La hiperproductividad y la autoexplotación no son ajenas al trabajo cultural. Frente a las demandas incesantes de la industria cultural nos preguntamos si es posible actualizar el ludismo en el ámbito de la cultura, y utilizar esta misma como un dispositivo de acción contra el neoliberalismo.
Lo primero que hago para escribir este artículo es rellenar el Word con Lorem ipsum, el texto de muestra que se utiliza para saber cuánto espacio ocupará un determinado número de palabras en una plantilla prediseñada. En mi caso, un mínimo de 1.800 palabras. Eso me han pedido. Con la premisa de que escribiera libremente sobre un tema de actualidad que dialogue con la exposición «Constelación gráfica. Jóvenes autoras de cómic de vanguardia», me encargaron este artículo hace algunas semanas. Ahora veo, con el texto de muestra delante, que me habrá de ocupar unas tres, cuatro páginas de Word. Configuro el Lorem ipsum para que, a medida que vaya escribiendo, el texto de muestra desaparezca. Es lo que está pasando ahora: las letras nuevas van comiéndose la muestra en un ejercicio de voracidad constante. El número de palabras, sin embargo, permanece intacto. 1.800.
Respiro hondo. Siempre vas tarde. No llegas. La voz tiene razón. Siempre voy tarde y no llego. Son expresiones, como «no me da la vida» o «voy de bólido» que se han naturalizado tanto que hasta se han convertido en un distintivo de estatus, así que su contenido de desesperación se disipa un poco. Pero lo cierto es que la situación no tiene nada de glamurosa. Tengo dos trabajos, ambos en el sector cultural, sumados a otros esporádicos y al trabajo no remunerado para preparar creaciones propias; acepto todos los encargos, digo que sí a todas las propuestas; consigo arañar unas horas justo ahora, un domingo por la noche que ya roza la madrugada del lunes, con la fecha de entrega acercándose inexorable. Agotada y con una angustia que empieza a escocer, abro la bandeja de enviados en el correo, scrolleo un rato, encuentro el mensaje que buscaba, doble clic. Leo lo que yo envié: «¡Sí, claro! ¡Muchas gracias por contar conmigo! Mirad, escribiré sobre trabajo cultural y autoexplotación, ¿qué os parece?».
Tengo que parar, esto no tiene sentido. Tengo que parar la máquina. Lo escribo y las palabras se tragan el Lorem ipsum. Parar. Pero parar, ¿de qué? ¿Cuál es la máquina que hay que detener?
En The Terror of Total Dasein, Economies of Presence in the Art Field, la artista e investigadora Hito Steyerl habla de un acontecimiento ocurrido en 1979: el artista conceptual Goran Djordjevic convocó una huelga internacional de Artistas. El sentido de la huelga era protestar contra la represión en el sistema del arte y la alienación cada vez mayor de los artistas respecto a los resultados de su propio trabajo; explica Steyerl cómo Djordjevic escribió personalmente a centenares de artistas para que se sumaran a la huelga; aun así, su proyecto fracasó. El motivo no fue que los artistas se opusieran a la huelga, sino que muchos de ellos le respondieron explicándole que, de hecho, llevaban ya un tiempo en huelga, es decir, sin crear obra, pero nadie se había dado cuenta. Estaban deseando volver a trabajar cuando el sector del arte les abriera de nuevo un hueco.
Si es posible que un artista esté en huelga y el mercado artístico no lo note; si para el sector del arte no hay diferencia entre que un artista cree o deje de hacerlo, significa que no es de sus creaciones autónomas (de sus pinturas, esculturas, de sus performances o de sus conferencias; de sus novelas, de sus obras de teatro; de sus artículos) de lo que requiere para sostenerse. ¿Qué es entonces lo que se demanda de un artista en una sociedad como la nuestra?
Núria Güell, en El artista y el frutero, responde con claridad:
Museos y centros culturales o de creación, o laboratorios de cultura, o como se les quiera llamar, necesitan cubrir unas demandas, programar actividades, talleres, conferencias, visitas escolares, y ocupar los espacios que tienen habilitados para la exposición de esa extrañeza que damos en llamar «obra-de-arte». De acuerdo. El caso es que el museo y los centros culturales, para poder cumplir con su función, necesitan productores de arte, artistas, y los artistas necesitan de dichos espacios para legitimar su práctica, y aquí es adonde quiero ir a parar. ¿Qué es un artista profesional? Es un individuo que se gana el sustento cubriendo las demandas de exposición, talleres, conferencias, etc. de los museos y centros culturales, de la industria cultural, vaya. ¿Qué hago yo aquí? Intentar cubrir ese tipo de demandas.
Y también:
El artista profesional lo es porque alguien requiere sus servicios, no es artista porque le guste su práctica. El carpintero no es tal porque le guste trabajar la madera, el carpintero es carpintero porque alguien reclama sus servicios específicos, si le gusta trabajar la madera o no es problema del carpintero.
Es decir: en la industria cultural, el que un artista cree, por poner un ejemplo, una escultura o lleve a cabo una performance, o, por poner otro ejemplo, que una escritora escriba un artículo sobre las posibilidades de sabotear el trabajo cultural, son circunstancias contingentes respecto a una necesidad (llenar el espacio vacío de un museo, o de un auditorio, o las 1.800 palabras de un artículo). Es la industria quien en cada momento decide cuál es su necesidad y, por consiguiente, qué es arte o cultura, es decir, qué tipo de producto va a cubrir con mayor acierto su demanda; y si todo eso encima lo hace a gusto, como nos enseña Remedios Zafra, es obsequio de la casa.
