Regreso al futuro: la Internet de todas las cosas

¿Se imaginan un despertador que decide despertarlos diez minutos antes porque sabe que tienen una reunión a primera hora y que hay un atasco?

Autómata, José A. Madrid.

Autómata, José A. Madrid. Fuente: Flickr.

Lleva quince años pululando por la red. Se han celebrado ya diversos encuentros mundiales para hablar sobre esta idea e incluso en el Foro Económico Mundial de Davos este año se ha convertido en uno de los hashtags más usados. Estamos entrando en la era del Internet de las cosas, un concepto que hace referencia a equipar a los objetos que forman parte de nuestro paisaje cotidiano de sensores y sistemas de transmisión de información, con los que pueden identificarse, comunicarse entre ellos, conectarse a Internet para ofrecernos información y datos con propósitos muy diversos. ¿Se imaginan un despertador que decide despertarlos diez minutos antes porque sabe que tienen una reunión a primera hora y que hay un atasco en el camino hacia el trabajo?

Puede que si Marty McFly hubiera aterrizado de nuevo con su DeLorean en 2014 no se hubiera sorprendido al encontrar toda una serie de objetos cotidianos, desde sillas y mesas hasta farolas, tazas de café, aparcamientos o gafas, hablando entre sí, enviándose datos y conectándose a Internet. Tal vez desde su pasado alguna vez imaginaron que en el futuro Internet saltaría primero entre ordenadores, luego al bolsillo, a los smartphones, para al final acabar impregnando las cosas más comunes, esas en las que no solemos ni pensar y que conforman nuestro paisaje cotidiano. Y que las haría volverse inteligentes. Y así, quizá, lo único que hubiera echado en falta el protagonista de Regreso al futuro hubiera sido su patinete volador.

Este es el año en que los expertos aseguran que se va a producir una auténtica revolución de los objetos, que comenzarán a conectarse unos con otros y a la red; a entenderse; a comunicarse con el móvil; a medir parámetros del entorno; a informarnos de los cambios. Ha comenzado la era del Internet de las cosas y eso, se supone, nos va a permitir tomar mejores decisiones, optimizar servicios y, en definitiva, vivir mejor.

Los cada vez más frecuentes wearables son un buen ejemplo de esta revolución. Se trata de gadgets, como pulseras o relojes, que llevamos puestos y nos cuantifican: miden nuestras constantes vitales, las calorías que quemamos, la cantidad de ejercicio que hacemos, la calidad de nuestro sueño. Recogen esos datos mediante una serie de sensores y los envían al móvil para valorar nuestro estado de forma física, por ejemplo.

Y ya existen numerosas empresas que han dotado de sensores y GPS su flota de vehículos para optimizar rutas. Y granjeros que colocan en sus vacas implantes que miden las constantes vitales de los animales y le envían los datos, de manera que puede saber en todo momento la salud del rebaño o sus movimientos o lo que comen. Y neveras capaces de detectar qué productos faltan y hacer la compra en línea. E incluso cepillos de dientes que nos alertan de si los niños se han dejado alguna zona de la boca sin cepillar. Y la lista prosigue tanto como la imaginación  permite.

Cepillo de dientes Kolibree.

Cepillo de dientes Kolibree. Fuente: Kolibre.

«Estamos ante un cambio fundamental de nuestra relación con los objetos», aseguran desde Cisco, una empresa de fabricación y consultoría de tecnología. Esta firma de los Estados Unidos señala que en 1984 había tan solo mil aparatos conectados, cifra que aumentó en 1992 hasta alcanzar el millón y hasta los mil millones en 2008. Y, según datos del instituto VINT de la firma tecnológica Sogeti, se prevé que para 2020 llegue a haber unos cincuenta mil millones de cosas conectadas en todo el mundo. Imagínense, ¡seis veces el número de gente que habitará el planeta! Y todos y cada uno de esos objetos serán identificables, cuantificables y programables. Porque en eso consiste el Internet de las cosas, también conocido como IoT, por sus siglas en inglés.

Objetos inteligentes

El concepto no es nuevo. Se acuñó en el MIT en 1999 y entonces se utilizó esa frase, el «Internet de las cosas», para referirse a la idea de poder conectar objetos de todo tipo entre sí, desde electrodomésticos hasta vehículos, libros, ropa, relojes. Lo único que hacía falta era colocar un sensor en cada objeto y luego enchufarlo a Internet.

Pero, para que esa idea prosperara entonces, se toparon con un escollo, la tecnología, que ha hecho que este proyecto se vaya retrasando hasta ahora. Para cuando se planteó por primera vez, hace ya quince años, los sensores eran grandes y tenían un precio alto. La conexión a la red era cara y lenta, se necesitaba un router que realizara la llamada  y ni la Wifi ni los smartphones existían. Hoy, en cambio, disponemos de ordenadores muy potentes y diminutos que llevamos en el bolsillo, la conectividad es ubicua, podemos almacenar grandes cantidades de datos en la nube, y los sensores son económicos y diminutos.

