Una lloradita y a seguir

No podemos culpar a las redes sociales de nuestros malestares sin entender las dinámicas sociales que hay detrás de su uso.

Un grupo de personas empujando un coche atascado en el barro. 1938, Horodenka

Un grupo de personas empujando un coche atascado en el barro. 1938, Horodenka | Narodowe Archiwum Cyfrowe | Dominio público

Cada vez aparecen más discursos que señalan las redes sociales como el origen de todos los males. Estos planteamientos simplistas acaban otorgando un poder absoluto a estas plataformas y negando nuestra agencia para transformar la realidad. Así pues, la solución no pasa por la desconexión individual, sino por cambiar nuestra relación con la tecnología desde una mirada colectiva. Publicamos, por cortesía de Descontrol, un fragmento del libro de Proyecto UNA, La viralidad del mal.

El capitalismo produce tristeza y es de ella que obtiene su plusvalía la tecnología.
Marcus Gilroy-Ware

El tiempo que pasamos mirando las pantallas no afecta más a nuestro malestar que la cantidad de patatas que comemos. Es una de las conclusiones a las que han llegado los académicos Andrew Przybylski y Amy Orben después de llevar a cabo uno de los estudios más completos sobre el impacto del uso de pantallas entre los jóvenes. En dicho estudio se determinaba que el tiempo en redes sociales solo explicaba de manera inequívoca que alrededor del 0,4% de los síntomas depresivos en adolescentes, un factor irrelevante en comparación con desayunar bien o tener un descanso nocturno adecuado. En otro estudio, esta vez junto a Matti Vuorre, comparaban la implantación de internet entre la población de más de ciento cincuenta países durante los últimos años y no observaron vínculo alguno con los cambios en las tendencias de los trastornos psicológicos.

No todos los estudios son tan optimistas en sus resultados, aunque pocos han sido tan complejos como estos. «El problema es que puedes analizar los mismos datos y llegar a resultados completamente diferentes», señalaba Przybylski respecto a sus investigaciones. Todo depende de la intencionalidad que se otorgue a según qué factores. Por ejemplo, en un informe de UNICEF sobre el mismo tema se resaltaba que una inmensa mayoría de los jóvenes relacionaban internet sobre todo con emociones positivas. Al mismo tiempo, también sentenciaba que quienes hacían un uso problemático de estas tecnologías presentaban una tasa de depresión asociada tres veces  más elevada que la del resto. ¿Cómo pueden coexistir conclusiones tan contradictorias y a la vez tan absolutas?

La cuestión subyacente es que no se puede establecer una causa-efecto entre el uso de una tecnología y la adicción, la depresión u otros trastornos. Esto no significa que no estén relacionados. Las publicaciones y titulares escandalosos se aprovechan de esta relación , escudándose en términos como «vinculado a», «asociado con» y «aumento de los casos de». Por ejemplo, las luces del móvil apuntando directamente a nuestro rostro son desaconsejables por la noche, pero son los problemas de sueño los que influirán en nuestro malestar, no el dispositivo per se. La clave consiste en pensar los problemas psicológicos relacionados con las redes desde la comorbilidad, es decir, dolencias que van de la mano y que a veces incluso se explican mutuamente. ¿Qué quiere decir esto? Pues que nadie sufre depresión por pasar demasiado tiempo en internet, sino que la depresión puede ser un factor que nos empuje a pasar un tiempo excesivo en las redes. A esto le añadimos que la arquitectura de las plataformas comerciales y su capacidad de retenernos en ellas no nos ayuda a hacer frente a nuestros problemas de salud mental. Al contrario, puede exacerbarlos, como ya hemos mencionado antes y saben muy bien los dueños de esas plataformas.

Las redes sociales, en caso de que queremos usarlas para aislarnos de nuestro contexto vital o para bloquear un malestar, funcionan como una estrategia de evitación perfecta. Nos empujan a distraernos y a no pensar en nuestros conflictos. Esto puede suponer un problema leve (no permitirnos el aburrimiento o desatender nuestras tareas) o grave (no afrontar conflictos o sentimientos de ansiedad y angustia). En realidad, cualquier hobby puede servir como estrategia de evitación, pero las plataformas comerciales, por su propio objetivo de mantener nuestra atención para extraer datos, cumplen a la maravilla con esta función. Esto se observa perfectamente en lo que llamamos doomscrolling, término que se puso de moda durante la pandemia y que nos remite a esa sensación de hallarnos en un callejón sin salida en el que no abandonamos el feed de nuestra red social, pero tampoco esperamos nada nuevo ni emocionante. También cabría pensar si la avalancha de contenido que nos arrojan  nos priva de un tiempo de inactividad cognitivo, es decir, si el hecho de no poder aburrirnos puede afectar nuestra creatividad o nuestros procesos mentales. Pero eso ya lo dejamos para otro libro.

En cualquier caso, es importante no plantearnos estas cuestiones desde el paternalismo ni el desprecio, sino hacernos preguntas complejas para comprender la envergadura del fenómeno y no simplificarlo a «las redes causan este problema». En las redes hay odio, acoso y desencadenantes de la dismorfia corporal, pero las raíces de todos esos males son el individualismo, la competitividad, el odio al diferente, los cánones de belleza o las exigencias patriarcales. Internet o los móviles son, a lo sumo, catalizadores. Durante la pandemia, el uso de las pantallas y los diagnósticos depresivos o de ansiedad crecieron en paralelo. Pero echarle la culpa únicamente a que pasáramos más tiempo en línea, sin tener en cuenta todos los factores asociados a la situación extrema que vivimos, sería faltarle a la verdad. La soledad, el paro, la precariedad o la falta de perspectivas futuras también afectan a nuestro estado mental. Internet, al posibilitar la comunicación con nuestros seres queridos durante el confinamiento, más bien nos salvó la vida.