El neoliberalismo es un agujero de goce que se alimenta de la producción constante; la cultura, en este contexto, no solo no es la excepción sino que puede incluso funcionar como un catalizador para afianzarlo cada vez más. De hecho, los significantes estrella de la industria cultural lo son también de la economía neoliberal. Pensemos por un momento en el campo editorial: una «voz radicalmente nueva», una «joven promesa», una «irrupción»; formas distintas de decir novedad, producto fresco, mercancía lista para competir con otras en el mercado del libro.
Como librera que he sido, puedo asegurar que el hambre sin fin del mercado editorial se traduce en dolor: dolor metacarpiano y lumbar para quien se harta de abrir cajas con novedades, colocarlas en las mesas de exposición, retirar los libros sobrantes a la tercera semana y devolverlos a las cajas que, tras armarse en un palé gigante, regresarán a los almacenes (con suerte, se distribuirán de nuevo por otras librerías; sin ella, se convertirán en pulpa a los pocos meses); pero dolor, sobre todo, del mundo, que se ve esquilmado sin cesar de recursos (árboles, agua, energía) para abastecer de papel, tinta y combustible la burbuja de un modelo de industria insostenible basado en la superproducción y la ocupación de espacios en el mercado. En Páginas en negro. La edición como práctica forense, la editora Gabriela Halac señala a este respecto que «los libros son cuerpos de ocupación, y las librerías, territorio de conquista». Habla también de buques fantasma, los barcos imprenta en alta mar que abaratan los costes de impresión y donde se imprimen buena parte de los libros que consume el lector común. Otra escena: no hace mucho, la crisis de materia prima en el sector del libro condujo a situaciones extremas de especulación con el papel. Los grandes grupos que se lo podían permitir acaparaban toneladas de papel que, a la espera de ser llenadas de contenido, quedaban fuera del alcance de los grupos independientes y, por tanto, de los escritos que se sitúan en el margen del mercado editorial. Naves industriales repletas de páginas en blanco; buques fantasma donde nacen palabras en la más absoluta oscuridad: imágenes espectrales del capitalismo que, en nombre de la cultura, arrasa con cuanto encuentra a su paso. Por supuesto, el arte es el primero en caer.
Vale. Hay que parar la máquina. ¿Cómo se hace? A principios del siglo XIX, un auge de revueltas entre los artesanos ingleses que veían peligrar sus modos de vida por la introducción de maquinaria en los albores de la revolución industrial amenazó seriamente el sistema productivo del recién nacido capitalismo. Los luditas quemaban telares automatizados, destruían maquinarias que les obligaban a poner su cuerpo al servicio de unos nuevos modelos de producción inhumanos. El ludismo, un movimiento espontáneo, de acción directa y enfocado al sabotaje, fue sofocado con dureza por las autoridades; pero según desgrana el historiador Gavin Mueller en Breaking Things at Work, nunca ha desaparecido. La clase trabajadora ha actualizado el ludismo en cada una de sus luchas, de sus reivindicaciones. El ludismo cultural, entonces, se activa cada vez que nos preguntamos por el sabotaje, por la renuncia, por las estrategias mediante las que podemos, no ya apropiarnos de los medios de producción de la industria cultural en el capitalismo, sino destruir su maquinaria. ¿Podemos expropiar una máquina destinada a convertir en mercancía el trabajo creativo, los saberes y deseos de tantos y tantas? ¿Estamos dispuestos a renunciar al valor simbólico, al contenido de identidad con el que nos retribuye la industria a cambio de que engrasemos su máquina? ¿Es posible desertar? ¿Podemos girar las tornas? ¿Podemos reventar las tornas?
El ludismo cultural es Núria Güell, experta en expropiarle al poder su posición para subvertirlo, en usar el paraguas del arte para incidir, desde la acción directa, en los dispositivos de control de la sociedad neoliberal. El ludismo cultural es Gabriela Halac, quien, ante los buques fantasma de la edición industrial, defiende artefactos mutantes que regresan del exceso de producción para convergir en un limo de páginas negras abiertas a un devenir distinto para el término libro; Gavin Mueller publicó su ensayo sobre ludismo gracias a organizaciones secretas que, ajenas a la academia, le sostuvieron y cuidaron en la escritura más allá de las leyes del mercado.
Hito Steyerl, por su parte, propone un ejercicio de ilusionismo. Contra un mercado que exige la presencia continua del artista, no hay nada más subversivo que el Lorem ipsum: rellenar el espacio y marcharse de aquí, estar en otro lugar haciendo otras cosas (conspirando con otros, creando obras que nadie va a comprar, o no haciendo nada en absoluto), mientras el texto de muestra da cuenta del vacío, del hueco, de la inmensa oquedad del capital.
El ludismo nunca ha desaparecido. Los saboteadores están entre nosotros; la deserción, de hecho, está al alcance de todos.
Con estas, son 1.706 palabras. Me faltan 94:
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Rubén Prado Plaza | 26 mayo 2023
En medio de tu artículo está algo que pareciera ya ha ganado la batalla: la propuesta de confundir deliberadamente arte y cultura. Una iniciativa propia del neoliberalismo, planteada abiertamente a través del concepto de industria cultural.
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