Los avances científicos nos han aportado una mayor comprensión de cómo funciona el universo. Con el tiempo, los mitos y las deidades han dejado paso a la racionalidad del saber. Pero por el camino quizás hayamos olvidado nuestro vínculo íntimo con la tierra y la gratitud que le debemos. Tercera entrega de la trilogía inspirada en la cita de Michel Serres: «Planeta: habitat, laboratorio y altar».
No hay nada más triste que un dios muerto.
Julia Kristeva
¿Cómo puede un sujeto de la sociedad secular, educado en la ignorancia de lo invisible, volver a reconocerlo?
Roberto Calasso
Si todavía fuésemos paganos, cultivaríamos la veneración a esa enana amarilla que hace posible todas las formas de vida en el planeta Tierra. La ancestral adoración del Sol, presente en todas las culturas desde la antigüedad, se ha convertido en un análisis científico cada vez más riguroso, desencantado y hegemónico.
En el Renacimiento, Nicolás Copérnico desmitifica nuestro lugar en el cosmos. Como ya sabía Aristarco de Samos varios siglos antes, giramos alrededor del sol, no somos el centro, nunca lo fuimos. Con Galileo Galilei y su mirada telescópica comienza el estudio de las manchas solares: esos periodos de máxima actividad que alteran intensamente los campos electromagnéticos de la Tierra y dejan su delicada huella cronológica en los anillos circulares de los árboles. En el siglo XIX, Joseph Fraunhofer descubre líneas oscuras en el espectro de la luz solar, lo que lleva al estudio de la espectroscopia y a un mejor entendimiento de cómo funciona esa estrella donde a cada instante detonan millones de bombas atómicas que convierten el hidrógeno en helio, esparciendo luz y calor por todo el sistema solar.
Lo cierto es que, pese a todo lo que sabemos sobre el sol, hemos olvidado la íntima gratitud que le debemos. Con el paso de los siglos, dejamos de verlo como una deidad y comenzamos a entenderlo como el resultado de una nebulosa de gases que colapsan creando una estrella hace 4.600 millones de años. Somos capaces de explicar el origen del sol, pero se ha erosionado nuestra capacidad de celebrar su existencia.
¿Quiénes agradecen cada día que en nuestro hogar sideral haya luz?
Si el sol hablara en primera persona, tal como lo hace en una novela de Kim Stanley Robinson, nos recordaría que es y no es un dios.[1] Por un lado, nos mantiene vivos, pero nunca pudimos mirarlo directamente a los ojos; somos sus criaturas. Algún día nos devorará, de momento nos alimenta. Aunque podemos estar tranquilos: le quedan cinco mil millones de años hasta convertirse en una gigante roja y engullir a Venus y Mercurio, continuando su metamorfosis hasta volverse «una anciana bella y bondadosa, recordando viejas batallas y hermosos viajes, surfeando por la milky way».[2]
Pantopías, duelo y resiliencia
Ignoramos si en un futuro más o menos cercano las ecotopías, pantopías, utopías y otras variaciones de un futuro esperanzador podrán convertirse en una masa crítica, capaz de influir en culturas globalizadas. Lo cierto es que, indetectable o evidente, sutil u obcecada, una arborescente tendencia se abre paso en el invierno de nuestro desconcierto. No es sencillo definirla, ni enmarcarla, pues existen todo tipo de maestros, escuelas, cultos, profecías, gurúes, libros de autoayuda, asesores espirituales y vendedores de humo como para discurrir con naturalidad sobre una hipotética «sacralidad laica»,[3] lo cual parece un contrasentido a menos que seamos capaces de concebirla entre todos y de llegar a un acuerdo sobre lo que la propia ciencia moderna -en sus vertientes más éticas, críticas y evolucionadas- nos dice sobre aquello que sin idolatría ni sumisión podemos admitir como «sagrado».
La pantopía que propone Michel Serres en su autobiografía[4] es uno de los múltiples caminos posibles: cabe recuperar la dimensión mito-poética e intentar conciliarla con nuestro conocimiento científico más avanzado; volver a pensar y reinventar vínculos que siempre han estado allí. No se necesita ningún credo, ni devoción ciega: el propio avance de las ciencias terrícolas lo confirma. Se nos dice que estamos preparados para «relatos multiespecie», que la distinción entre cultura y naturaleza ya no tiene sentido, que el pensamiento ecológico profundo resulta imprescindible, que los saberes de las culturas aborígenes son un recurso inestimable, y hasta los científicos cognitivos más heterodoxos especulan sobre «un nuevo animismo».