La receta pasa por evitar el determinismo tecnológico. Si consideramos que una tecnología siempre va a implicar consecuencias ineludibles, negamos toda agencia humana y capacidad de cambio. En su lugar, pensemos en el diseño y en las decisiones que hay detrás de cada máquina para entender qué podemos esperar de ella y cuál es nuestro margen de maniobra . El poder informático es el poder del hackeo, el de estudiar los códigos de una tecnología para entenderla, abrirla y utilizarla como no debe hacerse para conseguir resultados imprevistos. Al fin y al cabo, nada les viene mejor a los oligarcas digitales que escuchar que su tecnología es imparable y que tienen la posibilidad de controlar y de secuestrar nuestras mentes. Eso es lo que quieren oír sus acreedores y la gente a la que venden espacios publicitarios.

Cory Doctorow advertía que «damos por supuesto que si los anunciantes compran lo que las grandes tecnologías venden, deben estar vendiendo algo real. Tanto defensores como opositores del capitalismo de vigilancia han asegurado que si se recopilan suficientes datos, se podrán realizar actos mágicos de control mental». Pero el Big Tech no vende control mental. Ya le gustaría. Como mucho, vende persuasión y engaño. La ilusión de poder predecir nuestro comportamiento y convencernos de hacer algo (adquirir un artículo, votar un partido, etc.) es el producto estrella de estas empresas. Los medios les han comprado esta historia de manipulación todopoderosa, lo cual no deja de ser exactamente lo que más les favorece. Exageran incluso el determinismo tecnológico y nos conducen de cabeza a la mistificación. Existen medios y reporteros que han puesto en entredicho esta retórica tremendista, pero, por desgracia, no abundan.

En vez de infantilizar a la audiencia y de promover visiones de omnipotencia algorítmica, es más provechoso entender que ciertas tecnologías provocan o predisponen a ciertos comportamientos a los que ya tendíamos. Pero en ningún caso pueden obligarnos a llevarlos a cabo. De hecho, como escribe Marcus Gilroy-Ware: «Todas las empresas de redes sociales saben que, así como los usuarios son libres de empezar a utilizar su software, también son teóricamente libres de dejar de hacerlo. ¿Por qué no lo hacen? […] Haríamos bien en preguntarnos qué hay en nosotros que nos hace usar compulsivamente una determinada tecnología». En su libro Filling the Void (2017) sugiere que nuestro uso de las redes es esencialmente emocional y hedonista. A fin de cuentas, es una respuesta coherente a cómo el capitalismo nos impulsa a comportarnos. La cuestión no es solo por qué seguimos utilizando las redes, sino cómo podríamos resistir su poder de atracción. Google o Facebook se han convertido en espacios en los que tenemos amistades y amores, esas corporaciones lo saben y lo explotan de todas las formas posibles para que participemos de ellas.

Si un extremo del asunto es el determinismo tecnológico que nos sitúa como marionetas o víctimas indefensas y carentes de voluntad, el otro lo encarna el individualismo. Llamar a alguien la atención  por un uso excesivo de redes está bien a nivel personal, pero no podemos culpabilizar a todo el mundo por hacer exactamente aquello para lo que las plataformas están diseñadas. Gilroy-Ware recordaba que «la responsabilidad individual es el coto sagrado de la economía, la justicia y la ética modernas», y señalaba que «la relación compulsiva y altamente dependiente que muchas personas han desarrollado con las redes sociales, si bien no debe ser juzgada ni despreciada, necesita ser bien comprendida para mejorarla. Lo que este uso dice sobre nuestros estados mentales y nuestras sociedades no es tanto una lección sobre tecnología como sobre la sociedad y la subjetividad humana».

Para ello debemos dejar de considerar las redes sociales como algo separado de nuestra existencia, algo inherentemente tóxico, dicotómico y de lo que debemos alejarnos para conservar una buena salud o «desconectarnos para volver a conectar mejor». Sancionar y patologizar a quienes llevan a cabo comportamientos «desviados» es absurdo, porque todo el mundo forma parte de la estructura social, psicológica, política y económica que construye y es construida por el internet comercial. Podemos mejorar nuestra salud y nuestro vínculo con las redes cambiando nuestros hábitos, tomando decisiones conscientes sobre nuestras rutinas y no dejándonos llevar por la inercia. Pero las decisiones individuales no bastan. Hace falta una reestructuración radical de nuestro entorno en todos sus ámbitos (laboral, educativo, institucional e incluso familiar). Conseguir que el beneficio económico inmediato revista una menor importancia y que nos preocupe más el bien común a largo plazo. Y para ello es necesaria la acción colectiva.

No todo el mundo puede dejar de contestar correos electrónicos, apagar el móvil o criar a sus hijos lejos de las pantallas, como alardean algunos de los millonarios de Silicon Valley. En Ayuno digital (2023), Sergi Onorato proponía cambiar la perspectiva de la autoayuda individual y las depuraciones digitales, y empezar a hablar de una huelga colectiva en este ámbito. Si queremos cambiar nuestra situación, hay que ver más allá de lo que nos ofrece el Big Tech, modificar radicalmente nuestra existencia online y empezar a construir la relación que queremos tener con la tecnología priorizando nuestras necesidades en común.

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