Laboratorio planetario

La búsqueda del conocimiento requiere una visión holística que integre distintas disciplinas y saberes.

Hombre con una lupa. La Haya, 1946

Hombre con una lupa. La Haya, 1946 | Koos Raucamp, Nationaal Archief | Dominio público

La inflación semántica del sufijo lab nos obliga a reflexionar sobre la historia inacabada de los laboratorios y su futuro como uno de los espacios del conocimiento que abarca todo el planeta. Segunda entrega de la trilogía inspirada en la cita de Michel Serres: «Planeta: habitat, laboratorio y altar».

Resulta sorprendente que todavía no se haya elaborado una historia completa del laboratorio.
Henning Schmidgen

Está en juego un deseo muchísimo más arduo: el de alumbrar un poema donde la ciencia cante.
María Negroni

Desde comienzos del siglo XXI, los cambios que han tenido lugar en los principales espacios del conocimiento son vertiginosos. Las aulas han sufrido una continua mutación debido a la influencia de las pedagogías de vanguardia, favoreciendo un enfoque más participativo y colaborativo, pero también se han visto afectadas por la fuerza disruptiva de las nuevas tecnologías. Las bibliotecas han pasado de ser un espacio exclusivo para la lectura y consulta de libros a convertirse en centros multimedia donde acceder a los principales soportes digitales, además de programar cursos, talleres y conferencias impensables en el siglo pasado. Finalmente, los laboratorios no solo han evolucionado hacia un enfoque más empírico y práctico, sino que han experimentado una inflación semántica poniendo de moda el sufijo lab-, activando una diseminación que va de los laboratorios ciudadanos a las incubadoras de unicornios, de los clúster políticos y corporativos a las sofisticadas instalaciones en las que se investiga, desarrolla y aplica todo lo que las ciencias duras -dinamizadas por una IA de velocidad exponencial- nos permiten y prometen.

Sin embargo, estos cambios acelerados no han impedido que diversos informes nacinales e internacionales generen una preocupación recurrente al evaluar el progreso o retroceso en la educación, las habilidades en lectoescritura, la capacidad de síntesis, el tiempo de atención y concentración, así como el desarrollo del pensamiento abstracto, creativo y crítico. Esta inquietud puede incluso manifestarse como «desasosiego epistemológico», lo que sugiere la necesidad de continuar con una profunda revisión de las matrices intelectuales, sociales, económicas y políticas en las que estamos inmersos. Si las principales epistemologías científicas han sido el empirismo, el racionalismo y el constructivismo, cada una en conflicto con las otras, quizá haya llegado el momento de intentar conciliarlas a través de una epistemología holística [1] que permita una visión más amplia, heterodoxa e integradora de nuestras formas de conocer y hacer mundos, revisitando también aquellos saberes que consideramos irracionales, salvajes, primitivos o superados.

Laboratorium [2]

En un grabado en madera del siglo XVI, dos alquimistas trabajan afanosamente en medio de un fantástico desorden. El de la izquierda manipula un recipiente en un atanor donde se observan nubecillas feroces provocadas por el fuego. El alquimista tiene los ojos cerrados y la boca entreabierta. En el centro de la escena, el segundo alquimista se rasca la cabeza con la mano derecha. Podría concebirse como una viñeta de cómic medieval. El grabado revela matraces, fuelles, morteros, alambiques, balanzas, pipetas de pico alargado, etc., pero el conjunto de la escena transmite un desconcierto hilarante. Sin embargo, si observamos otros grabados del mismo siglo descubrimos grandes espacios dedicados a los trabajos alquímicos en los que los instrumentos están colocados de forma ordenada, con si esperasen ser utilizados con precisión y control. Los tópicos nos dicen que los alquimistas buscaban la transmutación de los metales en oro, la piedra filosofal que permitiese, entre otras cosas, la inmortalidad del oficiante. La conclusión habitual es facilista: se trata de un conocimiento trasnochado propio del oscurantismo de la Edad Media.

