Las interferencias humanas en el clima nos han situado ante una necesidad insoslayable: pasar de un mundo basado en la quema de combustibles fósiles a otro «descarbonizado». Las instituciones culturales, como puntos estratégicos de comunicación y creatividad social, deben contribuir a la transición hacia una nueva cultura de la energía, «baja en carbono» y protectora del clima. Porque hacen falta nuevas miradas y un intenso diálogo social para alentar un profundo cambio cultural.
Los científicos alertan desde hace años de la necesidad ineludible y urgente de estabilizar las concentraciones atmosféricas de CO2 y otros gases que atrapan calor, para evitar que el clima se desestabilice de forma peligrosa. Las dimensiones del reto son enormes: un reciente trabajo aparecido en la revista Nature [1] estima que, para tener un 50 % de posibilidades de mantener el calentamiento global por debajo de 2 °C, es necesario renunciar a quemar el 80 % de las reservas conocidas de carbón, el 50 % de las de petróleo y el 30 % de las de gas. Por su parte, la «hoja de ruta para una economía baja en carbono» de la Unión Europea propone, para 2050, un recorte de las emisiones de un 80 % respecto a los niveles de 1990, que debe ser íntegramente logrado con reducción de las emisiones propias, sin recurrir a mecanismos como el comercio de emisiones.
Sin embargo, en la actualidad, las emisiones globales de gases que atrapan calor (también denominados gases de efecto invernadero) no se encuentran, ni siquiera, estabilizadas: de hecho, en la primera década del siglo XXI han superado todos los valores previos, creciendo a un ritmo mayor que en las décadas precedentes [2].
Es forzoso reconocer que, hasta la fecha, la respuesta social y política está resultando insuficiente. Los estudios de percepción social [3] indican que la sociedad reconoce mayoritariamente el cambio climático como real y atribuye el fenómeno a la actividad humana. Las encuestas también señalan que se valora su peligrosidad y se reconoce la necesidad de emprender acciones para limitar las emisiones. Sin embargo, a efectos prácticos, nuestra vida se desarrolla «como si el cambio climático no existiera». Se diría que la sociedad ha decidido, en la práctica, ignorar la cuestión, mirar hacia otro lado, seguir la política del avestruz.
De hecho, los estudios que analizan la cobertura mediática del cambio climático coinciden en señalar que su tratamiento en los medios no solo es escaso, sino que ha disminuido sustancialmente desde 2007. Y los estudios demoscópicos señalan que cada vez leemos y oímos hablar menos sobre el tema.
No es fácil explicar cómo es posible que, de forma colectiva, las sociedades humanas de todo el mundo hayan optado por ignorar –de modo más o menos deliberado– un fenómeno que es descrito con frecuencia como la principal amenaza al bienestar humano en este siglo.
Los medios de comunicación han tenido un papel esencial en el reconocimiento del cambio climático y sus riesgos, pero no han facilitado en la misma medida que lo incorporemos a nuestras agendas personales y colectivas. En palabras de la empresa de comunicación Futerra, «el cambio climático se ha convertido en una fuente permanente de malas noticias que dibujan un panorama lúgubre y deprimente, sin perspectivas de solución, que no motiva a la acción responsable.»[4]
La comunicación del cambio climático se ha centrado en dar cuenta de los impactos presentes y las amenazas y riesgos que plantea. No en vano el icono más reconocible del problema es una pareja de osos polares sobre un trozo de hielo inestable. Pero la información sobre los riesgos puede resultar frustrante y desmovilizadora si no se apuntan posibles salidas que nos permitan limitarlos. Reacciones como la negación de la realidad del cambio climático, el rechazo de su peligrosidad o la actitud de no querer saber sobre el tema pueden estar alimentadas por la sensación de que nos encontramos ante un problema tan amenazador como difícil de abordar.
En estas circunstancias, las instituciones culturales, como puntos estratégicos de comunicación y creatividad social, pueden hacer contribuciones valiosas. Me permito destacar algunas que, en el momento actual, pueden ser especialmente relevantes:
- Hablar de «ello». Las instituciones culturales contribuyen a definir los temas de atención social. Por ello pueden contribuir a situar el cambio climático en la agenda comunicativa, algo esencial para evitar que la sociedad siga «mirando hacia otro lado».
- Contribuir a identificar nuestras responsabilidades. En realidad, todos contribuimos –directa o indirectamente– a alimentar el cambio climático. Todos formamos parte, en mayor o menor medida, de la compleja red de responsabilidades que lo alimenta. Reconocer las contribuciones –propias y ajenas– al problema y nuestra posible aportación a las respuestas es un punto de partida imprescindible.
- Aportar nuevas perspectivas. El cambio climático no es (solo) un tema científico; tampoco es (solo) un riesgo ambiental, ni es (solo) un debate de cifras propio de la alta política internacional. Es una de las grandes amenazas al bienestar humano en las próximas décadas. Una amenaza que nos sitúa ante un formidable reto colectivo, con una evidente dimensión cultural, con implicaciones sociales, éticas y morales que deben ser socialmente consideradas. Las instituciones culturales pueden aportar nuevas miradas al panorama comunicativo. Por ejemplo, resaltando sus dimensiones humanas, o tendiendo puentes entre un fenómeno complejo y global y nuestras decisiones concretas y locales.
- Facilitar el diálogo social. En sociedades democráticas, resulta inimaginable abordar los cambios que se derivan del abandono de los combustibles fósiles sin que se plantee una deliberación social sobre los temas clave que definen nuestra cultura energética: el urbanismo, el transporte, la alimentación, la producción de energía, la economía, el ocio… Las instituciones culturales constituyen valiosos puntos de encuentro que pueden facilitar diálogos en clave climática.
- Dejar de alimentar aquello que no es compatible con nuestro bienestar. En un mundo finito no todo es posible ni deseable. La tensión entre libertad y límites es difícil de gestionar, pero ignorarla no es una opción realista, aunque en el plazo más corto resulte popular. Años de uso de la energía «como si el mañana no existiera» han ido generando un lenguaje y unas prácticas sociales que no pueden seguir siendo respaldadas de manera acrítica, aunque gocen de una aceptación amplia.
La manera en que las sociedades dan sentido al fenómeno del cambio climático y le dan respuesta se construye culturalmente. Por eso, la comunicación social es esencial para crear una cultura de cuidado del clima. ¿Ayudamos a construirla?
[2] IPCC (2014b). Climate change 2014. Synthesis Report. Contribution of working groups I, II and III to the Fifth Assessment Report of the IPCC. Ginebra, Suiza: IPCC.
[3] Meira, P.A.; Arto, M.; Heras, F.; Iglesias, L., Lorenzo, J.J.; Montero, P. (2013). La respuesta de la sociedad española ante el cambio climático. 2013. Madrid: Fundación Mapfre.
[4] Futerra (2006). Climate fear v climate hope. Are the UK’s national newspapers helping tackle climate change? Londres: Futerra.
Deja un comentario