Hace tiempo que las estructuras básicas de nuestra sociedad han quedado obsoletas. La actual pandemia no hace más que reafirmar que el mundo que fue diseñado para la sociedad industrial no nos sirve para afrontar los retos del presente. Por este motivo, es necesario repensar la escuela, los partidos políticos, los sindicatos, la ciudad y los hospitales. Y más allá del cambio tecnológico, hace falta modificar las relaciones y los procesos.
En su origen fue la interfaz
Cuando alguien dice «interfaz» inmediatamente se piensa en un teclado, en un ratón o un en joystick, y en infinidad de iconos en la pantalla… Esta interfaz –también llamada «interfaz gráfica de usuario»– es el lugar de la interacción, el espacio de frontera donde lo analógico (el doble clic del ratón) se convierte en digital (se abre un fichero compuesto por bits). Pero la interfaz gráfica de usuario no se reduce a ese intercambio entre el sujeto y la tecnología: esa relación esta mediada por una «gramática de la interacción» que, para que las cosas funcionen, debe ser compartida por el diseñador y el usuario.
Esta idea –la interfaz entendida como una red de actores humanos (usuario, diseñador, etc.), tecnológicos (ratón, teclado, pantalla, aplicaciones, Internet, etc.) e institucionales (gramática de interacción, empresas, leyes, etc.)– puede llevarse mucho más allá de la imagen clásica del sujeto frente a la máquina digital. Si escalamos el concepto, podemos considerar la escuela como una interfaz donde actores humanos (profesores, estudiantes, directivos, familias, etc.), tecnológicos (pizarras, bancos, libros, lápices, proyectores, tabletas, etc.) e institucionales (dirección del centro, AFA, Departament d’Educació, Ministerio, etc.) mantienen diferentes tipos de relaciones entre sí y llevan adelante una serie de procesos.
Interfaces educativas
Desde hace años se habla de «crisis del sistema escolar» y de «innovación educativa». Ríos de tinta y mares de bits han corrido en los últimos años sobre esta cuestión. Ya en 2007 Manuel Castells advertía en un artículo publicado en La Vanguardia: «La idea de que un joven de hoy se cargue una mochila de libros de texto aburridos, definidos por burócratas ministeriales y se encierre en un aula a soportar un discurso irrelevante en su perspectiva y que todo esto lo aguante en nombre del futuro es simplemente absurda». Para algunos, la solución pasa simplemente por incorporar «tecnología educativa» dentro del aula y formar a los docentes. Sin embargo, otros creemos que el asunto es mucho más complejo y exige otro tipo de enfoque. Quizá una mirada desde la perspectiva de las interfaces pueda resultarnos útil.
Ahora bien, ¿por qué la escuela es una interfaz educativa desfasada que no sintoniza con la sociedad del siglo XXI? La escuela pública y obligatoria, tal como la conocemos, fue creada en el siglo XVIII en Prusia para formar ciudadanos y, revoluciones industrial y francesa de por medio, fue incorporando nuevos valores y funciones. Esta interfaz pensada para una sociedad industrial –su principal misión era formar de manera homogénea a la fuerza de trabajo y disciplinarla– hace aguas por todos lados. Es casi obvio: una interfaz educativa diseñada para la sociedad industrial no puede funcionar en una sociedad postindustrial. La COVID-19 no ha hecho más que poner en evidencia los límites de esa interfaz educativa creada hace tres siglos.
La cuarentena ha obligado a las escuelas a pasar en pocos días a un sistema de formación en línea y a explotar los recursos digitales que tenían a mano. La situación es común en buena parte de los países, sobre todo en los de la Europa mediterránea y en América Latina: ni los actores ni los humanos estaban preparados para ese pasaje. Respecto a los actores tecnológicos, en estas semanas de confinamiento ha vuelto, de manera cruel, el viejo debate sobre la «brecha digital». Incluso en Barcelona nos hemos encontrado con estudiantes que no tenían conexión en sus casas y debían «chupar» el wifi de los vecinos para poder seguir las clases vía Zoom.
Resulta interesante notar que, lo que en la vida cotidiana del alumnado sería normal –me refiero al pasaje del «mundo digital» al «mundo real» y viceversa por parte de las nuevas generaciones–, ha presentado tantos inconvenientes al llevarse a escala institucional, desde una carga de trabajo insoportable para todos los actores hasta una enorme incomprensión de lo que deben ser las dinámicas pedagógicas en un entorno digitalizado.
