Polinización cruzada y conocimiento

Penzias y Wilson.

En 1964, en el transcurso de una serie de experimentos para captar ondas de radio de satélites en el observatorio de Bell Labs en Holmdel, Nueva Jersey, Arno Penzias y Robert Wilson detectaron una interferencia constante e inexplicable. Después de limpiar a conciencia la antena del radiotelescopio, el ruido persistía, tanto de día como de noche, llegando de todas las direcciones del firmamento. Al mismo tiempo (y a pocos kilómetros de Holmdel, irónicamente), un equipo de tres astrofísicos de la Universidad de Princeton intentaba demostrar experimentalmente la existencia de lo que hoy conocemos como el fondo cósmico de microondas, una radiación residual del Big Bang inicialmente predecida a finales de los años 40 por George Gamow. Dicke, Peebles y Wilkinson dedicaron meses a encontrar pruebas de esta radiación isótropa, pero la falta de instrumentos adecuados lo hizo imposible. En un golpe de suerte providencial, un amigo común de estos dos grupos, el físico Bernard F. Burke (que había oído hablar del proyecto de Princeton) le sugirió a Penzias que se pusiera en contacto con Dicke. Años más tarde, Penzias y Wilson recibieron el Nobel de física por haber tropezado (sin tan siquiera buscarlo) con una de las piedras de toque de la cosmología moderna, y una de las pruebas más sólidas a favor de la teoría del Big Bang.

La historia del progreso científico está llena de descubrimientos fortuitos y de serendipias, pero a menudo es necesaria una intervención como la de Burke para unir los puntos. En el mundo vegetal, la polinización cruzada entre las diferentes plantas ofrece más posibilidades de recombinación genética, pero la transferencia depende absolutamente de la acción de agentes externos como los pájaros, los insectos, el agua o el viento. Si la información es poder, la comunicación es el catalizador ideal, el agente polinizador entre disciplinas y teorías.

En 2003, un grupo de científicos, directivos de distintas agencias públicas, compañías privadas y organizaciones sin afán de lucro de los Estados Unidos y Europa iniciaron un proyecto colaborativo sin precedentes de investigación sobre el Alzheimer llamado ADNI (Alzheimer’s Disease Neuroimaging Initiative). Su director, Michael W. Weiner, aseguraba en una entrevista en 2010 que antes “había demasiados científicos diferentes en demasiadas universidades diferentes llevando a cabo su propia investigación (…). Personas distintas utilizando métodos distintos en pacientes distintos y lugares distintos daban siempre resultados distintos, cosa que no es nada sorprendente. Lo que se necesitaba era que todo el mundo trabajara con un conjunto de datos común”. El acto de homogeneizar protocolos y compartir resultados no es totalmente único a la comunidad científica, pero todavía es una tendencia relativamente marginal. Y lo es, en parte, debido a un problema de concepción arraigado tanto a la misma academia como al imaginario colectivo, al mismo concepto moderno del término “ciencia”.

Según Augustine Brannigan, cuando pensamos en descubrimientos científicos de cierta relevancia histórica, tendemos a reconstruir su nacimiento como logros intelectuales individuales. Sociólogos de la ciencia como Robert K. Merton, Bruno Latour, Steve Woolgar o Thomas Kuhn entre otros, han incidido en la idea de que los descubrimientos científicos no suelen ser episodios mentales aislados y puntuales, sino más bien procesos de negociación sociales. Si en la actualidad todavía prevalece el modelo epistemológico individualista/heroico es porque la teoría de los Grandes Hombres promulgada por Thomas Carlyle a mediados del siglo XIX (según el cual “la historia del mundo no es nada más que la biografía de los grandes hombres”), sigue firmemente incrustada en las bases de la historiografía de la ciencia. Víctima de este afán por atribuir logros a personajes concretos, el subconsciente colectivo a menudo distorsiona fechas, hechos y cronologías: la distribución gaussiana lleva el nombre de Gauss, pero fue descubierta anteriormente por De Moivre. Igual como las lunas de Galileo, que fueron observadas antes por otros astrónomos, hoy prácticamente anónimos. La ley de la eponimia de Sitgler afirma (con todo el sarcasmo posible) que “ningún descubrimiento científico lleva el nombre de quien lo descubrió en primer lugar”.

Radiación de fondo de microondas.