A pesar de que con frecuencia solemos atribuir la etiqueta de «inteligente» a todo lo que se conecte a Internet y nos ofrezca datos, lo cierto es que esta cualidad del Internet de las cosas dependerá de conectar información procedente de diferentes fuentes, como redes sociales, estado del tráfico o pronóstico del tiempo, para optimizar servicios ya existentes y proporcionar otros nuevos. Esa es la gran potencialidad de esta herramienta.

Imagínense: calles equipadas con sensores que detecten los aparcamientos libres que hay en la ciudad y te envíen un mensaje al móvil para alertarte de dónde tienes un sitio y así evitarte estar una hora dando vueltas con el coche en busca del sitio libre. O un despertador que decide sonar diez minutos antes de la hora convenida porque detecta que hay un atasco de tráfico en tu ruta hacia el trabajo y recalcula el tiempo que tardarás en llegar. O coches que hablan con los sistemas de tráfico de la ciudad, que sugieren al conductor la mejor ruta y que le alertan sobre peligros como placas de hielo en la carretera.

http://vimeo.com/94011734

O ropa inteligente que envíe un mensaje a los padres al móvil si el bebé tiene fiebre o trajes de bomberos que durante la extinción de un incendio envíen a la central en tiempo real datos como la temperatura del aire, la velocidad del viento, las concentraciones de gases, de manera que se puedan tomar decisiones más acertadas.

El siguiente gran paso después de los objetos conectados serán los edificios inteligentes conectados, que permitirán ahorrar energía y serán más sostenibles. Que se adaptarán a sus usuarios y a los usos que hacen estos del espacio. Y de allí a toda la ciudad, hacia las smart cities.

En el ámbito de las instituciones culturales, las posibilidades que ofrece el Internet de las cosas resultan muy estimulantes. Para empezar, el centro podría disponer de datos en tiempo real de sus visitantes, de manera que se podría desde conocer de forma precisa el perfil de las personas que acuden a un determinado museo según el día de la semana hasta controlar la cantidad de gente por sala, los flujos de visita.

Se podrían programar exposiciones que se adaptaran a cada usuario; por ejemplo, si se dedicara una muestra a la huella hídrica, al colocarse el visitante delante de un panel de información, este leería los datos de fabricación de su camiseta, equipada con una etiqueta inteligente, y personalizaría la información: podría arrojar datos concretos sobre la cantidad de agua que se ha necesitado para hacer su ropa. U objetos dentro de una exposición que ofrecen al visitante datos sobre su procedencia, su destino, cuánta gente los ha visto, o incluso pequeños vídeos de cómo han sido creados o restaurados.  La conexión a la red haría posible que se fueran actualizando al instante.

Algunos retos

Que el Internet de las cosas acabe despegando definitivamente este año implica que tendremos que hacer frente a una serie de desafíos. Para empezar, habrá que encontrar maneras de nombrar cada aparato. Porque hasta ahora cada cosa que se conecta a la red tiene una IP, única, que lo identifica. El sistema actual, que se llama IPv4, usa cuatro cifras separadas por puntos y cada una de esas cifras va del 0 al 255. Eso permite tener 4,3 billones de posibles direcciones. Y claro, no alcanza. De ahí que ya se esté introduciendo una nueva versión, la IPv6, que en teoría proporcionará más IP. Además, si vamos a querer conectar todas las cosas a la red, se necesitará un ancho de banda mucho mayor.

Otro reto importante serán los virus y ataques informáticos. Que un ordenador se infecte puede suponer que perdamos nuestros ficheros; que toda una red de objetos coja un virus puede ser catastrófico, como también que nos pirateen. Los aparatos conectados pueden ser una buena puerta de entrada a nuestra red.  Ya a comienzos de año se enviaron 750.000 correos spam desde, atención, routers, alarmas, webcams y…¡una nevera! Y, a finales de 2011, en la cámara de comercio de los Estados Unidos, al parecer el termostato del edificio pasó direcciones de correos, notas sobre reuniones y documentos a una IP ubicada en China.

Pero no solo la parte más técnica plantea retos. El potencial del Internet de las cosas es que arrojará una cantidad ingente de datos, que, para que sean valiosos de verdad, deberán estar abiertos y ser comprensibles por el usuario, de manera que los usen el mayor número de personas posible. Y también deberemos reflexionar sobre nuestra privacidad. ¿Hasta qué punto queremos tener monitorizada nuestra actividad diaria y que otros, como empresas de servicios, tengan acceso a esos datos? Y no solo empresas, sino también otras personas podrán saber qué hacemos en cada momento, seguir nuestra huella digital. ¿Nos sentiremos cómodos con esa injerencia en nuestra intimidad?

Que tantos millones de objetos se conecten a la red debería repercutir en un mayor desarrollo de la economía del conocimiento. Aseguran los expertos que en el futuro próximo seremos una sociedad inteligente formada por seres humanos conectados. Y hoy empieza todo.

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