De cómo el autor supo hacia dónde realmente se dirigía el Ángel de la Historia. Una exploración que ya esbozaba en su última novela, Trilogía de la guerra, que versa sobre cómo, en un medioambiente social que ha traspasado la posmodernidad, los artistas y pensadores reciclan los residuos que la sociedad desecha para confeccionar sus obras. Publicamos, por cortesía de Galaxia Gutenberg, un adelanto de Teoría general de la basura, un libro que saldrá a la luz en octubre de 2018.
En 1920 Paul Klee pinta la acuarela Angelus Novus.
Poco tiempo después, Walter Benjamin, en uno de sus recurrentes paseos urbanos, ve una copia del cuadro, la compra, cada noche lo mira con detenimiento y en una de esas observaciones cree ver en ese ángel al Ángel de la Historia y, por añadidura, la alegoría del momento histórico en el que en aquellas fechas se hallaba inmerso Occidente: el progreso como horizonte último. Tal idea, como sabemos, Benjamin la dejó así escrita:
Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus novus. Se ve en él a un ángel, al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desorbitados, la boca abierta y las alas extendidas.
El Ángel de la Historia también debe tener ese aspecto.
Su rostro está vuelto hacia el pasado. Tal pasado es para nosotros una simple cadena de acontecimientos, pero él ve ahí una catástrofe única que arroja a sus pies ruinas tras ruinas, amontonándolas sin cesar. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer todo lo destruido. Pero un huracán sopla desde el paraíso y se arremolina en sus alas, y es tan fuerte que el ángel ya no puede plegarlas. Este huracán le arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas mientras el cúmulo de ruinas crece ante él hasta el cielo. Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso.
De modo que el Ángel de la Historia mira hacia el pasado –hacia las ruinas del pasado que van amontonándose ante sus ojos–, pero al mismo tiempo es desplazado –de espaldas– por el huracán que lo impulsa hacia un futuro del cual no puede escapar, un futuro que no es otro que la encarnación del progreso.
Este párrafo, que durante un siglo ha sido objeto de toda clase de interpretaciones y reutilizaciones, le da a la Historia –la Historia con mayúsculas– un valor sentimentalmente ambiguo: es pesimista desde el punto y hora en que el progreso, por muy esperanzador que nos parezca, no se halla exento de la contemplación de lo que, destruido, vamos dejando atrás. Y resulta optimista por cuanto viene a decirnos que, aunque sea de espaldas, avanzamos hacia un futuro de prometedores hallazgos.
Pero cualquiera que tenga conocimientos de aerodinámica sabrá que si el viento –el huracán en el texto de Benjamin– impacta de cara sobre las alas de un pájaro, éste será elevado y desplazado en la dirección opuesta a aquella en la sopla el viento, es decir, exactamente la contraria a la que postula Benjamin.
Como se ve, el Ángel de la Historia no solo mira hacia el pasado (zona de pasado) sino que también se dirige directamente al pasado. Esa fuerza, técnicamente llamada empuje, lo lleva hacia el lugar en el que, por lo tanto, se hallan las ruinas, en ningún caso el futuro o el progreso. Lo cual implica que, tarde o temprano, el Ángel colisionará contra las ruinas y, si del Ángel de la Historia estamos hablando, acontecerá el consecuente fin de la Historia. ¿O quizá no?
Como no sé si esto habrá quedado claro, intentaré explicarlo de otro modo, con un símil de carácter teatral o cinematográfico que separo en tres partes.
- Cuando en una película, en una teleserie, incluso en un reality show de primera generación los actores beben whisky, en realidad beben té, y cuando beben ginebra en realidad beben agua, o cuando comen un plato de sopa, en realidad no comen nada. Y el espectador lo sabe. Esto, dependiendo de cada situación en concreto, rebaja el nivel de realidad e incrementa el de simulación de esa realidad. A finales del siglo xx a eso, en términos generales, se le llamó posmodernismo.
- La segunda posibilidad es la misma que la primera, pero de signo contrario: los actores, cuando beben té lo que en verdad están bebiendo es whisky, cuando beben agua lo que en verdad están bebiendo es ginebra, cuando beben Coca-cola lo que en realidad están bebiendo es un cubalibre, cuando comen alimentos bio en realidad comen productos elaborados con grasas trans, etc. Y en este caso el espectador no lo sabe (o solo los muy informados lo saben). Esta inversión respecto al primer caso resulta ser la puerta a lo que podemos llamar simulación negativa, propia de una época que se dio en llamar modernidad, y que como su nombre indica es anterior a la posmoderna.
Demoremos, de momento, la exposición de la tercera posibilidad.