La universidad, si bien nació antes que la escuela pública (a finales de este siglo las más antiguas celebrarán sus mil años de vida), no es ajena a estas transformaciones y tensiones. Lo asombroso es que incluso las innovaciones que se habían introducido en la universidad antes de la pandemia también deben ser reorientadas. Un ejemplo: hace menos de un año, en la Facultad de Comunicación de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, inauguramos unos espacios para el co-working y el trabajo grupal por proyectos. Hace pocos días, en una reunión entre colegas, ya se asumía que estos innovadores espacios deberán ser adaptados a la «nueva normalidad». Y lo mismo tendrá que hacerse con otras interfaces educativas y culturales: aulas, laboratorios, bibliotecas, librerías, museos y centros de exposición deberán ser rediseñados para poder seguir funcionando en una sociedad doblemente «post»: postindustrial y postpandemia.
Las interfaces de la Modernidad
Muchas otras interfaces que venían mostrando sus limitaciones desde hace un par de décadas, como las interfaces políticas (partidos) o las interfaces sociales (sindicatos), deberán pasar por procesos de rediseño si queremos que sigan cumpliendo sus funciones representativas. La COVID-19 ha agregado a los hospitales y centros de atención médica a esta lista: durante las peores semanas de la pandemia esas interfaces sanitarias tuvieron que ser rediseñadas en tiempo real para hacer frente a la explosiva entrada de pacientes a sus servicios de urgencias.
Otra interfaz que no escapará al rediseño es la ciudad. Las interfaces urbanas deberán repensarse en todas sus dimensiones, desde la relación entre espacio público y privado hasta los espacios para el flujo y la permanencia de peatones manteniendo la «distancia de seguridad». Incluso espacios muy innovadores a nivel urbano como las «superislas» de Barcelona, al igual que las nuevas salas de co-working de la UPF, no estaban preparados para el mundo postpandemia y deberán ser rediseñados.
Casi todas las interfaces que se han mencionado (la escuela pública y obligatoria, los partidos políticos, los sindicatos, los hospitales) fueron creadas durante la Modernidad para atender a las necesidades de un tipo de sociedad industrial y masificada que está en vías desaparición. La COVID-19 no ha hecho otra cosa que abrir en canal todas estas interfaces y evidenciar su incapacidad para hacer frente a un mundo cada vez más complejo e incierto.
¿Qué podemos hacer frente a esta obsolescencia? El camino que se perfila es bastante claro: hay que rediseñar estas interfaces. Y si consideramos que estas son redes complejas de actores humanos, tecnológicos e institucionales, debería también quedar claro que no basta con cambiar (o sustituir) un actor tecnológico por otro: de lo que se trata es de cambiar la trama de relaciones y procesos que componen la interfaz. Los actores tecnológicos pueden facilitar el cambio o, por el contrario, terminar reproduciendo el funcionamiento de siempre de una interfaz. En otras palabras: no basta con introducir una pizarra digital dentro del aula para cambiar una interfaz educativa, de la misma forma que el voto electrónico no eliminará por arte de magia las miserias de los partidos políticos.
La forma que adopte la «nueva normalidad» dependerá en gran medida del carácter de estos macroprocesos de diseño y del nivel de participación que permitan a la ciudadanía. ¿Cómo será el rediseño de estas interfaces? ¿Será un diseño top-down, marcado por la confluencia de intereses entre las grandes corporaciones y algunos sectores del Estado? ¿O será un proceso bottom-up, participativo y abierto? El rediseño de las interfaces es una tarea urgente que debe emprenderse sin mayores dilaciones. Mientras escribo este texto, el gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, acaba de dirigirse al ex CEO de Google, Eric Schmidt, para que los ayude a inventar un futuro postpandemia y sumarse a Bill Gates, que ya está «reimaginando la educación» en clave digital para que las escuelas puedan abrir en otoño.
Edgardo | 16 julio 2020
Excelente artículo
Carlos Cosials | 21 agosto 2020
Felicidades, Scolari y un saludo,
Hace tiempo que no leía un reflexión tan interesante, por la perspectiva sistémica que planteas (de actores/nodos e interfaces/relaciones).
Voy a compartirlo….
Maria Leonida | 23 agosto 2020
Very good concept and well written!
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