Esta tendencia a la mitificación del reconocimiento individual se acentúa todavía más en un contexto que favorece la competitividad por encima de la cooperación. Incluso en un marco histórico en el que el intercambio de información digital facilita más que nunca la colaboración más allá de barreras geográficas, la comunidad científica sigue mayoritariamente aferrada al ideal capitalista de la competición como estímulo para el avance. El primero en descubrir, presentar y publicar un hallazgo se asegura las ayudas y becas de investigación que hacen posibles su trabajo y su subsistencia. Se trata de una carrera casi en el sentido literario: si un investigador no hace público un descubrimiento, éste sencillamente no es reconocido. Técnicamente no existe (véanse los casos de Gauss y Galileo). Por naturaleza, un paradigma íntimamente ligado a la estructura económica del sector privado tiende a ofuscar la investigación menos marquetizable y perpetúa la carrera, a riesgo incluso de obstaculizar el propio progreso. Como en el ejemplo de Penzias y Wilson, cruzar datos e información puede desencallar y agilizar procesos de otro modo muy complejos.

Otro caso famoso de cosmología reciente es el premio Nobel de física de 2011, concedido a tres científicos de dos equipos rivales. La mitad del galardón se otorgó a Saul Perlmutter (jefe del Supernova Cosmology Project en el Lawrence Berkeley National Lab) y la otra mitad, compartida entre Brian P. Schmidt y Adam G. Riess (miembros del High-Z Supernova Search). En 1998, ambos grupos hicieron público un descubrimiento que, de nuevo, sacudía las bases de la física contemporánea: el hecho de que la expansión del Universo no se está ralentizando, tal y como se había asumido durante décadas, sino que continúa acelerándose bajo la influencia de la (todavía hoy) misteriosa energía oscura que recubre el espacio. El libro de Richard Panek The 4% Universe: Dark Matter, Dark Energy, and the Race to Discover the Rest of Reality relata a lo largo de tres capítulos la carrera feroz, el elevado grado de secretismo y la rivalidad (diluida con algunos partidos amistosos de fútbol) que mantuvieron los dos grupos antes de llegar, de manera casi simultánea, a su conclusión.

Como demuestran este y muchos otros casos, la comunidad científica sigue más cerca del sistema de competición que del colaborativo, pero los modelos alternativos que fomentan el intercambio interdisciplinar y de cooperación entre la academia y la industria existen desde hace décadas. Plataformas de difusión científica como Mendeley o arXiv, que ponen al alcance del público centenares de miles de artículos científicos en formato digital, crecen a ritmo seguro y se han convertido en indispensables recursos de consulta, mientras que la lección aprendida de las iniciativas de computación distribuida, ya no es solamente una analogía. Proyectos online de ciencia ciudadana como Galaxy Zoo han demostrado ser una herramienta de gran valor para la astrofísica actual: los miembros de esta web (voluntarios, no necesariamente expertos en la materia) clasifican galaxias a partir de criterios muy sencillos aplicados a centenares de miles de imágenes ontenidas en diferentes observatorios y misiones especiales. Una tarea monumental que se puede aligerar mediante un procedimiento distribuido como éste.

Otro ejemplo interesante es Polymath. En 2009, Tim Gowers, un matemático de la Universidad de Cambridge, ponía en marcha este pequeño experimento científico y social para responder a la pregunta: “¿Es posible una matemática basada en la colaboración masiva?”. Polymath pretendía resolver problemas matemáticos complicados de manera colectiva; el primer reto se resolvió en siete semanas, fruto de la cooperación de más de cuarenta aficionados y académicos de todo el mundo. El mismo año, Gowers, Olof Sisask y Alex Frolkin crearon Tricky.org, una wiki pública para archivar e intercambiar técnicas de resolución de problemas matemáticos. Gowers explicaba el éxito de Polymath diciendo que su proceso “es a la búsqueda tradicional lo que conducir es a empujar un coche”. Y, sin embargo, el hecho de que los proyectos de Gowers todavía se contemplen como una rareza (¿una provocación?) desde la academia, no es un buen síntoma.

El sistema extremadamente rígido de publicación de artículos en revistas de divulgación y la competencia derivada de las repercusiones económicas de la propia investigación sirven de estímulo a título personal, pero a menudo acaban entorpeciendo el proceso a gran escala. El conocimiento humano no se puede dividir en compartimentos absolutamente estancos, herméticos y artificiales. Es precisamente la sinergia entre diferentes ámbitos y disciplinas lo que hace de motor del descubrimiento y de agente polinizador indispensable para la ciencia, el arte y la cultura en general.

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