Lo que diferencia estas dos posturas, como sabemos, es una actitud, que es estética y política. La posmodernista genera sus ruinas históricas a través de simulaciones embellecidas, preparadas ad hoc y sobretematizadas; pensemos por ejemplo en parques temáticos como Port Aventura y Disneyland, o en realidades paralelas como Las Vegas, que «simulan» beber whisky cuando lo que de verdad beben es té, y ejemplificadas en la figura de la mascota o la «mascotización del mundo». La segunda, la de la modernidad, genera sus ruinas a través de la construcción de la épica de héroe, mediante simulaciones que juegan con lo abyecto, con una pose que busca llegar a un supuesto fondo en el que se ocultan todas esas «verdades» que bajo el prisma de una moral tradicional no son más que material de mal gusto o de deshecho –pensemos en las peregrinaciones de turistas a Auschwitz, que simulan beber té cuando lo que se están tragando es whisky, o, sin ir más lejos, pensemos en el uso que se le da símbolos como el Guernica de Picasso–. Dicho de otra manera: la finalidad del posmodernismo fue jugar con la moral tradicional a través de una ironía que pone en juego lo verdadero/falso –apela pues al juego y a la seducción–. Por el contrario, la modernidad trató de embellecer la basura que, por definición, la moral tradicional desprecia u oculta, y para ello se valió de subculturas que apelaban a valores de carácter esencialista: la fidelidad, la nobleza, lo «auténtico» o la verdad.
Ambas actitudes, a través de sus respectivas y antagónicas simulaciones, edificaron y reverenciaron sus propias ruinas. ¿Son estas ruinas las que, según Benjamin, observaría hoy el Ángel de la Historia mientras se aleja de ellas?
Escala 1:1
La tercera posibilidad, la que faltaba por abordar, es la que aquí nos interesa. Se trata de lo que podemos llamar escala 1:1, y es una muy especial clase de simulación, en apariencia estéril, que podría describirse así: cuando los actores beben whisky realmente están bebiendo whisky, cuando beben té realmente están bebiendo té, cuando beben agua realmente están bebiendo agua, y así con todo. Eso, en apariencia, es simple y llanamente lo factual, el acontecer a secas, la frase o texto que, por ello, carece de autor y de adjetivaciones. No faltará quien afirme que este caso es simple y llanamente la Realidad o la verdad. Pero no; es lo real, es lo que de real hay en la realidad, es decir, el conflicto implícito a toda imagen, a toda enunciación, a todo texto, y ese conflicto hoy solo puede generarse a través de esta especial clase de simulación, la escala 1:1. La capacidad para generar realidad no redundante procede en este caso de la legítima duda y estupor que le sobreviene al espectador: «Si cuando beben agua en realidad beben agua y cuando beben ginebra en realidad beben ginebra, ¿por qué se me presenta todo ello en modo de película, de teatro, de representación?» Aparece pues, gracias a esta duda radical, un agujero, una distorsión en la realidad, una anomalía que dinamita el orden de las cosas y abre la posibilidad de discursos no normativos; a ese conflicto es lo que llamo «Lo Real». Dicho de otro modo, entre las dos simulaciones de la realidad que habíamos utilizado –la modernista y la posmodernista– aparece otra simulación instalada en la frontera, en el equilibrio inestable que media entre ambas, en lo que hasta ahora había sido desechado por ser un mero escombro, por resultar aparentemente inane, pero que, sin embargo, exhaustas ya las representaciones conocidas, resulta ser la puerta a explorar.
Así, abordamos una nueva lectura del texto de Benjamin, para decir que el Ángel de la Historia va de cabeza a los escombros del pasado, a aquello que las otras simulaciones ocultaban: la escala 1:1, la cual, en su utópica pretensión de alcanzar Lo Real, genera no obstante la mejor aproximación a la narración de nuestro presente, pues lo problematiza. Dicho de otro modo, no hacía falta apelar a una representación de la realidad –ni modernista ni posmodernista– para que esta representación existiese: se da, no puede no darse; incluso en las más realistas pretensiones, la representación aparece.
El texto de Benjamin nos decía: «El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer todo lo destruido», para a continuación decirnos que no podía. Bien, postulamos que ya puede, va directo hacia tales muertos. En contra de lo que pensábamos, el Ángel de la Historia no busca hoy edificar un futuro, ni llorar un pasado, sino, antes que nada, trabajar la escala 1:1 de las ruinas dejadas por las antiguas representaciones. Esos, y no otros, son los cimientos sobre los que, en mi opinión, han de edificarse las narrativas hoy: lo que en algún otro lugar he llamado realismo complejo, que es realista pues se cimienta en lo real, en la escala 1:1, y es complejo pues ese tejido contemporáneo ya no puede estar estructurado en modo jerárquico o arbóreo, ni tan siquiera rizomático, sino en modo red. Y no me estoy refiriendo a la red Internet sino a los millares de redes analógicas, digitales, o mezcla de ambas, en las cuales estamos embebidos.
Como se verá más adelante, se trata de intentar sacar las cosas y sus representaciones de la «cárcel del lenguaje» a la que supuestamente las había arrojado la filosofía continental, y concebir la realidad narrativa como un sistema que ni es únicamente una pieza física objetiva y con vida independiente del ser humano (al estilo del realismo ingenuo de algunos positivistas radicales como Sokal, o de otros positivistas moderados como Graham Harman), ni tampoco es solo una construcción del lenguaje (al estilo de Wittgenstein o Derrida), ni tampoco es solo una construcción sociopolítica (al estilo de Bourdieu), sino que se trata de una complejidad en la que todos esos campos se concitan, y cada objeto, cada narrativa o acontecimiento es en sí mismo una red compleja. Autores como Michel Serres, Bruno Latour o Manuel de Landa serán más próximos a nuestras páginas.
(Fragmento de Teoría general de la basura, Galaxia Gutenberg, octubre 2018, original en castellano)
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