
Bailando el jitterbug en un Juke joint. Mississippi, 1939 | Marion Post Wolcott, Library of Congress | Dominio público
La música electrónica de baile y la cultura rave tienen una relación innegable con todo tipo de movimientos de liberación. Pero su potencial de experimentación con la identidad y con el deseo corre el riesgo de ser capturado por el mercado y por el fascismo.
Nunca he visto tantos nazis juntos como una noche en una macrodiscoteca de mi ciudad. La música electrónica había irrumpido hacía pocos meses en mi vida como una fuerza liberadora. Acostumbrado a un ocio más comercial y normativo, había encontrado en la rave un espacio acogedor, un lugar donde disolverme en la extrañeza. Con el tiempo, empecé a ver las cosas que no me gustaban. La mercantilización festivalera, los malos viajes, los tipos haciendo el sieg heil en mitad de la multitud como si nada. Al principio, había creído experimentar de forma directa la potencialidad política de la que hablaban los aficionados a la música electrónica de baile. Me llevó poco tiempo entender que todo aquello era más complicado.
La historia que nos han contado es esta: el movimiento rave comenzó como una brillante explosión de amor. Tras la importación del acid house y del éxtasis a Gran Bretaña, durante un año se estuvo gestando la avalancha de macrofiestas autoorganizadas que arrasó en la isla en el verano de 1989. El resultado fue una disolución nunca antes vista del antagonismo social en un festival continúo de amor comunitario. «Gracias al éxtasis
–explica Simon Reynolds en su libro Energy Flash–, todas las barreras de clase, de raza y de preferencias sexuales iban cayendo; gentes de todo tipo que jamás habrían intercambiado unas palabras o ni siquiera la mirada se dejaban arrastrar por aquel remolino promiscuo y caótico.»
La realidad es que la historia de la música electrónica de baile había nacido en relación directa con diferentes experiencias de liberación. Desde la connotación de metamorfosis sexual y genérica de la música disco, pasando por los ambientes negros y gais de Chicago donde nació el house hasta los productores afroamericanos de Detroit que dieron origen al techno: la música electrónica de baile se gestó en los espacios seguros de las minorías, como un vector que aceleraba la experimentación con la identidad y con el deseo. En la actualidad cualquier observador o partícipe casual del fenómeno, puede comprobar que esa relación con el margen y la disidencia sigue vigente.
Pero nunca todo fue tan sencillo. La potencialidad de la pista de baile para disolver y recomponer la identidad podía ser usada para otros fines. Así lo comenta Benjamin Noys en su artículo Baila y muere: obsolescencia y aceleración (p. 185): «Lejos de los sueños comunales de ciertas facciones de la cultura rave y sus promesas de nuevos colectivos dionisíacos, la combinación de la música dance con las drogas hizo posible un antihumanismo práctico: la desintegración del ego por fuerzas y formas propias de estados de disolución inducidos por la droga y el baile». Es decir, por una descomposición del sujeto en la máquina que poco tenía que ver con una comunidad mística, y más con una distopía de ciencia ficción.
El envoltorio filosófico tampoco es necesario. Este lado oscuro pudo observarse pronto en el desarrollo de las raves y macrofiestas a comienzos de los noventa. Una cierta pulsión de muerte aquejaba algunas escenas a las que se trasladó el principio de bailar hasta morir, como ocurrió con la infame Ruta Destroy en nuestro contexto nacional, apropiadamente utilizada para el escándalo por los medios de comunicación. La amenaza era más concreta, y fue el enraizamiento de la extrema derecha en muchas escenas de la música electrónica y, en particular, en nuestro contexto nacional.
Luego está la cuestión de la captura y la reproducción por el modo de producción capitalista. A lo largo de los años, mediante consecutivas burbujas especulativas, la fiesta y la música electrónica adolecieron del efecto de abstracción de la forma de la mercancía. Una rave ha dejado de significar una fiesta autoorganizada para convertirse, hoy en día, en otra experiencia que comprar en tu aplicación de eventos. Ninguno de estos aspectos ni desarrollos borran el potencial singular de ninguna música ni fiesta en concreto, ni condenan a sus participantes a ser meros consumidores pasivos e intercambiables. Pero la realidad es que toda fuerza política y económica en la actualidad incentiva esa posición, y va perfeccionando progresivamente los medios a través de los que lo hace.
La rave no es un espacio epifánico ni liberador por sí mismo. Es un artefacto con un potencial complejo. Como explica Ana Gorostizu, en su manifiesto, la música electrónica es una praxis: algo más que una mera actividad, pero menos que una práctica que entendamos como estrictamente política, en un sentido mínimo. Las razones por las que ha tenido una relación estrecha con diferentes movimientos de liberación son muchas, pero también limitadas. Su poder de transformación es conocido y predicado, pero puede ser inerte e inservible si se queda encerrada en sí misma. Los espacios seguros de expresión y experimentación con la identidad y con el grupo son muchas veces necesarios, pero no suficientes. La rave no es más que uno de esos posibles espacios. En esa condición radica la necesidad de defenderla como práctica, pero también la advertencia sobre sus supuestas capacidades mágicas.
La rave es un espacio liminal. Igual que las drogas psicodélicas, los deportes de riesgo o la velocidad, la experiencia del límite es que ofrece su atractivo adrenalínico, así como su potencial de extrañamiento. Renunciar a este componente es antitético. Exigir unos parámetros rígidos de control convendría en una actitud policial contradictoria con el espíritu de la rave.
Pero el fascismo se alimenta también de los espacios de ruptura y de transformación. Su revolución es meramente simbólica, pero pretendida, y por ello aspira al potencial de la estética y necesita apropiarse de ella. Ninguna práctica cultural concreta, en abstracto, es antifascista de por sí, ni tiene una capacidad inherente de resistirse a su captura por la reacción, no digamos por el mercado. Es por ello que la práctica cultural, en general, requiere el compromiso de una práctica antifascista en todos y cada uno de los casos en los que se da.
En ocasiones, el término «antifascismo» toma un uso excesivamente generoso. Se han definido como antifascistas simples prácticas estéticas, por sí mismas, o la defensa general, muchas veces exclusivamente retórica, de la institucionalidad liberal. Aquí trato de manejar una definición más concreta de antifascismo: la práctica para evitar el avance y enraizamiento de las fuerzas paramilitares de la reacción. Este no puede ser un ejercicio teórico, ha de darse en todo momento, con todos los medios y en todas las situaciones concretas en las que aparezca esa necesidad.
Una de esas prácticas concretas es la rave. Ya sabemos, por experiencia, que su potencial liberador y transformador no es suficiente ni la exime de ser capturada por las fuerzas de la reacción. Pero su utilidad, incluso su necesidad específica, es innegable. Por eso, como cualquier otra práctica cultural, requiere una defensa constante y consciente. La formas en las que se produzca esta lucha dependerán de cada caso, y las fuerzas que las puedan dirigir, desgraciadamente, son escasas. Pero no has de abandonar tu rave a las fuerzas de la reacción. La defensa del potencial liberador del arte y del ocio de las garras del fascismo no es un imperativo en abstracto. Es el mandato político de hacer todo lo posible por combatirlo en cada uno de los casos en los que sea necesario.
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