Un mundo sin nostalgia

¿Qué ocurre cuando el pasado nunca termina de desaparecer, sino que se recicla a través de nuevas formas?

Una chica junto a una papelera durante una campaña de limpieza. La Haya, 1961

Una chica junto a una papelera durante una campaña de limpieza. La Haya, 1961 | Nationaal Archief | Dominio público

La industria del entretenimiento ha acabado con los finales. Sus estrategias para vender más fomentan un reciclaje de contenidos que impide que terminen o caduquen. Cuando todo está siempre ante nosotros, ¿cómo es posible la nostalgia?

Una vez que terminó la cuarta canción de su playlist personalizada, DJ Livi, la Inteligencia Artificial de Spotify, me informó con su voz amable: «Bien, regresemos por un rato a 2021. Este es un mix de lo que escuchaste ese año». A continuación, efectivamente, comenzaron a sonar canciones que había oído con bastante frecuencia hace unos años, piezas musicales que recordaba bien pero a las que llevaba algún tiempo sin dar al play: me traían al presente un pasado cercano, demasiado reciente como para producir un efecto nostálgico. No había melancolía ni sensación de pérdida en esa evocación. Se trataba más bien de un recuerdo apenas borroso, como el estampado de una remera después de varios lavados.

Si entendemos por nostalgia la emoción que experimentamos cuando el pasado reaparece brevemente en el presente, ¿cómo podríamos definir los efectos que promueve esta función de Spotify en particular y la cultura del siglo XXI en general? ¿Qué ocurre cuando el pasado nunca termina de desaparecer, sino que se recicla a través de nuevas formas? El crítico estadounidense Grafton Tanner lo llama «porsiemprismo» (foreverism), que es una manera de establecer que la digitalización de las últimas décadas (los recuerdos, las obras de arte, el conocimiento) impulsa una idea de presente continuo, sin posibilidad de final. Y desde allí plantea un interrogante para pensar la época: ¿es posible la añoranza si todo está ante nosotros de forma permanente?

Si en la segunda mitad del siglo XX publicistas y productores comenzaron a considerar la nostalgia como una estrategia de márquetin efectiva (recordad a Don Draper y su pitch sobre el proyector de diapositivas), en los últimos años la industria del entretenimiento parece haber optado por un objetivo más ambicioso: evitar directamente la desaparición de las cosas para que la rueda nunca se detenga. Cabe preguntarse qué diferenciaría esta actitud de, pongamos por caso, la enésima edición de un clásico de la literatura que lleva siglos siendo leído a través de sus sucesivas reimpresiones. La respuesta está en su reciclado. En Porsiemprismo, Tanner diferencia entre la preservación, la restauración y el hecho de porsiemprizar algo. Lo ejemplifica con una banda de rock legendaria. En ese caso, preservar su legado sería mantener en condiciones óptimas sus grabaciones de estudio. La restauración de su obra, por otra parte, equivaldría al hecho de mejorar ese material original a través de técnicas más actuales, como una nueva mezcla de audio o una remasterización para que suene lo más nítida posible, pero siempre con la intención de mantener el espíritu original.

La porsiemprización, en cambio, intenta renovar ese legado a través de distintas estrategias. Por ejemplo, giras mundiales con integrantes nuevos en reemplazo de algunos de los originales, documentales, espectáculos musicales inspirados en la agrupación o álbumes de remixes a cargo de artistas más jóvenes, que ofrecen una relectura actualizada de los tiempos que corren. Es una actitud que fomenta un continuum de contenido, apto para todas las edades, tanto para los que vivieron la época de esplendor del artista como para las nuevas generaciones. Una industria que siempre encuentra maneras de vendernos algo.

Esto también se percibe de forma clara en las grandes sagas cinematográficas o en los multiversos de superhéroes. Gracias a un éxito inicial cada vez más lejano, pero sobre todo gracias a su legión de fanáticos, universos como los de Star Wars o los de los personajes de Marvel se expanden a través de películas y series nuevas, que a su vez se retroalimentan con debates en redes sociales, pódcast y vídeos de aficionados, lo que hace que estar al día con esas narrativas ensanchadas resulte abrumador, solo apto para expertos. Esto genera un espectador ansioso y semiinformado, que consume esta clase de productos no como una obra, sino como contenido. «El contenido no tiene fin. Es consumible pero inagotable. Las producciones de Marvel son como el scroll infinito: las películas se ven en un flujo constante, que siempre se está reabasteciendo a sí mismo sin fin. La ironía es que el contenido se consume con facilidad, pero se olvida rápidamente», escribe Tanner en su libro.

