En 2020, la fantasía y la ciencia ficción celebran centenarios tan destacados como los de Joan Perucho o Isaac Asimov, pero nadie recuerda que en 2015 se destacara el de Alice B. Sheldon. Tampoco que la predicción que hacía Roberto Bolaño en Amuleto –«Sheldon será una escritora de masas en el año 2017»– finalmente se ha cumplido. Es más, la mayoría de la gente ignora casi todo sobre esta gran renovadora del género conocida como James Tiptree, Jr., un seudónimo masculino sacado de un bote de mermelada. Amigo epistolar de Philip K. Dick y Ursula K. Le Guin, el misterioso Tip hoy en día no tendría ningún sentido, puesto que son mujeres como Sheldon las que están a la cabeza de la mejor ciencia ficción, y premios como los Hugo o los Ignotus lo han confirmado recientemente.
Hace exactamente medio siglo, es decir, en 1970, un joven aficionado a la ciencia ficción llamado Jeffrey D. Smith aprovechó un consejo de Harlan Ellison para enviar al misterioso James Tiptree Jr. una entrevista destinada a la modesta revista Phantasmicom. Las grandes obras del sorprendente Tiptree –«El eslabón más débil», «Houston, Houston, ¿me recibe?» o «Amar es el plan, el plan es la muerte»– aparecieron en los años inmediatamente posteriores, pero los primeros relatos de aquel narrador al que nadie había visto en persona llevaban un par de años en circulación, y Tiptree y su único medio de contacto –un apartado de correos en Virginia– generaban todo tipo de especulaciones. Para algunos era un agente de los servicios secretos; para otros, un funcionario del Gobierno; y, puestos a conjeturar, el escritor Robert Silverberg llegó a escribir que debía de ser «un hombre de entre cincuenta y cincuenta y cinco años, posiblemente soltero, amante de la vida al aire libre y de naturaleza inquieta; un hombre que ha visto mucho mundo y que lo conoce bien». El propio Smith, que acabaría siendo amigo íntimo y fideicomisario de Tip, durante años dio por sentado que se trataba de un hombre, y así lo reflejó en la que finalmente sería su primera y única entrevista al autor.
El supuesto hombre llamado Tiptree poseía unas singulares virtudes literarias: además de un estilo eléctrico y creativo, imaginaba como pocos la capacidad de razonamiento de los alienígenas, mezclaba las batallitas estelares del subgénero space opera con la trascendencia de la muerte y, oh, sorpresa, exhibía una conciencia feminista no siempre evidente pero del todo explícita en relatos como «Las mujeres que los hombres no ven». Sin ir más lejos, Don Fenton, el sexista narrador de esta historia, es incapaz de comprender la situación en la que se encuentran una madre y su hija, las Parsons, que las lleva a elegir una vida alienígena frente a una vida alienada entre sus congéneres humanos. Para terminar de rizar el rizo, en muchos de sus textos Tiptree planteaba asimismo osadas variantes en cuestiones sexuales, reproductivas y de género, algo que pronto le brindó las simpatías de grandes pioneras como Joanna Russ y Ursula K. Le Guin. Tal como se desprende de su correspondencia, aquel señor, se mirase como se mirase, se les parecía.
Y se les parecía, claro está, porque no era ningún señor, sino, como ahora sabemos, una señora llamada Alice B. Sheldon; una señora nacida en Chicago en 1915, con un doctorado en Psicología, ex miembro de las Fuerzas Armadas, pintora, artista gráfica, crítica de arte y muchas otras cosas en las cuales había logrado abrirse camino con éxito a pesar de una infinidad de obstáculos que sin duda en nuestros días tacharíamos de patriarcales. El descubrimiento, en 1976, de su verdadera identidad vino provocado por uno de los pocos errores que cometió mientras se carteaba con medio universo de la ciencia ficción norteamericana: mencionar que su madre, también escritora, acababa de morir. Al leer las esquelas de Mary Hastings Bradley, la madre de Alice B. Sheldon, los amigos que jamás habían visto a Tiptree sumaron dos más dos y el gran misterio del género de los años setenta fue desvelado sin que la autora renunciase a él. El seudónimo que le había hecho famosa –aunque no era el único; también firmaba como Raccoona Sheldon, una supuesta protegida– continuó funcionando hasta su muerte y aún lo hace, excepto en obras tan imprescindibles como la biografía Alice B. Sheldon, de Julie Phillips.
