La Red nos ha saturado. El agotamiento y la fatiga son patentes. Aun así, continuamos enganchados a la pantalla cada vez más tiempo. ¿Es posible escapar del ruido atronador de las redes sociales? ¿Podemos encontrar otras formas de pensar y relacionarnos con Internet que dejen espacio para el pensamiento?
«Estoy menos interesada en un éxodo masivo de Facebook y Twitter que en un movimiento masivo de atención: en lo que ocurre cuando las personas recuperan el control sobre la atención y empiezan a dirigirla de nuevo, juntas.»
Jenny Odell
Abro Twitter e Instagram en las pausas del trabajo, o quizás al abrirlos me autoimpongo un descanso del enésimo correo que enviaré hoy. En el tren, leo el artículo más compartido en redes sobre la última polémica del día para entender todo el entramado de comentarios y bandos que se han atrincherado en Twitter. Lo hago porque me divierte saber quién dice qué, ver quién hace el comentario ácido e irónico que se lleva mi like o, en el caso de una situación que me resulte flagrantemente injusta, hago retuit.
Desde la llegada de las redes sociales monopolísticas, hemos asistido a una progresiva aceleración de los tiempos. De los tiempos de espera, de conexión, de consumo. Ahora leo en diagonal en busca de las ideas fundamentales o, su equivalente, escucho podcasts y vídeos a velocidad 1,5. Las imágenes me pasan por delante en cuestión de décimas de segundo y me exaspera la mala conexión de Internet en algunos puntos del trayecto en tren. A toda esta vorágine digital se suma la importancia de ser. Tener un perfil, ser visible. Parte de nuestra presencia online radica en la creación de red, el networking que podemos hacer tanto en la presentación de un libro como compartiendo a golpe de story o tuit el fragmento de ese artículo que nos ha removido. Como afirmaba el sociólogo Manuel Romero, Twitter se ha convertido en nuestro LinkedIn donde compartir artículos, méritos profesionales y conferencias o talleres. Las redes se han vuelto escaparates para las personas que investigan, escriben y crean podcasts, así como para los tatuadores, artistas y diseñadores. En la medida en que hemos dirigido nuestras vidas hacia la productividad constante, la disponibilidad 24/7, hemos convertido el cuerpo en un bien que podemos explotar para obtener un rendimiento, ya sea social o económico. De una manera u otra contribuimos a la saturación de las redes, alimentamos la bulimia de las imágenes con nuestros likes, selfis y memes. El problema no es Internet en sí, sino el hecho de que la gestión de los espacios digitales más transitados se encuentre en manos de entidades privadas. Su objetivo principal es captar nuestros datos y nuestra atención para obtener una ganancia económica. Y es que los algoritmos de estas plataformas, que nos son velados, diseñan la forma en que nos relacionamos. Socializamos dentro de una estructura muy determinada que premia lo que nos mantiene enganchados haciendo scroll, consumiendo tiempo de pantalla; ya sea con un videoensayo de crítica al sistema capitalista y la sociedad de consumo ya sea siguiendo la última polémica de Twitter.
Ante la extensión de nuestro yo a través de la pantalla es fácil caer en el agotamiento y la fatiga; desear desaparecer o abandonar el castillo de vampiros, como decía Mark Fisher. En una época en la que el capitalismo es capaz de apropiarse de todos los discursos que le son críticos y donde incluso la creatividad ha quedado supeditada a los principios productivistas, encuentro interesante repescar algunas ideas sobre el silencio y la nada.
La filósofa María Zambrano habla de la necesidad del silencio para que germinase El hombre y lo divino (1955). Para ella, el arte, la creación y el pensamiento surgen de la nada, del silencio del alma. Necesitamos instancias de recogimiento para reflexionar sobre lo que nos rodea, y no, no se trata de unos cuantos minutos leyendo diferentes opiniones en Twitter para decidir desde dónde enunciar nuestra mirada, sino de espacios vacíos, cavidades insonorizadas y atemporales. Zambrano escribe que la nada «es la suprema resistencia». Desprendiéndola de su contexto, esta idea nos sitúa en la investigación de formas de resistir la economía de la atención, de no caer en el juego extenuante de la autoexplotación, como plantea Juan Evaristo Valls Boix en Metafísica de la pereza (2022) a través de diferentes instancias no productivas como la fiesta, el dormir, la decreación o la huelga.
De hecho, la nada y el silencio de los que habla Zambrano tienen un componente místico que me evoca la catchphrase «No thoughts, head empty» (‘Sin pensamientos, cabeza vacía’), a menudo acompañada de una captura de pantalla de algún personaje con un leve sonrisa y la mirada perdida en el infinito. Esta frase o lema de Internet se usa para decir que alguien es un ignorante o que se ha quedado sin palabras. Entre los personajes que mejor encarnan esta frase me gusta el Pokémon Fuecoco, del videojuego Pokémon Escarlata/Violeta (2022). Me inclino a pensar que este cocodrilo rojo con cara de bobalicón no es en realidad un pobre tontaina, sino que simboliza a alguien que ha conseguido hacer del ruido atronador de las redes sociales un silencio; que ha sido capaz de abrir un espacio de revelación casi místico y que ha podido silenciar la mente por medio de la Razón Poética de Zambrano. Y es que la exposición ininterrumpida a las imágenes también puede convertirse en un tipo de silencio, un rumor de fondo, como evidenciaba Carson McCullers en Frankie y la boda (1946) con la radio: «La radio había estado encendida todo el verano, y terminó por ser un ruido en el que, por regla general, no reparaban». De manera similar, tanta saturación de imágenes podría convertirse en ruido blanco e inmunizarnos del exceso. Aquí es donde entra en juego esta interpretación del «No thoughts, head empty», la actitud a la que me encomiendo mientras miro TikTok antes de acostarme y me dejo mecer por el scroll anestesiante e infinito de gatitos, libros y gameplays en plena caída libre por la madriguera, como Alicia. No tengo del todo claro que podamos convertir la amalgama de contenidos digitales en un murmullo mortecino, pero sí que tenemos que seguir buscando otras formas de pensar y relacionarnos con Internet para dejar espacio al pensamiento.
