La silicolonización del mundo

La irresistible expansión del liberalismo digital apunta a regular el curso de la vida mediante algoritmos.

Desfile para conmemorar el 750º aniversario de Berlín. Berlín, 1987

Desfile para conmemorar el 750º aniversario de Berlín. Berlín, 1987 | Thomas Uhlemann, Bundesarchiv | CC BY-SA

Vivimos en un mundo hiperconectado que el filósofo Éric Sadin lleva tiempo analizando. En su libro La humanidad aumentada (Caja Negra Editora, 2017) Sadin postula la emergencia de una «humanidad paralela» capaz de procesar más eficazmente la gran cantidad de información que se genera, dando lugar a una gubernamentabilidad algorítmica. En su nuevo libro, Sadin analiza la cuna de las tecnologías digitales con sede en Silicon Valley y rastrea de qué forma estas buscan redefinir nuestras existencias por medio de los ecosistemas digitales. Por cortesía de Caja Negra Editora publicamos un avance del libro La silicolonización del mundo. La irresistible expansión del liberalismo digital, que verá la luz en junio de 2018.

Históricamente, la colonización suponía veleidades agresivas de dominación que apuntaban a apoderarse de los territorios por medio de la fuerza, y se topaba con resistencias feroces o bien lograba una colaboración interesada. Procedía de la imposición de un orden sobre otro orden existente, apuntando a la explotación de los recursos naturales y de las energías humanas en vistas a enriquecer a las fuerzas conquistadoras y sus países de pertenencia. No es este el caso; se trata de una voluntad endógena que estima que este esquema económico y cultural reviste, más allá de su foco de origen, un valor universal que se ha convertido en el patrón para la medida de la vitalidad económica de los países, y que, por la evidencia de su verdad, debe ser importado y activamente implementado.

Es un impulso «autocolonizador» movido por dos motores que actúan de modo conjunto. En primer lugar, a través del proselitismo de actores que, habiendo actualizado su «sistema de explotación conceptual» y tocados por la gracia, difunden por todas partes los preceptos de la «biblia siliconiana». Está en marcha un movimiento poderoso que se manifiesta en la expansión de una doxa difundida por los industriales, la mayoría de los economistas, las universidades y las grandes escuelas, las agencias de prospectiva, los think tanks y los órganos de presión de todos los órdenes, los teóricos del management o incluso las portadas de las revistas, que celebran a diestra y siniestra a los start-uppers que «rompen esquemas». Se pregona el dogma «franciscano» en las conferencias TED a golpe de eslóganes que pueden ser «compartidos» en ciento cuarenta caracteres, o en grandes misas profesionales bajo la forma de prédicas pronunciadas por «expertos sacerdotes» que confirman, con ayuda de diapositivas sintéticas y a través de «experiencias adquiridas», la verdad del evangelio siliconiano.

Pero el núcleo de ese seguidismo, además de esos «resortes naturales», es alentado por la clase política –y eso va más allá del enfrentamiento derecha/izquierda, está dentro de un consenso social-liberal mayoritariamente activo en las democracias–, convencida de que «de ahora en adelante hay que adaptarse a lo que haga Silicon Valley».[1] En la vanguardia de la silicolonización del mundo se sitúan, a igual título que los industriales, los representantes electos y los responsables de las administraciones del Estado. Sería falso decir de ellos que «estarían superados»,[2] porque en verdad proceden a la institucionalización del espíritu de Silicon Valley en el seno de entidades cada vez más numerosas y variadas del sector público.

What is La French Tech?

En segundo lugar se produce la self-colonization de los territorios, puesto que después de mediados de la primera década del siglo XXI, la fascinación ya no quiere ser pasiva, sino que se manifiesta a través de acciones concretas, por la construcción de valleys en los cinco continentes, bajo la forma de parques industriales e «incubadoras», destinados a favorecer la creación de empresas start-up, a unir a los distintos actores y a subirse sin demora al tren de la economía de los datos. Son «valles del conocimiento» que en la mayor parte de los casos constituyen el objeto de «consorcios públicos/privados» según la nueva norma estatal-liberal de reordenación de los territorios. Estos «polos de competitividad» se benefician de subvenciones concedidas por los gobiernos o las colectividades territoriales y se encuentran a veces ornados con sellos de calidad otorgados por comités de expertos que dan testimonio de la importancia de estas nuevas causas nacionales. Es el caso de la marca La French Tech, que pretende rivalizar con la poderosa águila que es Silicon Valley, y que exhibe como logo un gallo bermellón generado aparentemente por un programa de imágenes sintéticas que dataría de los años noventa, con la mirada perdida y en una postura aceptablemente rígida y torpe. El ícono, de diseño pasado de moda y de modestia sorprendente, ¿expresa una confesión inconsciente en cuanto a la imposibilidad de rivalizar verdaderamente con el modelo original a pesar de las intenciones anunciadas? Porque el gallo nunca se va a transformar en águila y siempre va a ser esta última la que, al final de la historia, devore su carne y su alma. Es una suerte de lección parecida a una fábula de La Fontaine, pero actualizada y digna de consideración.

