A pesar de que han pasado veintisiete años desde la instauración de la democracia, buena parte de la población de Sudáfrica vive todavía las consecuencias del apartheid, y el acceso a la vivienda y el derecho a la ciudad son algunos de los terrenos en los que esto es más evidente. Nkosikhona Swartbooi, activista y dinamizador comunitario, lucha contra el legado espacial del apartheid en Ciudad del Cabo, porque todavía hoy observa que el color de la piel de la gente es más oscuro cuanto más se aleja uno del centro de la ciudad. Por eso ha sido uno de los impulsores de Reclaim the City (RTC), un movimiento que trabaja para superar la segregación y responder a los problemas de acceso a la vivienda de la población más pobre. Esta conversación comienza a finales de 2019, en un encuentro del proyecto Organising Cities, y continúa en videollamadas a principios de 2021, mientras trabaja con su comunidad las respuestas ante la pandemia de la Covid-19.
Swartbooi es el responsable de incidencia y organización de la Social Justice Coalition (SJC), una entidad con sede en Khayelitsha, el township de donde es él, un asentamiento de población negra con un origen estrechamente vinculado al apartheid. La legislación segregacionista de 1955 desplazó a la población por áreas en función del color de su piel, reservando el centro de la ciudad para la población blanca y separando familias. Sin embargo, el activista explica que, en paralelo a la expulsión de los centros urbanos, mucha gente tuvo que migrar del mundo rural a las ciudades:
Se produjo una desposesión de las personas que habitaban en los entornos rurales. El Gobierno estableció impuestos sobre los rebaños y sobre las tierras. Se necesitaba dinero para pagar los impuestos, pero nuestra gente jamás ha tenido dinero, su riqueza eran la tierra que cultivaban y los rebaños que criaban. Como no podían pagar, el Gobierno les quitaba parte del rebaño o de las tierras, y por eso mucha gente migró hacia las ciudades.
Los asentamientos alrededor de Ciudad del Cabo fueron creciendo hasta que «el Gobierno dijo: “Esto es un desastre, ¡vayamos tan lejos como podamos!”, y en los años ochenta se fueron a treinta y cinco kilómetros del centro de la ciudad para crear Khayelitsha, que en xhosa quiere decir ‘un nuevo hogar’, aunque se trata de un nombre dado por el Gobierno tras la expulsión forzosa de la gente de otros asentamientos». Todavía hoy en día las condiciones de vida son difíciles. «Estamos luchando por conseguir cosas tan básicas como agua y saneamiento; la gente tiene que hacer sus necesidades entre los matorrales o ir a buscar agua a una comunidad próxima porque el Gobierno no ha proveído servicios básicos», denuncia.
Si bien actualmente la ley ya no segrega, esta función la siguen ejerciendo el mercado y la falta de vivienda asequible en el centro urbano. «Pero el legado espacial del apartheid se manifiesta de muchas maneras además de la falta de vivienda asequible», señala Swartbooi, y una de ellas es el transporte. A pesar de la segregación de la población, las oportunidades laborales se concentran en el centro de la ciudad, y eso implica la necesidad de desplazarse. «La gente tiene que dedicar entre el 40 % y el 60 % de lo que cobra a desplazarse al trabajo, y estos desplazamientos afectan también a la seguridad: te tienes que levantar súper temprano para coger un autobús y caminar hasta la parada cuando aún está oscuro, y te pueden robar, agredir, violar, hay niños que desaparecen…»
No podemos empujar a las personas a la periferia cuando las oportunidades económicas se encuentran en el interior de la ciudad. El transporte público no es fiable y esto agrava este legado espacial del apartheid. Yo tardo cuarenta minutos en taxi en llegar al centro, porque hay un carril delimitado para los taxis y los autobuses, pero esto solo ocurre al ir a trabajar. A la vuelta no hay carril bus y en días de mucho tránsito puedes llegar a tardar dos horas. La ciudad se preocupa de que la gente llegue temprano a la oficina, pero no de cuándo llegará a casa; como no van a trabajar les da lo mismo si tardan cinco horas. Esto es tiempo que se le quita a la gente y es parte de este legado.
Swartbooi llegó a la ONG Ndifuna Ukwazi, en el centro de la ciudad, a través de un programa de becas para jóvenes activistas, e impulsó la politización de este malestar:
La única política a la que estamos expuestos en comunidades como la mía, sin bibliotecas ni una cultura lectora, es la política electoral: tú votas, y aquí es donde comienza y acaba tu participación política. Lo que pase antes o lo que pase después no es de tu incumbencia. La pobreza y la desigualdad se convierten en un banco de votos para quien viene a compartir una comida o a llevar la compra a una familia. Para mí esto solo agrava la dependencia. Lo único que puedes hacer es esperar a que el Gobierno haga las cosas. En cambio, nosotros apostamos por desarrollar las capacidades de los miembros de la comunidad para participar en la política que los involucra personalmente.
En 2016, ante el intento del gobierno provincial de vender una parcela de suelo público en Sea Point, en el centro de la ciudad, Ndifuna Ukwazi inició una campaña para detener la venta y reivindicar la construcción de viviendas asequibles. «Salíamos de las oficinas a la hora de comer e íbamos de dos en dos por todas las tiendas para hablar con los trabajadores durante su pausa y llamarlos a participar», recuerda Swartbooi. «Íbamos en busca no solo de trabajadores y trabajadoras del hogar, sino también de la gente rica de Sea Point para decirles: “Son vuestros trabajadores, estamos hablando de la mujer que se levanta a las cuatro de la mañana en Khayelitsha y que tiene que dejar a sus hijos desatendidos para venir a llevar a los tuyos a la escuela y cuidar vuestras casas”».
