Más allá de un foro público, en los últimos años Twitter se ha convertido también en la plataforma idónea para compartir historias de amor centenarias, crónicas estivales con sucesos paranormales o descubrimientos asombrosos protagonizados por bacterias de otro planeta. ¿Cuáles son los precedentes de estas historias demasiado increíbles como para ser ciertas? ¿Y cómo hemos llegado a ellas?
Miles de neoyorquinos huyeron de sus hogares presos del pánico la noche del 30 de octubre de 1938. Al mismo tiempo, enjambres de ciudadanos se apiñaron en las calles de las principales ciudades norteamericanas para tratar de divisar en los cielos la invasión extraterrestre de la que acababan de informar por la radio.
Una serie de naves marcianas estaban impactando contra la Tierra con extraterrestres en su interior. Descritos como unos seres tentaculares tan grandes como un oso, con boca palpitante y ojos negros y brillantes, los invasores estaban derrotando a las fuerzas militares usando una especie de «rayo de calor» y gases venenosos. Un hombre murió a causa de un paro cardíaco en su hogar, impresionado por las noticias. Otros, aterrorizados, decidieron saltar desde lo alto de sus edificios.
Pero, por suerte, nada de esto sucedió realmente.
La crónica de la supuesta invasión extraterrestre no era sino la célebre dramatización radiofónica dirigida por Orson Welles y escrita por el guionista Howard Koch, una adaptación de La guerra de los mundos, de H. G. Wells. No se trataba de la primera obra que Welles y Koch adaptaban para la radio: semanas antes ya habían firmado la dramatización de novelas como Drácula, La isla del tesoro o La vuelta al mundo en 80 días para un espacio semanal emitido por la red de emisoras de la CBS, pero fue la adaptación de la obra de ciencia ficción de Wells —con formato de falso noticiario y conexiones en directo con actores interpretando a políticos y periodistas— la que les catapultó al éxito.
Tampoco fue la primera vez que se utilizaba el formato de falso informativo en una emisora de radio. Un claro precedente, reconocido por el propio Welles, fue el del escritor y sacerdote católico Ronald Knox, que en 1926 escribió para la BBC una ficción en la que una charla sobre literatura británica del siglo xviii era interrumpida por boletines informativos que hablaban de un motín en Londres, una escalada de violencia que terminaba con el Big Ben destruido, el hotel Savoy incendiado y un político linchado. Aun así, es en el primer gran éxito radiofónico dirigido por Orson Welles en el que pensamos cada vez que aparece una obra que se sitúa en los límites entre realidad y ficción. Y, si lo hacemos, no es solo por el propio talento de Welles, Koch y su equipo, sino que también es gracias al papel que jugaron los medios alimentando el mito, ya que si aquella noche de 1938 no fuimos invadidos por los marcianos, la historia que llegó impresa a los kioscos era igual de fantasiosa.
¿Qué sucedió aquella noche?
No existe ningún registro que confirme que las calles y carreteras norteamericanas se llenasen de multitudes asustadas durante o después de la retransmisión de La guerra de los mundos. La afirmación que señalaba la muerte de un hombre a causa de un paro cardíaco nunca consiguió ser verificada, y tras consultarlo en hospitales de la ciudad de Nueva York, ninguno pudo certificar que tuviera constancia de suicidios o casos relacionados con la emisión del programa. Una parte de los oyentes creyeron todo lo que escucharon, por supuesto, pero como señala A. Brad Schwartz en su ensayo Broadcast Hysteria, «decir que La guerra de los mundos no asustó a nadie sería tan inexacto como decir que aterrorizó a un millón de personas». Esto no impidió a los medios de comunicación abrir sus ediciones del día siguiente con titulares tan sensacionalistas como «Oyentes entran en pánico al pensar que una obra teatral radiofónica era real», «La histeria se apodera de la gente» o «Dramatización radiofónica aterroriza a la nación», prendiendo la mecha del boca a boca sembrada por Welles y dejando en manos de la población —hubieran escuchado la retransmisión o no— la distorsión y divulgación de lo sucedido de la misma forma que lo hacen las leyendas urbanas, con el consiguiente impacto social y cultural.