Se olvida con frecuencia que la alquimia es una disciplina que comprende varias tradiciones filosóficas que abarcan cerca de cuatro milenios y tres continentes. Se subestiman sus contribuciones a las industrias artesanales de su época, como la obtención de la pólvora, el análisis y refinamiento de minerales, la metalurgia, la producción de tintes y cosméticos, el curtido del cuero, la fabricación de cerámica y cristal y la preparación de extractos y licores. Además, se ignora la evidencia de que pioneros de la ciencia moderna como Tycho Brahe, Isaac Newton, Johannes Kepler o Robert Boyle también fueron alquimistas. [3]

Filósofos naturales

William Whewell, Charles Babbage, John Herschel y Richard Jones, los cuatro magníficos de Cambridge, habían dejado de practicar la alquimia, pero conservaban la utópica esperanza de entender el mundo en su totalidad. Durante toda su vida mantuvieron una amistad inquebrantable, [4] compartiendo hallazgos y decepciones, asombros y discrepancias sobre ese tránsito que conduciría al nacimiento de la ciencia moderna, tal como hoy la conocemos. Todos leían griego, latín, francés y alemán, y sus intereses abarcaban las ciencias naturales y sociales y la mayoría de las artes. Inspirados por Francis Bacon, soñaban con una ciencia que tuviese su propio método, abierta al resto de disciplinas nacientes. Sabían que el progreso científico es un proceso social. Los avances no se realizan en el vacío, sino en medio de los torbellinos políticos, económicos y bélicos de cada época. Si hubiesen nacido en la segunda mitad del siglo XX, habrían sido hombres de tercera cultura interesados incluso por las críticas a la ciencia que nacen en los laboratorios modernos, precursores de autores como Bruno Latour, Michel Serres o Paul Feyerabend. Fueron los últimos exponentes de una especie casi extinguida: los filósofos naturales. Ellos también se habrían visto desplazados por la progresiva emergencia de las dos culturas que separan drásticamente arte y ciencia, filosofía y ciencia, ciencia y humanidades.

Instrumentos revolucionarios

Microscopios creados y perfeccionados por los artistas de la óptica para estudiar el microcosmos de las infecciones y de los fermentos. Telescopios cada vez más precisos para escudriñar la profundidad irreversible del giro copernicano. Termómetros para calibrar la temperatura de los cuerpos y la dilatación de los materiales con mediciones rigurosas. Balanzas analíticas para saber con exactitud las masas de las sustancias químicas. La propia luz descompuesta en longitudes de onda para explorar el espectro electromagnético. Danzas centrífugas de partículas que facilitaron la separación de las mezclas… ¿Cómo no asombrarnos ante el poderoso instrumental de los laboratorios modernos que no deja de perfeccionarse y expandirse desde el siglo XIX?

La teoría de la relatividad, la mecánica cuántica, la irrupción de la cibernética y el desciframiento del código genético fueron revoluciones muy poderosas que transformaron radicalmente los laboratorios de la modernidad extendiendo sus redes y resituando sus herramientas en todos los rincones del planeta y en la inmensidad del espacio exterior. El laboratorio nunca ha dejado de ser planetario o interplanetario.

El reverso de este portentoso despliegue no oculta el hecho de que miles de científicos desencantados se vean sometidos a las exigencias del credo extractivista y productivista, cuyos dioses más venerados son la guerra, el capital y, en última instancia,  los fetiches de la innovación permanente y la caducidad programada. La expansión del laboratorio moderno no puede entenderse sin tareas y objetivos acotados para favorecer y acelerar necesidades, aplicaciones y artefactos conforme a las diferentes revoluciones industriales que han tenido lugar a partir del siglo XVIII.

Marcianos, árboles e isótopos

Cuanto más conciencia de las relaciones y conexiones perdemos, más se empobrece nuestra visión del mundo. Podemos quedarnos a vivir en el gran parque temático en que se ha convertido nuestra mente o podemos continuar amplificando nuestra libertad cognitiva para admitir a todos los actores y agentes que intervienen en el ensamblaje de aquello que llamamos «realidad». Los reduccionistas duros se enfadan cuando a los dragones y licántropos se les permite campar a sus anchas al mismo nivel que a los protones y electrones, pero nada impide que los conectemos de algún modo, pues para eso hemos inventado la «ficción». Y además, los caminos de la ciencia y la ficción son inescrutables. El relato completo siempre está en construcción, como lo demuestran las asombrosas historias de la propia ciencia.