Francia, que en otros tiempos supo ser una de las grandes potencias coloniales y que difícilmente supo liberarse de ese pecado, se somete hoy con entusiasmo a un modelo que contribuye no solo a alterar su especificidad industrial histórica en favor del modelo siliconiano, sino incluso a desmantelar numerosos logros jurídico-políticos, entre los cuales algunos que fueron forjados por ella misma e inspiraron al mundo. Creemos en vano que cada país posee su propia identidad, que reconfigura las cosas a su modo, y probablemente esté inscrito en el proceso de colonización conceder una «tonalidad local» a la norma hegemónica. Más allá de los fenómenos de superficie, lo único que cuenta es la estructura principal, la que, en este caso, ignora las concepciones divergentes y potencialmente honestas para comprometerse con un esquema unilateral ultrajante que, con la única finalidad del beneficio, apunta a regular el curso de la vida mediante algoritmos.

Puesta de sol sobre Silicon Valley. California, 2016

Puesta de sol sobre Silicon Valley. California, 2016 | Anthonyavalos408, Wikimedia Commons | CC BY-SA

 

Conviene proceder a un análisis del «contagio de las ideas», o una «epidemiología de las representaciones», para retomar los términos de Dan Sperber.[3] Es decir, examinar ciertos micromecanismos psicológicos que, a fuerza de enredarse y mantenerse vigentes, engendran macrofenómenos sociales. Es preciso captar la parte de afecto que existe en aquello que deriva, en gran medida, de una creencia en una forma de salvación a partir de suposiciones vagas. Es la razón por la cual los gurúes de todo tipo encarnan a las nuevas stars de las conferencias profesionales, y son invitados a hacer valer sus conocimientos en el seno de un contexto singular que mezcla incertidumbre en cuanto a la viabilidad del modelo y un sentimiento de ineluctabilidad respecto de su realización futura. Ofrecen una garantía a la fe, justificando a través de la clarividencia de su «visión» la justeza de la convicción, porque lo que caracteriza la economía digital, desde el advenimiento de lo que se denominó net economy a mediados de los años noventa hasta hoy, es que nunca antes un movimiento industrial se había basado tanto en conjeturas y proyecciones azarosas, en vez de sobre realidades constatadas y resultados patentes. Son ejercicios de futurología euforizante que preceden a los hechos y que son necesarios para la legitimación de las iniciativas, contribuyendo especialmente a convertir en marginal cualquier contradiscurso escéptico.

Y en este sentido se ha cruzado también un umbral; asistimos a un alto nivel de entusiasmo emparentado con el misticismo deslumbrado de un Merlín encantador, ridículamente vestido con un traje de Superman, que nos libera de las angustias de la época. Habría que pasar, entonces, de una psicosociología[4] –como la pregonada por Gilbert Simondon, cuyo objetivo era definir los componentes psicológicos que influyen en las evoluciones técnicas más allá de su transcurso aparentemente «natural»– a una psicopatología, que es tanto el propio Silicon Valley como el «deseo de Silicon Valley». Ambos constituyen un nuevo síndrome que habría que colocar en la lista de las nuevas enfermedades mentales de nuestro tiempo: el psiliconismo. Sabemos hasta qué punto Frantz Fanon, un estudioso lúcido y metódico de la colonización y las luchas descolonizadoras, que también era psiquiatra de profesión, vinculó los fenómenos de colonización con las patologías psiquiátricas a través de las formas de desposeimiento a las que inducen. Y este análisis se hace eco de la doble forma que tiene el desposeimiento contemporáneo. Primero, el desposeimiento respecto de nuestro poder de deliberación colectiva relativa a un fenómeno que se pretende inevitable y que se impone bajo una precipitación irreflexiva y culpable. Y, en segundo lugar, el desposeimiento –más determinante todavía, aunque de otra manera– de la autonomía de nuestro juicio causada por el hecho de que el principal resorte de este modelo económico depende de la neutralización de la libre decisión y de la espontaneidad humanas.


[1] «Hay que adaptarse a lo que haga Silicon Valley», afirma Paul-François Fournier, del BPI, en Liza Kroh, «French Tech : label affaire», Libération, 5 de enero de 2016. El BPI (Banque Publique d’Investissement (‘Banco Público de Inversión’), también «Bpifrance») es un establecimiento público que destina fondos de apoyo a empresas start-up y de «La French Tech», en un presupuesto consagrado a ello que se elevaba, cuando se creó en 2012, a 600 millones de euros, y que fue incrementado en 1,4 millones de euros anuales hasta 2016.

[2] Véanse ciertos artículos u obras que afirman, de manera errada, que la clase política iría «a la zaga» del movimiento general de la «innovación» digital, o incluso que «no entendería gran cosa sobre las mutaciones tecnológicas contemporáneas». Este postulado equivocado supone, primero, que la verdad se ubica del lado de aquellos que sí habrían comprendido e integrado la naturaleza de dichas evoluciones, y oculta, luego, el vivo y reciente voluntarismo de los responsables políticos para sostener, por medio de fondos públicos, el desarrollo de la «economía del dato».

[3] Dan Sperber (1996). La Contagion des idées. Théorie naturaliste de la nature, París: Odile Jacob.

[4] Sobre la noción de «psicosociología», v. Gilbert Simondon (2017). Sobre la técnica, Buenos Aires: Cactus.

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