Lo cierto es que no podemos cultivar una esperanza lúcida sin afrontar la ausencia de un «contrato natural»[5] que, a diferencia del contrato social, recién comenzamos a comprender. La interdependencia radical entre todas las especies (incluida la humana) es una evidencia que todavía no ha logrado el consenso necesario para hacerla efectiva. Y a esto podríamos agregar nuestra vulnerabilidad frente al «duelo ecológico»: la necesidad de asumirlo y al mismo tiempo las dudas que pueden surgir sobre la capacidad de resiliencia de la propia naturaleza.[6]
El salar de Uyuni
Entre los múltiples paisajes que podrían sintetizar este tríptico sobre el planeta Tierra concebido como Hogar, Laboratorio y Altar, siguiendo la cita de Michel Serres, elijo el salar de Uyuni. Descubrirlo fue fortuito. Los estímulos para la evolución del conocimiento son innumerables, pero algunos nos atrapan, se instalan con insistencia en nuestra mente y reclaman una atención privilegiada.
El salar de Uyuni, en el suroeste de Bolivia, es el mayor desierto de sal continuo y alto del mundo, con una superficie de más de diez mil kilómetros cuadrados. Observar con atención las fotografías disponibles en Internet provocan un primer asombro, debido a su condición de espejo húmedo donde se reflejan nubes y montañas inspirando escenarios de literatura fantástica, un lugar ideal para una saga terrícola y alienígena. ¿Cómo se formó? ¿Cuál es su edad? ¿Cómo lo concebimos? ¿Qué reservas cruciales están en juego? ¿Para qué se utiliza? ¿Cuáles son los factores que lo amenazan? Este fascinante desierto andino es una síntesis de las razones, obstáculos y contradicciones que intervienen en nuestra concepción de los ecosistemas terrestres, los «altares» de una sacralidad laica.
Cactus gigantes, arbustos, ochenta islas pequeñas, flamencos, zorros, conejos, aves, pilares de sal que suman veinticinco mil toneladas anuales; es, además, la mayor reserva de litio del mundo, cada año lo visitan miles de turistas y resulta esencial para calibrar el Sistema de Posicionamiento Global que conocemos como GPS. Desde hace tiempo es un claro candidato para ser declarado Patrimonio Universal de la Humanidad, pero la decisión oficial tarda en llegar. Mientras tanto, es un espejo de nuestra situación: crucialmente tensionados entre la pulsión extractivista, la explotación sin límites y todas aquellas iniciativas que intentan plasmar escenarios menos catastróficos. Demasiadas maravillas, recursos y soluciones como para desentendernos de los altares de la Tierra. Cuando el sol ejerce su poder agrietando el salar de Uyuni, lo hace aplicando una geometría eficaz; el desierto de sal se convierte en un tapiz de hexágonos de una extraña belleza, pero también en una solución natural y eficiente para organizar el espacio y ahorrar energía. ¿Cómo no asombrarnos ante la sabiduría de ese orden estético que incorpora patrones geométricos magistrales?
Coda optimista
Si nos pensamos como planeta, tal como sugería Kim Stanley Robinson, todos los ecosistemas terrestres podrían concebirse como los altares de una sacralidad laica, aunque los obstáculos sean mayúsculos. Si consideramos las gradientes del escepticismo y el negacionismo, estas reflexiones pueden resultar utópicas, ingenuas o extravagantes, pero descartarlas sin meditar sobre su urgencia hará que con el tiempo solo queden predicadores en el desierto. Predicar en el desierto puede sugerir que ya es demasiado tarde. El desierto crece,[7] pero el pesimismo, el cinismo y la indiferencia son lujos que no podemos permitirnos. Quienes niegan o ignoran la dimensión de la herida que estamos infligiendo al planeta Tierra no acaban de asumir que todavía es nuestro único hogar posible, el gran laboratorio de una humanidad pacificada, el altar mayor para venerar la vida y la inteligencia de todas las especies terrícolas (humanas y no humanas). No hay planeta B. Necesitamos un consenso transversal local y global. ¿Estamos a tiempo? No deberíamos generar más distopías: casi todas ya se han cumplido.
[1] Kim Stanley Robinson, El Ministerio del Futuro. (Minotauro, 2021. Traducción de Simon Saito Navarro) Pág 22.
[2] La cita corresponde a The Sun, un texto inédito de Marina Descalzo Vila.
[3] Sacralidad o espiritualidad laicas. La bibliografía disponible para reflexionar sobre estos conceptos es abrumadora. Desde diferentes ámbitos y disciplinas existe la invocación directa o indirecta a un «espíritu» o «alma del mundo» que hemos olvidado, apartado o excluido de nuestra cultura esencialmente antropocéntrica y antropomórfica.
[4] Michel Serres, Figuras del pensamiento. Autobiografía de un zurdo cojo. (Gedisa Editorial, 2015. Traducción de Alfonso Diez).
[5] Véase El contrato natural, de Michel Serres. (Pretextos, 1991. Traducción de Umbelina Larraceleta y José Vázquez).
[6] Sobre estos dilemas trata «La resiliencia de la Naturaleza», el segundo capítulo de El libro de la esperanza de Jane Goodall y Douglas Abrams. (Paidós, 2022. Traducción de Antonio Francisco Rodríguez Esteban).
[7] Referencia a la frase de Friedrich Nietzsche: «El desierto crece. ¡Ay de aquel que dentro de sí cobija desiertos!». (Así habló Zaratustra, op. cit., p. 413).
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