«Te quiero ride como a mi bike»: ¿y si no temiéramos a la policía del cringe?

Cómo procesamos la vergüenza ajena y el miedo al ridículo en tiempos de hiperexposición en las redes.

Frank Thone

Frank Thone | Smithsonian Institution | Dominio público

Parece que las nuevas generaciones sean inmunes al miedo a hacer reír. En esta línea, este texto articula una defensa del cringe, de hacer el ridículo, de atreverse a dar vergüenza ajena, de ser sinceros y no enterrarlo todo bajo siete capas de ironía.

«No hay que tener miedo al cringe (…) La gente que llega a conseguir lo que quiere, la gente who makes it, da cringe». Cuando Rosalía dijo esto en el podcast La Pija y la Quinqui, pronunciando «cringe» a la española, como lo hace la gente enterada, con una ge dura de «geranio» y una e bien sonora, estaba también reformulando un aforismo muy antiguo en el arte: para trascender, primero hay que hacer el ridículo. En su libro de ensayos A Director Prepares: Seven Essays on Art and Theatre, la directora de teatro Anne Bogart dice lo mismo de otra manera: «Si su trabajo no te avergüenza lo suficiente, entonces lo más probable es que no vaya a emocionar a nadie».

Incluso cuando se preparaba para lanzar Motomami, ya con todo el viento mediático a favor e instalada en el mejor lugar en el que puede vivir un artista –el que combina el fervor del público masivo y el respeto de los (casi siempre autoproclamados) gatekeepers–, Rosalía volvió a sentir lo que es generar cringe a gran escala. En enero, cuando iba soltando pistas de lo que sería su álbum, publicó en TikTok un vídeo de 24 segundos en el que, montada en un telesilla, hacía playback y mímica sobre una estrofa de su tema Hentai, la que ahora todo el mundo puede recitar y dice: «Te quiero ride, como a mi bike. Hazme un tape modo Spike. Yo la batí hasta que se montó, segundo es chingarte, lo primero Dios».

La combinación de la melodía desacomplejadamente bonita (ninguna frontera se transita tan rápido como la que separa, o no, lo bonito de lo cringe), la letra como de reguetón lascivo y el propio vídeo, que se parece al meme de Emma Roberts en la playa pero con nieve, generó un cortocircuito estético en la mayoría de los que lo escucharon por primera vez, que no entendieron en qué dirección pensaba ir Rosalía en su nuevo disco ni por qué cantaba esas frases tan aparentemente ridículas.

Apenas cinco meses después, masas de personas entonaban esa letra en los conciertos ladeando la cabeza como se hace con las baladas canónicas, y mi hijo de cuatro años alcanzaba sus mejores agudos cantando por el pasillo de casa: «enamorá de tu pistola / roja amapola». El viaje del cringe a la plena aceptación cultural había concluido en el tiempo que dura una digestión en el pop.

Cada cierto tiempo hay debate sobre cómo traducir ese concepto tan ubicuo y específico. En castellano siempre hay quien ofrece «grima», pero esa palabra, por otro lado tan recuperable, comparte solo el 60 o el 70 por ciento del espacio semántico con cringe. «Grima» tira más hacia el asco, no se ocupa tanto de la vergüenza ajena, ni captura la belleza que puede detectar en lo que da cringe incluso quien lo siente con más virulencia. Solo hay que ir a los ejemplos para darse cuenta. Miren a Bussi, la mascota del servicio de autobuses de Sabadell, con su cuerpo enorme y su cabeza pequeña, contemplen el baile con el que se dio a conocer ¿Da cringe? Seguro ¿Provoca grima? Ninguna. Cualquier persona de bien se llevaría a Bussi a su casa.

Optimot, el servicio de consultas lingüísticas de la Generalitat de Catalunya, ofreció en Twitter varias posibilidades para no recurrir a cringe cuando se escribe en lengua catalana. La mejor de todas es la intraducible vergonyeta. No es lo mismo sentir vergüenza que vergüencita, no es lo mismo notarla en las propias carnes que sufrirla de prestado. El componente físico es importante: en inglés, cringe deriva de cringan, que es como se decía en inglés antiguo caerse o doblarse en una batalla. No fue hasta el siglo XIX cuando se fijó el significado de ‘encogerse a causa del bochorno’.

Hacer historiografía de Internet siempre es complicado, pero existen algunos hitos cuantificables si trazamos la línea temporal del cringe. En 2012 se abrió el primer subforo en Reddit dedicado a las cosas que generan esa sensación de vergüenza por déficit de ironía. Allí empezaron a archivarse monemas digitales como el vídeo de los ejecutivos de Microsoft bailando en la presentación del Windows 95 o un YouTube que se hizo muy famoso en el que un adolescente declara su amor a su novia por su aniversario de siete meses. La palabra cringe se popularizó, empezó a utilizarse a la vez como verbo, sustantivo y adjetivo y lo permeó todo hasta eclosionar en 2016 en TikTok, la red social en la que todo el mundo hace el ridículo todo el tiempo, de manera consciente y mirando a cámara.