Como siempre, el capitalismo de plataformas ya se ha apoderado de los discursos de la desconexión a través de libros de autoayuda, programas de coaching y vacaciones de depuración digital. YouTube está lleno de conferencias y vídeos motivacionales que nos explican cómo reducir el tiempo de pantalla (mientras seguimos regalando minutos en visualizaciones) o cómo el último retiro de Internet les ha devuelto la paz interior (pero siempre vuelven para explicártelo, nunca lo dejan del todo). La capitalización de la desconexión y el minimalismo nos señalan que el derecho a la desconexión no está reconocido para todo el mundo y queda patente que para mucha gente es más bien un privilegio. En verdad nos venden la desconexión como una pausa necesaria para recargar las pilas antes de volver al sistema; simples herramientas al servicio de la productividad que nunca supondrán una solución al problema de base, que es el de la economía de la atención. Y es que si todos los empresarios y trabajadores de las grandes tecnológicas de Silicon Valley educan a sus hijos alejados de las pantallas, algo malo deben de encontrar en todo lo que crean.
Aunque el capitalismo se ha apoderado de la necesidad y tendencia de bajar el ritmo y desconectar, eso no significa que sea un movimiento del sistema neoliberal, sino que podemos encontrar sus raíces en el socialismo utópico y el anarquismo del siglo XIX, donde irse a una comuna ya era una respuesta al sistema económico y social que se estaba imponiendo. El discurso de la desconexión olvida u oculta el hecho de que Internet ha sido un espacio clave para la difusión de discursos subalternos, la organización de colectivos y la creación de comunidades de apoyo mutuo para todas aquellas personas que en su entorno próximo encuentran una realidad hostil. No podemos renegar de una herramienta que nos proporciona una forma de conectar con tantas realidades e historias. La desconexión no tiene que ser una utopía. Desconectar de forma definitiva no es una opción deseable ni universalizable. Renegar del mundo y retirarse solo es una decisión individual o de un grupo reducido de personas. No asume ninguna responsabilidad hacia el entorno ni la sociedad que se deja atrás. Como propone la artista Jenny Odell en Cómo no hacer nada (2021), más que abandonar el mundo y resguardarnos en un refugio aislado tenemos que aprender a escuchar el entorno y redirigir nuestra atención. Sustituir el FOMO (Fear Of Missing Out) por el NOMO (Necessity Of Missing Out) y tratar de abrir nuevos espacios no verticales donde seguir construyendo comunidades digitales. Un buen ejemplo de estas comunidades lo encontramos en los fandoms que desde hace años se organizan y comparten mundo en Internet; desde los fanfics en Wattpad o Archive of our Own hasta Tumblr. Odell nos anima a entrar en la guarida del conejo por pura curiosidad y no solo para encontrar montañas de contenido anestesiante y aséptico.
Todavía recuerdo el pasado 18 de noviembre de 2022, el día en que parecía que Twitter dejaría de funcionar en cualquier momento y asistiríamos al entierro de una de las empresas más potentes del capitalismo de plataformas. Ese día leíamos Twitter en «modo hardcore», pendientes de su volatilización, mientras Elon Musk despedía al 50 por ciento de la plantilla al más puro estilo Kendall Roy en la serie Succession. En medio de los memes y del ritmo trepidante de las que debían ser las últimas horas de Twitter, se unieron los tuits sobre las migraciones masivas de usuarios a Mastodon, un software gratuito y de código abierto. Los mensajes de despedida dejaban una chispa de esperanza; el inicio de una nueva forma de habitar Internet y de continuar conectadas sin la mediación de la economía de la atención. ¿Nos encaminamos realmente hacia una descentralización de las redes sociales? La periodista Alba Correa comentaba que el futuro de estas es vislumbrar un Internet más atomizado, segregado por grupos de interés y obsesiones. Quizá perderemos los muros comunes de batallas culturales e ideológicas, pero si hay posibilidades de incorporar la conexión digital de una forma más orgánica y, sobre todo, menos ansiosa y sostenible con el planeta, deberíamos empezar a investigar los nuevos espacios que se estén construyendo. Mientras tanto, podemos seguir con el mantra «No thoughts, head empty» como antídoto contra el exceso de atención que nos reclaman las plataformas predominantes.
Joan Salomon | 07 marzo 2023
Molt article i bones reflexions.
Poc concluents i massa obertes. Massa prudents i poc propòsitives en el món de tuiter.
Esta clar que la virtut de la prudència i el seny no són d aquest nou món. I alhora és l únic que tenim clar que quedarà i al final ens salvarà.
La sabiduría i la prudència per damunt la velocitat i la competència.
Perdent de golejada acabarem guanyant. Però quant? Segurament massa tard o massa lluny. Encara.
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