Se ha debatido mucho, y no siempre acertadamente, sobre el caso Tiptree/Sheldon. La escritora, como bien detalla Phillips en la mencionada biografía, justificó la elección del seudónimo masculino en parte como un juego literario y en parte porque ya había tenido que batallar con uñas y dientes en muchos frentes por la liberación de la mujer, y de golpe quería tener libertad para, simplemente, inventar historias. He aquí un matiz importante, por tanto: Alice Sheldon no se vio obligada, como en otros casos previos, a emplear un seudónimo masculino, igual que tampoco tuvieron que hacerlo sus colegas y amigas Russ o Le Guin. Sin embargo, como la decisión años más tarde de J. K. Rowling de elegir un nombre con iniciales neutras, Sheldon tuvo en cuenta el hecho de que el posible equívoco la beneficiaba. La ciencia ficción, siempre pionera en asuntos feministas –solo hay que recordar a la «inventora» del género, Mary W. Shelley, hija de Mary Wollstonecraft, la «madre» del movimiento–, era en algunos aspectos más abierta que la sociedad del momento, pero al mismo tiempo presentaba una inercia poco edificante que hasta la llegada del nuevo milenio privilegió los nombres de los hombres sobre los de las mujeres. Y al hablar de Tiptree en los años setenta aludimos a un periodo en el que ya había empezado a cuajar, cuando menos desde una perspectiva teórica, la tercera ola feminista de la historia. Quizás por eso la propia Le Guin, que durante años se carteó con Tip y que descubrió a la vez que todo el mundo que Tiptree era en realidad Alice B. Sheldon, fue incapaz de condenarla. Suyas son las famosas palabras: «Nos mintió y, a pesar de ello, nunca nos traicionó, ni una sola vez».
De aquí que, en la actualidad, en plena cuarta ola feminista –que afortunadamente también ha encontrado impulso en el mundo de las letras, y más todavía en el de la ciencia ficción y la fantasía–, tenga todo el sentido recuperar el fenómeno Tiptree/Sheldon. Ha transcurrido casi medio siglo, es cierto, y es un tema que no permite lecturas obvias, reivindicaciones populares ni eslóganes claros, pero el espejo roto que ofrece la autora, en su día supuestamente autor, de «Las mujeres que los hombres no ven» permite llegar a conclusiones tan complejas, insólitas y fascinantes como las que aparecen en sus obras.
Por eso, más allá de matices que no cabrían en estas líneas (entre ellos, la necesidad de rescatar del olvido a Tiptree, así como de denunciar el escaso número de sus obras que se encuentran disponibles en castellano y aún menos, por no decir ninguna, en catalán), un buen punto de partida para comparar la situación actual de las mujeres en el terreno de la ciencia ficción con la de la época de Sheldon sería, sencillamente, observar el palmarés de los premios más prestigiosos. Oficialmente, James Tiptree Jr. (aunque se retiró de una edición a la que se había presentado precisamente con «Las mujeres que los hombres no ven») ganó tres premios Nebula y dos premios Hugo, estos últimos en 1974 y 1977. Sin contarla a ella, durante toda la década de los setenta solo siete textos firmados por mujeres se alzaron con algún Hugo (de cuarenta posibles). A simple vista, y en lo que supone un contraste muy significativo, en los premios Hugo 2019 –los últimos celebrados en el momento de escribir estas líneas– las mujeres arrasaron en todas las categorías relevantes: Mary Robinette en mejor novela, Martha Wells en novela corta, Zen Cho en relato, Alix E. Harrow en relato corto, Becky Chambers en mejor serie de novelas y Marjorie Liu y Sana Takeda en novela gráfica.