La historia de la dramatización radiofónica de La guerra de los mundos es en realidad la historia de un triple engaño, en el que contribuyó tanto la propia retransmisión como los medios y nosotros mismos, que hace ochenta años decidimos dar crédito y difusión a una historia y a unas noticias demasiado increíbles como para ser ciertas.
No creerá lo que sucedió a continuación
Tras este episodio radiofónico, otras obras tomaron su relevo años después, en la televisión. Historias como la de la plantación de espaguetis, una breve pieza del programa Panorama emitida por la BBC en el día de los inocentes de 1957; la de Alternative 3, emitida por primera vez en el Reino Unido en 1977, como colofón de la serie Science Report, y en la que, a diferencia del resto de episodios, se dejaba volar la imaginación para hablarnos de conspiraciones gubernamentales, viajes interplanetarios y vida extraterrestre en Marte; o la de Ghostwatch, emitida por la BBC la noche de Halloween de 1992 y que, con formato de reality en falso directo, presentaba una investigación que derivaba en historia de terror con fantasma incluido. En España, más recientemente, tenemos casos como el de «Operación Palace», un programa de Salvados dirigido por Jordi Évole y emitido por La Sexta en 2014 que desvelaba la verdadera historia del golpe de estado del 23-F. Todos ellos, con mayor o menor difusión y calado cultural, provocaron una división de opiniones idéntica a la suscitada por la adaptación de La guerra de los mundos: hubo quien creyó que lo que estaba viendo era cierto, hubo quien supo interpretarlo como una historia de ficción y lo celebró, y hubo también quien descubrió el engaño y protestó.
La última evolución de esta tradición la encontramos en Internet. Tras casos como el de lonelygirl15 o Marble Hornets, ambos en YouTube, es Twitter el medio que ha tomado el revelo con sus hilos de ficción. Tiene sentido que este tipo de historias cambien de medio con el paso de las décadas. Si Orson Welles hubiera decidido adaptar La guerra de los mundos en 2019, resulta lógico pensar que habría utilizado un medio digital. Internet es para nosotros lo que para nuestros padres fue la televisión, y el equivalente a lo que para nuestros abuelos supuso la radio: el lugar al que acudimos para informarnos y descifrar la verdad. Y no hay nada que nos guste más y que estemos más dispuestos a creer que una historia que nos sorprenda, nos enganche, sacuda nuestra rutina y nos dé conversación.
Los marcianos de Twitter
Lo más interesante de esta última mutación quizá sea que quien utiliza plataformas como Twitter para desarrollar historias de ficción consigue que puedan ser percibidas fácilmente como historias reales, contadas por gente real a la que leemos sin ningún tipo de filtro. A diferencia de otras obras de este estilo realizadas décadas atrás para la radio o la televisión, la democratización que los avances tecnológicos han traído permite que la barrera entre emisor y receptor se desdibuje casi por completo. Ahora no es necesario un equipo de personas manejando instrumentos fuera del alcance de la mayoría de la población para transmitir una historia a través de canales oficiales, sino que, simplemente con un teléfono móvil como el que todo el mundo tiene en su bolsillo, una sola persona se puede convertir en el narrador de una historia que, con un potencial de cientos de miles de lectores, conecte con la gente y se perciba horizontalmente, de tú a tú, porque quien te la cuenta lo hace utilizando el mismo canal que cualquiera tiene a su disposición.
