Participar en comunidades culturales, subculturales o contraculturales puede ser un buen antídoto contra el conformismo. Los frikis (o freaks), habitualmente caricaturizados, pueden servir para analizar un colectivo que, además de un interés por estilos peculiares de consumo cultural, conjugan un acentuado sentimiento de individualidad con un especial sentido de la pertenencia. ¿Qué tienen en común las mentes de estas personas? ¿Existe una teoría cognitiva del frikismo?
Ser friki está de moda. La expresión ‒surgida de una mezcla entre despropósito y contradicción lógica‒ se lleva utilizando desde hace tiempo en revistas de tendencias, blogs de moda y webs de trendhunters, a pesar de que no tiene sentido alguno: si el frikismo se pusiera de moda, perdería toda su esencia.
Ser friki no va de modas y el propio origen de la palabra ya nos da alguna pista. Friki viene de freaky, que a su vez viene de freak, cuyas acepciones más comunes entre el vulgo son las de extraño, pintoresco, extravagante o, directamente, raro. Sí, el término se ha pervertido hasta llegar al habitual uso peyorativo en ámbitos como la política o los realities, pero el friki clásico, en su acepción subcultural, nada tiene que ver con todo eso. Ser friki es, a grandes rasgos, practicar una afición minoritaria con un alto grado de interés que incluso puede llegar a convertir el hábito en forma de vida.
Disciplinas como la sociología llevan años mostrando un creciente interés hacia esta comunidad de gustos variopintos pero fácilmente identificables. Sin embargo, ¿podrían la psicología o la neurociencia investigar los rasgos comunes de estas personas? ¿Qué esconde la mente de un friki? Nadie puede negar que cada cerebro es único y dinámico, siendo distinto en cada etapa de nuestra vida: la evidencia está en que leer un libro en la adolescencia no nos provoca las mismas reacciones que leer la misma obra siendo adultos. Sin embargo, a pesar de esa variabilidad, en toda comunidad existen tendencias, aspectos que son identificables en la mayor parte de sus miembros. En el caso del friki, son sus aficiones y hábitos de consumo los que nos dan una pista sobre por dónde empezar a investigar: cómics, juegos de rol, literatura fantástica o de ciencia ficción… Todo friki disfruta dejando correr libre su imaginación, fantaseando con los mundos de ficción. Imaginación y creatividad al poder.
Sentirse transportado al mundo de la historia se caracteriza por un traslado cognitivo, imaginativo y emocional al mundo ficcional. Que no nos trasladamos a nivel físico es algo obvio, pero poco le importa a nuestra mente dados los numerosos efectos que provoca en ella esta forma de viajar. A través de la narración podemos soñar despiertos guiados por los acontecimientos. Vemos cómo los personajes y los hechos narrados cobran vida, lo que nos permite movernos en una sociedad simulada en la que podemos practicar nuestra empatía simpatía o antipatía hacia sus personas. Y esta sensación de viajar y aprender es ‒junto con el disfrute estético de la obra y el entretenimiento generado por la misma‒ una de las grandes razones de ser de la ficción, y, concretamente, la que más se ve potenciada en la mente del friki, quien desea imaginar, construir mundos posibles, habitar en ellos y extenderlos más allá de lo narrado.
El simulacro de la ficción se convierte, así, en un espacio de confort en el que podemos experimentar con nuestras emociones, convicciones y creencias sin riesgo alguno para nuestra integridad. Nos sentimos tan cómodos que, como intuyó el romántico Samuel Taylor Coleridge en 1817, suspendemos voluntariamente nuestra incredulidad ante los acontecimientos del relato (siempre que exista coherencia interna en el mundo posible que describe). Se trata, según sus sabias palabras, de un acto de fe poética. Imaginamos que el entusiasmo de este poeta, crítico y filósofo inglés hubiera alcanzado un máximo histórico si hubiera tenido la oportunidad de conocer los avances de la neurociencia actual y descubrir que esa actitud que propuso para los lectores muy probablemente provenga de que, durante la lectura, se activan las zonas del cerebro encargadas de hacernos soñar despiertos y de que nuestra mente se pierda en divagaciones.
Esa red conocida como red neuronal por defecto se activa cuando no pensamos en nada, cuando nuestra atención no está enfocada en ninguna tarea y parece estar asociada tanto a la organización y regulación de nuestros recuerdos como a la anticipación de sucesos futuros. Sí, ya pueden hacer la pregunta: ¿cómo es posible que una zona asociada a no prestar atención se active durante la lectura, que se basa en prestar atención a un texto? Pensemos en nuestra propia experiencia durante la lectura para hallar la respuesta. Acabamos de leer un párrafo y, de golpe, nos damos cuenta de que no recordamos ni una de sus líneas a pesar de que la historia ha continuado adelante. Las ensoñaciones nos atraparon a partir de una palabra, una frase, una idea del texto. Leer es, por tanto, atención, pero alternada con momentos de divagación.
Y no hay mentes más dispuestas a divagar que las de los frikis. Sus ensoñaciones se disparan con cada película, cada libro o cada juego que sirven de transporte a universos de fantasía, donde dan rienda suelta a su imaginación dejándola volar libre a través de los acontecimientos narrados y también de los que no se explican. Porque cada narración, sea del tipo que sea, es incompleta, y solo a partir de las instrucciones que nos da el texto ‒o la película, o el juego, o…‒ podemos construir el significado. Pero el friki extiende esta característica al máximo, la estira y moldea a su gusto para derribar los muros de la narración y aprovechar el universo nacido de ella a través de fanfictions o de discusiones sobre cualquier detalle que no ha sido explicado en el espacio finito de la obra: en qué pensaba ese personaje, qué sintió cuando le abandonaron, quién vivirá en ese edificio.
Porque en muchos momentos lo que no se cuenta exige ser concretado. Unas veces, la tarea es sencilla. Otras, no tanto. Atribuir pensamientos, emociones o intenciones a personajes humanos forma parte de nuestra teoría de la mente, y la mayoría de nosotros es capaz de manejarla de forma eficaz en situaciones reales o ficcionales. Incluso si ese personaje se aleja de lo antropomórfico, es posible encontrar rasgos que susciten una emoción, un sentimiento. En ese terreno la animación va un paso por delante al resto: cómo si no podemos comprender las emociones de Wall-e, un robot calcado a una lavadora con un par de prismáticos abandonados sobre ella. La particularidad de un friki es que es capaz de mantener una mente más abierta ante los extremos que abarcan ese tipo de personajes. Imaginar qué piensa un ser humano del siglo XXI puede parecer fácil, pero no tanto si se trata de los pensamientos de un océano protoplásmico como el que Stanislaw Lem imaginó para Solaris.
Es probable que no se nos ocurra una aplicación directa a estas habilidades en el mundo real. Pocos nos hemos topado con océanos protoplásmicos con consciencia propia durante nuestras vacaciones, así que no hemos sufrido el ridículo de no acertar con el tema de conversación que más les pudiera interesar. Sin embargo, las ficciones, por muy disparatadas que nos parezcan, nos ayudan a comprender la realidad, y sobre todo, a practicar con los recursos cognitivos con que la interpretamos. Porque la realidad la entendemos a base de construir relatos, sean en forma de prejuicios, sesgos cognitivos, recuerdos o la propia imaginación. En un mundo que cada vez exige un mayor esfuerzo de nuestra capacidad crítica, ¿quién estará más preparado que los que dedican sus vidas a interpretar ficciones?
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