La ciencia del cringe también tiene doctores. Uno de ellos es Michael Dombkowski, el administrador del citado grupo de Reddit, que mantiene normas tan férreas sobre lo que es cringe y lo que no lo es que provocó que en ese grupo se produjese una escisión. Ahora existe otro llamado «cringe Anarchy», con menos reglas. Otra es Leia Jospé, una fotógrafa y camarógrafa que lleva la hiperpopular cuenta de Instagram @favetiktoks420, a quien se ha proclamado «comisaria del cringe» por su habilidad para encontrar los tiktoks más sinceros y ridículos. Aunque ella solo tiene 30 años y es por tanto una milénica de la franja más joven, su cuenta se lee también como un exposé de la Generación Z, a quien se supone, si uno cree en ese tipo de generalizaciones, más inmune al miedo a dar risa, menos temerosa de la policía del cringe. «Yo me sentiría humillada actuando así, incluso sola en mi habitación delante de la cámara. Los chicos de TikTok están más allá de esa autopercepción. No la necesitan, no les importa, nunca la tuvieron», formulaba Jospé en una entrevista.

Si su teoría es cierta, los ciudadanos más jóvenes de Internet, aquellos cuyo nacimiento ya quedó gráficamente cubierto en el Facebook de sus padres en unos posts que hoy seguramente darían vergonyeta (envejece mal el posteo social), serían ya inmunes a la capacidad de represión de la policía del cringe, del criterio de quienes deciden quién y quién no se está poniendo en evidencia.

Dena Yago, una artista y miembro del colectivo K-Hole, que se dedica semi-irónicamente a la predicción de tendencias (nunca estuvo claro si eran un estudio de marketing de verdad, un colectivo artístico que jugaba a serlo o ambas cosas a la vez) cree que el cringe entendido como forma de excesiva sinceridad y déficit de ironía ha acabado por dominar el arte contemporáneo y cita a Marina Abramović, KAWS y Yoko Ono como autores que generan esa sensación. Y Melissa Dahl, una periodista especializada en ciencia y psicología, argumenta en su libro Cringeworthy: A Theory of Awkwardness que provocar de vez en cuando vergüenza ajena no es solo saludable sino necesario, y define su «teoría del cringe», inspirada en el psicólogo Philippe Rochat, como la diferencia entre el yo que percibimos y el yo que ven los demás.

Es enteramente comprensible que sucumbamos a la acción represora de la policía del cringe, igual que sucumbimos a la acción represora de cualquier tipo de policía. «La gente tiene buenas razones para evitar la vergüenza», decía también Bogart en el ensayo citado. «No siempre resulta seguro ponernos en evidencia y revivir momentos embarazosos. No queremos hacernos vulnerables ante los demás». Pero plegarse a ella es algo más que una claudicación estética. «El cringe es la brecha entre cómo te ven los demás y cómo quieres que te vean, lo que deja una ventana abierta a la ambigüedad de cómo te ves a ti mismo», escribía hace unos meses Charlie Markbreiter en un texto en The New Inquiry sobre la relación entre el cringe y la disforia entre las personas trans, en el que concluye que la vergüenza pasiva actúa también como un arma de control biopolítico. La videoensayista Natalie Wynn, conocida como Contrapoints, añade una capa psicologista a esa teoría: lo que nos produce cringe, dice, es lo que nos recuerda a lo que odiamos en nosotros mismos.

Mientras yo misma repasaba esos textos y vídeos y escribía esto, preparándome para llegar a una conclusión pro-cringe, una exhortación en la línea de Dahl, y de Rosalía, y hasta de Taylor Swift, que en un discurso de graduación aconsejó a los recién licenciados de la Universidad de Nueva York que «abrazasen el cringe», a la vez que trataba de resumir todo esto con persuasión, me distraje varias veces mirando Twitter, como hago compulsivamente cada pocos minutos. Hice entonces un gesto que repito también muchas veces al día: capturar un tuit o un post de Instagram que en ese momento me parece ñoño, excesivamente solemne o postizo y enviárselo a dos de mis amigos más extremadamente online. «Mira qué cringe», les estoy diciendo sin decírselo. Sin duda, alguien ahí afuera hace lo mismo con los tuits que yo escribo y la idea de generar vergüenza ajena en un chat en el que no estoy me asusta más que a Rosalía.

No tengo TikTok, no pertenezco a la Generación Z, y por poco no llego ni a la milénica. Ni siquiera pronuncio cringe con ge de geranio. Quizá nunca conseguiré liberarme del todo del apego a la ironía en el que me eduqué. Sospecho que carezco del talento específico y muy útil que es no tener miedo al ridículo, aunque lo poseo en la dosis suficiente como para ganarme la vida escribiendo, que es algo francamente cringe.

Este articulo tiene reservados todos los derechos de autoría

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  • Raquel | 13 diciembre 2022

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