En 1894, Percival Lowell, un excéntrico y obcecado astrónomo estadounidense fundó en Arizona el observatorio de Flagstaff, convencido de que Marte tenía canales construidos por una civilización afectada por la escasez de agua, las sequías y un cambio climático acelerado. Sin embargo, en la propia corte de Lowell, un joven astrónomo llamado Andrew E. Douglass demostró que tales canales no existían y centró su atención en el estudio de las manchas solares, y en cómo ampliar las observaciones iniciadas por Galileo en el siglo XVII. Douglass intuía que los periodos de máxima actividad solar debían dejar algún tipo de rastro en el clima de la Tierra; se enfrentó a numerosos obstáculos y resistencias en sus investigaciones, pero, como Lowell, era terco, audaz y perseverante, hasta el punto de que hoy se lo conoce como el padre de la dendrocronología: el método que se utiliza para determinar la edad de los árboles mediante el estudio de los anillos de crecimiento que se forman en su tronco, y que daría lugar en los años sesenta a la técnica del C14, un isótopo del carbono que permite datar la edad de todo lo que sea de origen orgánico:[5] huesos de animales,  esqueletos humanos, santos sudarios, restos de madera, símbolos de un papiro…, así como todas las revelaciones, teorías y especulaciones que esta huella radiactiva lleva aparejada. Cómo intuir que la naturaleza prefiere la escasez a la abundancia o que la longevidad se vincula al triunfo sobre una consecuente serie de adversidades. Lo que comienza siendo una obsesión marciana acaba permitiendo la datación de las primeras civilizaciones humanas. Un error garrafal puede dar lugar con el tiempo a un conocimiento profundo del tiempo. La ciencia es una ficción que siempre legitima su relato. La ficción es también una ciencia que opera por medio de innumerables pruebas y errores.

El libro de la naturaleza se ha escrito sin fronteras disciplinarias, ni dualismos estériles. Lo sabía Rachel Carson, que anticipó en los años sesenta las primaveras silenciosas, lo sabe Dave Goulson, que imagina las consecuencias de un mundo sin insectos; Robin Wall Kimmerer, que explora los fascinantes secretos del musgo, Richard Powers cuando narra el clamor de los bosques o Stefano Mancuso, que convierte la neurobiología vegetal en un arte alquímico, literario y científico.

El planeta Tierra es el aula donde nunca dejamos de aprender, la biblioteca infinita que se oculta en el hielo, el vasto laboratorio donde todos los seres vivientes interactúan en una danza milenaria que, como en la Metamorfosis [6] de Ovidio, se convierte en breviario celeste y telúrico de ontología y gnoseología para entender cómo aprendimos a pensar. Una canción donde se enlazan bacterias, hongos, insectos, peces, moluscos, mamíferos, palmeras, aves, cereales, reptiles y orquídeas. Una melodía sin fin que perpetúa el poder del asombro, guiada por la humildad y la perseverancia en busca de una atención plena posible, utópica o deseada sobre todo cuanto sabemos e ignoramos.


[1] La unidad del conocimiento es una búsqueda permanente. Las dificultades existentes en la actualidad, debido al elevado número de disciplinas científicas y humanistas, no impide continuar con una tarea de “«integración» que recorre los siglos. Edward O. Wilson lo explica magistralmente en Consilience: la unidad del conocimiento (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 1999, traducción de Joandomènec Ros).

[2] Véase el análisis crítico de Henning Schmidgen en su artículo sobre la historia de los laboratorios.

[3] Aunque la lectura de Contrapolíticas de la alquimia, de Andityas Matos (Barcelona, NED Ediciones, 2024, traducción de Francisco de León) es posterior a mis reflexiones sobre la alquimia, sugiero leer el libro de Matos. Es un ensayo estimulante y provocador.

[4] Para un conocimiento riguroso de esta fecunda amistad véase el excelente libro de Laura J. Snyder El Club de los desayunos filosóficos. Cuatro notables amigos que transformaron la ciencia y cambiaron el mundo (Barcelona, Acantilado, 2021, traducción de José Manuel Álvarez-Flórez).

[5] Willard Frank Libby fue el inventor de la técnica de datación con carbono-14. Ganó el Premio Nobel de Química en 1960 por el desarrollo de este método para el análisis temporal. Su sistema revolucionó campos como la arqueología y la antropología, permitiendo determinar la edad de materiales orgánicos con una antigüedad de hasta unos 40.000 años. El laboratorio de Investigación de los Anillos de los Árboles fundado por Douglass puso su saber al servicio de Libby, pues gracias a la dendrocronología las plantas conformaban una serie cronológica de más de nueve mil años que servía como referencia para calibrar la técnica del radiocarbono.

[6] Es curioso comprobar que Michel Serres y Stefano Mancuso, dos autores de «tercera cultura», coinciden en recurrir al clásico de Ovidio para ejemplificar la fascinante transformación de los ecosistemas terrestres, revelando un proceso casi imposible de sistematizar y que ha influido en nuestras formas de pensar y de inventar, tal como intuía el autor romano en las primeras líneas de su obra invocando el lenguaje de las formas transformadas en cuerpos nuevos, sin interrupción desde el origen del mundo hasta nuestro propio tiempo.

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