Antes de los años setenta, solo un puñado de nombres esporádicos.
Durante la década de los 70, menos de una cuarta parte.
En 2019, todas.
Para aquellos que crean que puede tratarse de un dato sesgado, además de invitarlos a comparar los nombres de los ganadores y ganadoras de los últimos años con los de cualquier otra edición de los premios celebrada en el siglo XX, se les podría mostrar también el palmarés de los últimos premios Ignotus, otorgados el pasado noviembre por la AEFCFT (Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror): Cristina Jurado fue la ganadora en la categoría de mejor novela; Nieves Delgado, en la de novela corta; Rocío Vega, en la de cuento y también en la de antología; Becky Chambers, en la de novela extranjera; Nnedi Okorafor, en la de relato extranjero; Emil Ferris, en la de cómic; una reciente traducción de un libro de Ursula K. Le Guin, en la de ensayo; el premio al mejor artículo fue para Teresa P. Mira de Echevarría e incluso el premio al mejor web fue para La Nave Invisible, las activistas del género escrito por mujeres. Es decir, las mujeres vencieron en todas las categorías excepto en la de ilustración. ¿Qué pensaría Tiptree Jr. de listas como estas? ¿Qué ha cambiado entre la tercera y la cuarta ola feminista en el mundo de la ciencia ficción y la fantasía? Y, teniendo en cuenta que esto ha tenido lugar tanto en inglés como en castellano, ¿está pasando en todas partes? ¿Puede sacarse alguna conclusión de todo ello?
Hay otra forma de verlo: en el mundo anglosajón, la primera vez que se publicó una antología de autoras de ciencia ficción fue, claro, en los setenta. Concretamente en 1974, editada por la mítica Pamela Sargent bajo el título de Women of Wonder: Science Fiction Stories by Women About Women. Como explica la investigadora Teresa López-Pellisa, co-antóloga del reciente volumen Insólitas, hubo que esperar a 2014 para que en lengua castellana ocurriera algo parecido. Ese año, Cristina Macía y Cristina Jurado impulsaron la primera de las cuatro ediciones hasta la fecha de Alucinadas. En menos de un lustro, no obstante, ha surgido un buen número de antologías que posibilitan empezar a reescribir el canon, entre ellas Premio Ripley, Poshumanas y distópicas, Terroríficas, la misma Insólitas –de ámbito hispanoamericano– y otras que están en camino, independientemente de que engloben a autoras actuales o a clásicas pero olvidadas. Si a estas añadimos Deuda temporal o la mexicana La imaginación: la loca de la casa, y si nos fijamos en los estudios de especialistas como Lola Robles o la propia López-Pellisa, es evidente que las cosas no solo han empezado a cambiar en Estados Unidos.