Todo aquello fue la semilla de Reclaim the City. En 2020 consiguieron una sentencia sobre el caso que emplaza a la administración a dar respuesta al apartheid espacial, pero su movilización ha ido mucho más allá.
Después de una primera victoria del colectivo en los tribunales, el gobierno provincial volvió a intentar vender los terrenos, y en 2017 RTC apostó por ocupar dos edificios públicos vacíos como medida de presión.
Nuestra idea era quedarnos allí un fin de semana para que respondieran a nuestras reivindicaciones, pero no lo hicieron, y primero pasó un mes, y no nos lo podíamos creer, después pasaron tres y al final decidimos cambiar la naturaleza de la ocupación y convertir aquello en hogares. Dijimos que todos los que fuesen desahuciados y necesitasen un lugar donde quedarse, trajeran los papeles del desahucio y les daríamos una habitación si entraban a formar parte del movimiento. Somos los únicos que ofrecemos viviendas para personas desahuciadas en Ciudad del Cabo, pero para nosotros esto ha de estar vinculado a una agenda política. No puede limitarse a ofrecer refugio, porque esto no nos permite construir un movimiento, tiene que ser un refugio en un contexto de resistencia a los desahucios y de lucha por una ciudad justa e igualitaria.
La ley prohíbe desahuciar a personas que carezcan de una alternativa habitacional, así que las ocupaciones de Reclaim the City perduran ante la falta de soluciones por parte de la administración. Desde que comenzaron, ya suman cinco edificios ocupados, que se han convertido en un hogar para unas 4.000 personas.
Pero este tipo de lucha comporta también retos, sobre todo organizativos.
Recuerdo un mitin con unas 5.000 personas, y nos preguntábamos qué debíamos hacer con todo aquello. Nos planteamos constituirnos como sindicato de inquilinos, pero en Sudáfrica la gente no tiene una buena imagen de los sindicatos. Nos tomamos un tiempo para pensarlo, y durante esta primera etapa el liderazgo de Reclaim the City recaía en quienes trabajábamos en Ndifuna Ukwazi. Mientras teníamos estos debates internos, fuimos a Barcelona para participar en el encuentro Fearless Cities, y allí nos hablaron de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) y quisimos conocerla. Vimos las asambleas de asesoramiento colectivo que organizaban y pensamos: “¡eso es!”. Nosotros teníamos a muchísima gente de toda Ciudad del Cabo que venía a pedirnos ayuda para parar un desahucio, pero solo teníamos cuatro abogados. Cuando regresamos, implementamos las asambleas de asesoramiento, adaptadas al contexto sudafricano, y definimos que más que un sindicato éramos un movimiento, como la PAH. Para mí es muy interesante ver cómo las luchas se conectan, en Barcelona, en Sídney, en Tokio o en São Paulo, porque antes no era consciente de que los problemas que abordamos en Ciudad de Cabo son problemas globales, que todas las personas pobres del mundo tienen que hacer frente a desigualdades.
Después de la experiencia de luchar para conquistar el centro urbano, aunque Nkosikhona Swartbooi sigue vinculado a Reclaim the City, ahora trabaja en Khayelitsha, en la Social Justice Coalition, y uno de sus retos es conectar las luchas de quienes quieren tener acceso a vivir en la ciudad con la lucha para mejorar las condiciones de vida en la periferia, «porque no podemos aceptar que quien vive en la periferia viva sin servicios básicos».
RTC está bien localizado, y todas las puertas de instituciones a las que tenemos que llamar están cerca, así que es fácil organizar una protesta rápida. Vas y haces un escrache, como aprendimos de la PAH, pero desde Khayelitsha necesitas dinero para que la gente pueda ir a protestar al centro de la ciudad. La SJC tiene que dedicar un 20 % de su presupuesto al transporte y la comida, porque no podemos llevar a la gente a protestar y simplemente quitarles el tiempo con el que podrían conseguir un trabajo para pagar la siguiente comida. Las barreras geográficas son muy importantes, y esta dificultad a menudo lleva a la gente a protestar en el lugar donde está, pero no es lo más efectivo, porque lo que hace es incomodar a la gente que ya vive incómoda.
Durante la pandemia de la Covid-19, a pesar de las órdenes de quedarse en casa y de la prohibición de dejar a las personas en la calle, en Khayelitsha ha habido personas y familias desahuciadas. «Había una gran vigilancia policial de la gente que circulaba cuando se decretó que nos teníamos que quedar en casa, así que la gente tuvo que procurarse un techo», señala Swartbooi. Se han ocupado muchas parcelas de tierra vacías a las que se ha bautizado con nombres tan irónicos como «covid-19», «desinfectante» o «distanciamiento social», para recordar el contexto de la ocupación. Una red de acción comunitaria trabaja ahora para acompañar a estas personas y reclamar su acceso a los servicios básicos. «La ciudad ha fallado a la hora de apoyar a las personas que se desahuciaba, y la gente ha tenido que buscar alternativas», concluye el activista. Es la enésima oportunidad perdida para ir deconstruyendo el legado del apartheid.
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