Esta última idea lleva algún tiempo debatiéndose, al menos desde que la web permite un consumo virtualmente ilimitado de obras. Si bien internet permitió a millones de personas acceder a material que en otras épocas resultaba casi imposible (fuera por costes o por problemas de distribución), su contracara planteaba un acercamiento más débil y descontextualizado. Ya en 2011, el crítico musical Simon Reynolds señalaba que ese consumo omnívoro de información cultural, al que denominó «xenomanía», podría tener efectos adormecedores: «[…] El caso parece ser que los estilos mestizos de gestación lenta propios de la era analógica (el reggae, por ejemplo, que surge como una forma rítmicamente invertida del R&B de Nueva Orleans) tienen más poder de permanencia y fecundidad que los híbridos cut & paste de la era digital». La cuestión es cómo aquello se ha profundizado en otras aristas de la vida digital y, en ese sentido, no es inocente ni casual la comparativa de Tanner con la forma en que usamos las redes sociales, ya que esa actitud indiferente (ese «scroll infinito») también parece regir los vínculos sociales de la época. Hasta hace algún tiempo, podíamos conocer a una persona, entablar una relación más o menos profunda, pero cuando ese lazo se terminaba o se iba apagando por diversos motivos, generalmente no volvíamos a saber de ella. Hoy es habitual que interactuemos con la gente a través de las plataformas digitales, inclusive con aquellas que conocimos apenas una vez en la vida real. Eso hace que ese vínculo nunca desaparezca del todo, porque incluso cuando hemos terminado una relación duradera, sea sentimental o laboral, está la posibilidad de husmear esa vida ajena a través de sus perfiles en redes sociales. Como ocurre con las obras culturales, al no haber un final, se imposibilita la nostalgia.

Los finales, sean de una relación o de un relato, son fundamentales para cualquier historia, porque son los que dotan de sentido a una experiencia, habilitan una reflexión que surge después de determinado tiempo. «Para poder apreciar el pasado, tenemos que formar recuerdos, y para que eso suceda quizá sea necesario cortar algunos lazos», plantea Tanner.

Esta narración persistente es uno de los motores de la fase actual del capitalismo. A la caducidad de una franquicia exitosa le espera una secuela, una precuela, un spin off o un reboot, de la misma forma que el destino de un objeto será su nueva versión o una actualización de su sistema operativo: la máquina debe seguir funcionando, tiene que crear nuevas necesidades de consumo.

Ahora volvamos a Livi, la DJ virtual que conoce nuestro historial como oyentes. Hay algo en esa función que remite a Samantha, el sistema operativo que entabla una relación con el protagonista de Her (Spike Jonze, 2013), y no solo por la voz femenina: tanto una como otra generan la ilusión de saber cosas íntimas, un efecto producido por su fuente de conocimiento, que en ambos casos es el historial de nuestra vida en las pantallas.

La manera en que Spotify promueve artistas y canciones en su plataforma es otra representación del escenario porsiemprista, incluso más que otras plataformas de música. Al estudiar en detalle su evolución como modelo de negocio se puede percibir cómo ha ido moldeando no solo los gustos de sus usuarios, sino de toda la industria musical. Lo que empezó como el sueño de todo melómano −poder escuchar casi cualquier disco en cuestión de segundos−, con el tiempo se volvió una máquina predictiva alimentada por una gigantesca base de datos (1 de cada 12 personas en el mundo son usuarios activos).

A nadie sorprende a estas alturas que Spotify promocione sus propios productos, como sus pódcast, playlists y los mixes que arma su algoritmo, o que en su interfaz sea cada vez más difícil encontrar álbumes. Pero las consecuencias de esas políticas son todavía impredecibles, incluso cuando ya se pueden percibir cambios tanto para oyentes como para artistas.

En su libro Mood Machine: The Rise of Spotify and the Costs of the Perfect Playlist, la periodista Liz Pelly investiga cómo se produjeron estos cambios en la plataforma y qué puede deparar el hecho de que las personas continúen dependiendo de ella para el consumo de música. «Durante sus primeras dos décadas de existencia, a medida que Spotify pasó de la creación de playlists internas a su siguiente paso como motor de personalización, se preocupó cada vez más por moldear el comportamiento de los usuarios en la plataforma; es decir, influir en los hábitos de escucha, porque Spotify se beneficia cuando reproducimos contenido que le resulta más barato», afirma.

Luego añade: «Internamente, la empresa analiza una métrica llamada “cuota de reproducción programada” (el porcentaje de escucha total influenciado por sus recomendaciones) y pretende aumentar esa métrica. Esto debería preocupar a los oyentes por razones que van más allá de los gustos personales y la experiencia del usuario: cuestiones de poder y trabajo. El objetivo es engancharnos como usuarios, por supuesto, pero también desviar la cuota de reproducción total hacia ofertas con descuento: obras que han sido licenciadas a Spotify a un precio menor, tanto a través de su programa de artistas fantasma como de sus prácticas algorítmicas similares a las de los sobornos».

Aquí entra en escena la gran tecnología de estos tiempos, la Inteligencia Artificial. Con su abanico de posibilidades, juega un papel muy importante en esta clase de plataformas. Primero, en forma de algoritmo que se adapta a nuestros consumos, pero también con la posibilidad de generar música por su cuenta. Si la digitalización de los archivos, sumada a la revolución P2P, habilitó la circulación de obras grabadas de forma prácticamente gratuita, esta nueva fase podría poner en jaque a los artistas más que a la industria: ¿qué ocurriría si tanto sellos discográficos como plataformas de música tomaran la decisión de prescindir de los músicos? Ya existen herramientas que permiten crear piezas musicales a partir de prompts, por lo que ese futuro no suena descabellado ni distópico, al menos si la música −o la industria audiovisual− sigue funcionando como un bien de consumo.

Este tipo de contenidos generados de forma autónoma, con la única intervención humana de una orden, refuerzan esta dinámica cultural, en la que el contexto de una obra parece importar cada vez menos, donde las narrativas tradicionales, con todo su peso histórico, están perdiendo la batalla frente a un entretenimiento pasatista, fugaz. Y esta vez no basta con que músicos o guionistas alcen la voz contra esta clase de injusticias: los consumidores también tienen derecho a poner fin a lo que parece no querer tenerlo.

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