De hecho, para muchos expertos, la incorporación masiva de autoras, lectoras, editoras y prescriptoras en todo aquello que denominamos géneros no realistas o no miméticos es ya claramente uno de los principales elementos que están renovando, si no revolucionando, la ciencia ficción, el género fantástico y demás. Junto con otros factores como la hibridación, la glocalización, la gamificación, el poshumanismo y el desarrollo de los enfoques LGBTIQ+, la revisión de temas, formas y aproximaciones que este histórico paso adelante por parte de las autoras está produciendo solo podrá alcanzarse por completo pasado un tiempo, pero ya estamos en condiciones de afirmar que será capital. En este sentido, si acumulamos el poso que se ha ido creando en las dos primeras décadas del milenio a partir de nombres como los de J. K. Rowling, Suzanne Collins, Stephenie Meyer, Kameron Hurley, N. K. Jemisin, Becky Chambers, Anna Starobinets, Susanna Clarke, Elizabeth Moon, Lauren Beukes, Ann Leckie, Aliette de Bodard, Nnedi Okorafor, Ana María Shua, Samanta Schweblin, Mariana Enríquez, Daína Chaviano, Laura Gallego y las veteranas oficiales en lengua castellana Elia Barceló, Cristina Fernández Cubas y Pilar Pedraza –por citar poco más de una veintena, una cifra muy fácil de duplicar e incluso de triplicar si añadimos a veteranas aún en activo como Margaret Atwood, Connie Willis o Angélica Gorodischer–, obtendremos una nómina perfectamente equiparable, en cuanto a la atención generada y a la capacidad de encontrar público, a la de toda la historia anterior, desde Christine de Pisan y Margaret Cavendish hace medio milenio al siglo XX en su integridad. (Quedaría para otro análisis, eso sí, qué parte de esta comparativa se debe al auge actual y qué parte a la invisibilización sistemática de las autoras de género a lo largo de la historia: el fenómeno que ha llevado a López-Pellisa a llamarlas «Las hijas de Metis», una acertada alusión a la esposa de Zeus olvidada por todos.)
Un último apunte en este breve texto que quiere ser un homenaje a Triptee/Sheldon como precedente de la revolución actual: ¿cuál es la situación en lengua catalana? Si, como decíamos, el fenómeno está fuera de toda duda en inglés o castellano, ¿pasa lo mismo en catalán? La respuesta más precisa, siguiendo los parámetros anteriores, sería no, todavía no. No: en los últimos premios Ictineu, los galardones catalanes del género, no han predominado las mujeres, a pesar de que la SCCFF (Societat Catalana de Ciència-Ficció i Fantasia) rinde homenaje desde hace tiempo a pioneras como Rosa Fabregat, Montserrat Galícia, Margarida Aritzeta o Carme Torras. Aunque en los últimos años también se han recuperado con éxito obras de género de autoras clásicas como Mercè Rodoreda, Maria Aurèlia Capmany o Víctor Català –nuestra Tiptree avant la lettre–, el trabajo que hay por delante en este terreno es demasiado importante como para soñar con que una investigadora del estilo de Robles o López-Pellisa reescriba el canon catalán. Por último, en lo que respecta a las antologías, no existe ninguna sobre mujeres que se dediquen al género fantástico en catalán. Al menos no hasta este mes de febrero, cuando la editorial Males Herbes publique la primera, con una quincena de nuevas voces femeninas que tratan lo insólito y que llevará por título Extraordinàries. ¿Un síntoma? ¿Un posible punto de inflexión? ¿La evidencia de un cambio de paradigma, en el cual, parafraseando el relato de Tiptree Jr., las mujeres que renuevan la ciencia ficción y la fantasía comenzarán a ser vistas también por los hombres, por todos los hombres, tal como merecen y como deberían verlas tanto los hombres como las mujeres, sin más consideraciones? Porque, en el fondo, no nos engañemos, la gran, la pionera, la visionaria Alice B. Sheldon lo explicaba perfectamente: son los hombres, determinados hombres, que también están dentro del género, los que todavía hacen como el personaje de Don Fenton y no entienden a las Parsons y sus circunstancias. Son ellos, y su herencia heteropatriarcal, los que boicotean el cambio incluso sin ser conscientes; estos hombres y el número cada vez menor de mujeres que actúan como ellos, que no las ven, que no las quieren mirar a menos que sea, como en el caso de Fenton, en su dimensión más sesgada.
La diferencia, esta vez, es que las mujeres del cuento no se marcharán con extrañas criaturas. Serán los hombres menos sensibles o atentos los que, si no aceptan la justa reivindicación de las hijas de Metis, poco a poco acabarán convertidos en seres de otro mundo. Serán ellos quienes dejarán de ser vistos por las mujeres y por el resto de hombres, o se limitarán a ser vistos como ficciones de época. De una época pasada. Monstruos o extraterrestres.
Ricard Ruiz Garzón
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