las grandes empresas del mundo online necesitan rediseñar sus modelos de negocio. La encrucijada pareciera ubicarse a medio camino entre el dinero y la manipulación: o se paga un precio por el contenido de calidad (suscripciones a plataformas, paywalls en los sitios informativos) o se mantiene la gratuidad a costa de nuestra atención, cada vez más alterada por material sensacionalista y perecedero. Deberíamos haberlo intuido hace años, al crear nuestra cuenta en Facebook, cuando su homepage decía: «Es gratis (y lo seguirá siendo)». El negocio era nuestro tiempo.

El escritor y activista Cory Doctorow creó un término para describir esta etapa de Internet, enshittification, que explica el proceso de deterioro de una forma tan clara que incluso fue elegida «palabra de 2023» por la American Dialect Society. El concepto, acuñado en noviembre de 2022, alude a un ciclo que atraviesa a las plataformas, con una primera etapa atractiva para los usuarios, que arman allí una comunidad y crean contenidos; luego una segunda etapa que seduce a los anunciantes, incluso a costa de empeorar la experiencia del usuario; y una tercera fase en la que se perjudica tanto a clientes como a usuarios y en la que la plataforma se queda con lo valioso, que son nuestros datos.

A la manera de una coda, finalmente llega su muerte, promovida por accionistas que reclaman los retornos de sus inversiones y que, al no ver resultados auspiciosos, se bajan del barco. Es un proceso similar al de una ciudad fantasma: sus lugareños la van abandonando al no quedar nada de lo que la volvía atractiva y habitable.

Si bien el neologismo enshittification alude al mundo de las plataformas digitales (desde las redes sociales hasta servicios de streaming y de e-commerce), también es aplicable a otras industrias, como el periodismo, que hoy intenta sobrevivir en la web tras una etapa maximalista que apelaba a una superabundancia de contenidos de baja calidad, adicto al clickbait, con la intención de cazar usuarios de los servicios de Meta y Alphabet. Todas ellas estrategias de supervivencia que, sin embargo, dilapidaron el prestigio de los medios de comunicación, incluso de los más serios.

La novela Contenido (2023), de Carlo Padial, refleja ese momento de enshittificación a través de un colaborador de Zenfire, un medio dirigido a la generación millennial y enfocado en los contenidos en vídeo, que funciona con una lógica más parecida a una startup que a una redacción tradicional, y que es llevado adelante por Israel de la Plata, un CEO de conductas extravagantes. Después de obtener millones de views con sus productos audiovisuales, el sitio pierde casi todo su capital (simbólico y económico) por un cambio en el algoritmo de Facebook, hasta entonces su mayor aliado, que optó por que a los usuarios les aparecieran menos noticias de medios en sus feeds y más contenido de usuarios comunes. «Lo importante era vivir en una novedad permanente. Israel era la personificación humana de Internet y estaba ávido de novedades», dice en un momento determinado el narrador acerca de la cabeza de Zenfire, un buen resumen de cómo están las cosas en la web de hoy: todo tiene que ser nuevo y de consumo rápido.

Una de las consecuencias de esta fase de Internet es que aquellos que crecieron usándola de otro modo, uno más orientado a descubrir cosas interesantes que al mero entretenimiento pasatista, ya no encuentran muchos motivos para defenderla, preocupados por su presente de contenidos fugaces.

«¿Recuerdas cuando te divertías en Internet? Significaba entrar por casualidad a un sitio web que nunca imaginaste que existía, recibir un meme que no habías visto antes regurgitado una docena de veces, y tal vez incluso jugar a un videojuego en tu navegador. Estas experiencias no parecen tan fáciles de obtener ahora como hace una década», escribió el periodista Kyle Chayka el pasado octubre en The New Yorker, en una columna cuyo título parecía describir el estado de ánimo de la época: Por qué Internet ya no es divertida. «En gran medida, esto se debe a que un puñado de redes sociales gigantes se apoderaron del espacio abierto de Internet, centralizando y homogeneizando nuestras experiencias a través de sus propios sistemas opacos y cambiantes de clasificación de contenidos».

A comienzos de este año, Doctorow publicó un nuevo ensayo en el Financial Times en el que describe cómo se está profundizando el problema, al punto de ingresar en un «Enshittoceno» (la traducción al español es un poco problemática) porque a las iniciativas independientes les resulta cada vez más difícil destacarse o dar batalla frente a los gigantes. «La mayor parte de nuestra economía global está dominada por cinco o menos empresas globales. Si las empresas más pequeñas se niegan a venderse a estos cárteles, los gigantes tienen vía libre para burlar aún más la ley de competencia, con “precios predatorios” que impiden que un rival independiente gane terreno», analiza el activista.

Llegados a este punto, cabe preguntarse si hay salida posible de este laberinto. Una de ellas podría ser escapar por arriba: borrar nuestros perfiles en redes sociales y dejar de lado la tiranía de los smartphones. Sin embargo, la desconexión digital es un privilegio que muy pocas personas pueden afrontar, porque mucha gente depende de las grandes plataformas para subsistir, sea en la venta de productos o servicios a través de redes sociales o en la visibilización de su negocio en apps de geolocalización.

Como señaló la filósofa y videoensayista Alba Lafarga en este mismo espacio, «la capitalización de la desconexión y el minimalismo nos señalan que el derecho a la desconexión no está reconocido para todo el mundo y queda patente que para mucha gente es más bien un privilegio. En verdad, nos venden la desconexión como una pausa necesaria para recargar las pilas antes de volver al sistema; simples herramientas al servicio de la productividad que nunca supondrán una solución al problema de base, que es el de la economía de la atención».

Otros autores hablan del Fediverso, basado en software libre, en referencia a una federación abierta de servidores que permite publicar contenido en la web, tanto para sitios como para redes sociales, sin importar qué implementación particular del software esté ejecutando cada servidor. Bluesky o Mastodon son ejemplos de redes sociales que pueden conectarse al Fediverso, pero hoy no tienen la misma popularidad que X, por ejemplo, lo cual deja en evidencia que las plataformas más populares tienen su capital social en sus respectivas comunidades.

Una Internet descentralizada, como la que promueve la Web3, podría ser otra de las posibles soluciones al problema. Al escuchar o leer palabras como blockchain (la tecnología en la que se basa esta nueva World Wide Web), tokens o criptomonedas, a muchas personas se les encienden las alarmas, porque se han usado como vehículo de estafas en nombre de la innovación. En su libro Read Write Own (publicado en 2024, aún sin traducción al castellano), el programador e inversionista Chris Dixon defiende la Web3 como la mejor manera de restablecer una Internet abierta y democrática, y hace una diferenciación entre la «cultura de la computadora» (que defiende estos principios) y la «cultura casino» (la que vende dinero fácil y soluciones mágicas por parte de oportunistas y falsos gurúes de las finanzas). La Web3, sin embargo, no ha superado de momento la barrera de la promesa, al menos no de forma masiva.

Frente al actual escenario de dominio por parte de las plataformas, el paso más prudente es permanecer alerta, ser conscientes de la situación y pensar maneras creativas de habitar un terreno al que llenaron de basura muy rentable. Es un primer paso en esta batalla desigual.

Este articulo tiene reservados todos los derechos de autoría

Ver comentarios0

Deja un comentario

Una utopía rodeada de basura