Esto ha propiciado que —reemplazando los boletines de la radio y el formato de falso documental de la televisión por la narración fragmentada, las fotos, los vídeos breves y otros recursos propios de las redes— se publiquen historias como aquella en la que Modesto García, a través de su pseudónimo Mr. Brightside, resolvía un crimen a partir de una foto publicada en Twitter, o la investigación que llevaba a cabo Guillem Clua para sacar a la luz la preciosa historia de amor entre dos hombres en la época de la Primera Guerra Mundial. Otro de los mayores exponentes utilizando Twitter como plataforma para desarrollar historias de ficción es Juanjo Ramírez Mascaró, quien, a partir de un primer hilo en el que descubría una bacteria que estaba a punto de cambiar el mundo tal y como lo conocemos, ha desarrollado todo un universo de historias de ficción interconectadas. En Twitter hemos podido ver también historias que dan comienzo con un teléfono perdido y terminan con Nela García —su protagonista— ayudando a la organización anarquista #RedMonkey a borrar Internet, o la historia de misterio de Sara G., que daba comienzo en sus stories de Instagram, luego se organizaba en forma de hilo de Twitter y se terminaba resumiendo, ampliando y continuando en su canal de YouTube. El relato en Twitter de mis vacaciones durante el verano de 2017 también se enmarca dentro de esta corriente de historias de ficción, para lamento de quien llegó a creer que tenía un doble idéntico a mí persiguiéndome mientras pasaba unos días en un hotel cerca de la playa.
Una característica de este tipo de historias es que muchas de ellas se desarrollan en directo, contadas tal y como supuestamente están sucediendo, por lo que podemos encontrar desde hilos que se publican de una sola vez hasta historias cuya narración se prolonga durante semanas o incluso meses. Un par de ejemplos de esto último serían los perfiles de Twitter de greg y The Sun Vanished, quienes desde hace meses están narrando —respectivamente— una historia de misterio que da comienzo cuando su protagonista hereda la casa de su abuelo, y una epopeya de supervivencia en un mundo en el que, como su propio nombre indica, el sol ha desaparecido. Quizá el caso extranjero más conocido sea el de Adam Ellis y su historia del fantasma Dear David, de la que está prevista una adaptación cinematográfica, como ya pasó con la conversación en clave de comedia de terror que mantuvieron en Twitter los escritores Sam Sykes y Chuck Wendig y que, poco después, se trasladó al cine en You Might Be the Killer.
Posverdad y posficción
El sensacionalismo de la prensa también ha evolucionado y mutado con el paso de las décadas. En nuestros días, podemos encontrar los titulares engañosos que buscaban vender más ejemplares que sus competidores inventándose una nación aterrorizada en forma de clickbaits y noticias falsas, estas últimas al servicio de intereses políticos. Quizá, por tanto, en plena era de la posverdad, podamos hablar ahora de «posficción», porque si la posverdad distorsiona deliberadamente la realidad apelando a las emociones, la posficción que plantean los hilos de ficción de Twitter hace algo muy parecido utilizando herramientas similares. La diferencia entre una y otra radica en que, mientras que el objetivo de la posverdad es el de manipular la opinión pública para influir en los resultados electorales, el de la posficción es puramente lúdico: lo que busca es entretener. Como las narraciones radiofónicas de marcianos invasores.
Frente al debate que suele suscitar la publicación de los relatos de posficción más populares, en los que hay quien se plantea cuál debería ser el límite ético de este tipo de historias presentadas como ciertas, conviene echar la vista atrás para recordar que «lo que necesitamos es educación, no prohibiciones». Lo decía una oyente de la retransmisión original de La guerra de los mundos en una carta enviada a la Comisión Federal de Comunicaciones de Estados Unidos en 1938, convencida de que «esta retransmisión demostrará ser beneficiosa y que, al menos durante un tiempo, hará que las personas sean un poco más cuidadosas con la fuente y la naturaleza de su información». Así fue.
Aunque no sea su objetivo, puede que una de las funciones de la posficción sea recordarnos que, ahora que engañarnos parece más fácil que nunca, también tenemos a nuestra disposición más herramientas para comprobar la veracidad de las noticias e historias que leemos.
Creerlas o no, lo mismo que disfrutarlas, es decisión nuestra.
Deja un comentario