En todo el territorio africano se van desencadenando acciones en las que mujeres que han sufrido violencia sexual usan las redes para denunciar a sus agresores. No se trata de venganza sino de búsqueda de justicia. Recuerdan que las instituciones siguen siendo sexistas; que el estigma de la violación se abalanza sobre quien la sufre y no sobre quien la comete; que los autores gozan de impunidad y las supervivientes sufren el rechazo; y que las autoridades no actúan. Pero en las redes… En las redes encuentran el último cartucho: para reafirmarse, resistir, exigir reparación y provocar un cambio.
Hace tiempo que perdieron la confianza en las instituciones, pero las mujeres de diversos países africanos encuentran cada vez más en las redes un último refugio para plantar cara a la violencia sexual. Las estructuras formales, desde la policía a los tribunales, pasando por los parlamentos en los que se aprueban las leyes, están impregnadas de la discriminación por motivos que género que asfixia los ámbitos sociales clave. Ese es el análisis que ha llevado a amplios sectores de la población femenina de muchos países del África subsahariana a concluir que las autoridades no les protegerán contra la violencia sexual. Sin embargo, no están dispuestas a resignarse a la condición de víctimas, y en el entorno digital han encontrado un espacio en el que desplegar estrategias de apoyo mutuo, de ruptura de tabús y de exigencia de justicia. Desde Senegal hasta Sudán del Sur, desde Nigeria hasta Uganda, se desencadenan acciones digitales que no solo intentan informar o sensibilizar, sino que denuncian y señalan a los agresores llenando el espacio que dejan las estructuras policiales, judiciales y legislativas convencionales.
No es un episodio aislado. Los detonantes han sido diversos. Las chispas saltan de la forma más insospechada. Pero el hecho es que en los últimos meses (en algunos casos, años), se han producido acciones en las que las redes se han convertido en un lugar de denuncia pública de agresores sexuales en diferentes países africanos. Cada una de ellas presenta sus dinámicas concretas y todas se desarrollan de manera autónoma, pero la acumulación evidencia un fenómeno más amplio, en el que muchas de esas comunidades tratan de romper las barreras sociales de la denuncia, acabar con el estigma de quienes han sufrido esa violencia y forzar un debate y una reflexión que desencadene un cambio de mentalidad. Desarticulada la ficción de que un movimiento como el #MeToo fuese realmente global, más allá de la mirada al ombligo que supone pensar que lo que pasa en el Norte ocupa el centro, el ritmo de estas movilizaciones demuestra que cada comunidad tiene necesidades particulares y que las reivindicaciones de transformación deben responder a esas condiciones.
«No voy a callarme» era la divisa de un grupo de activistas senegalesas, la traducción al español del hashtag #nopiwouma que lanzaron en noviembre de 2017 con la voluntad expresa de generar un espacio en el que «liberar las lenguas y apoyarse mutuamente». Las impulsoras han intentado proporcionar un mecanismo para que otras mujeres pudiesen denunciar sus experiencias manteniendo el anonimato. Algunas lo han hecho durante este tiempo y #nopiwouma continúa siendo una referencia para una denuncia radical de la violencia sexual en el país.
Los cimientos de las universidades de África Occidental se tambalearon como consecuencia de #SexForGrades. En octubre de 2019, la BBC emitió un reportaje de investigación en el que denunciaba casos de profesores en universidades ghanesas y nigerianas que exigían sexo a cambio de buenas calificaciones a sus alumnas. Sex for Grades fue el título del trabajo y el hashtag que se utilizó en redes sociales para difundir la emisión, pero inmediatamente #SexForGrades se emancipó y la conversación en Twitter albergó un duro debate. Más allá de los casos concretos que se denunciaban en el documental, muchas usuarias de las redes sociales vieron la oportunidad de compartir sus experiencias y, en algunos casos, de señalar a otros profesores universitarios que habían abusado de su posición para forzar a sus alumnas.
Las reacciones directas a la emisión se unieron a la publicación de experiencias traumáticas en los despachos universitarios, pero en todo caso también implicaron a usuarios populares que aumentaron el impacto del mensaje y a políticos que, ante la avalancha en las redes, tuvieron que posicionarse. Incluso la conocida escritora nigeriana Lola Shoneyin compartió haber sufrido un episodio de agresión sexual. Además de exponer explícitamente a otros profesores, la conversación servía para proponer medidas que permitiesen atajar una dinámica de abuso que todo el mundo reconocía como muy extendida.
Las reacciones de las instituciones ante los profesores expuestos en el reportaje fueron inmediatas, pero al mismo tiempo, la conversación generada en Internet aceleró algunos procedimientos ya abiertos sobre abusos en el ámbito universitario, y propició que las autoridades tomasen decisiones sobre otros profesores señalados. La ola se fue extendiendo, hasta tal punto de salpicar incluso a miles de kilómetros de distancia. La resaca del debate y la acción en las redes sociales llegó hasta Zambia, aunque con menos intensidad.
Las consecuencias de las denuncias públicas se vivieron, por ejemplo, en Uganda, pero, lejos de desanimar a las usuarias de las redes sociales, las acciones judiciales contra una de ellas amplificaron las denuncias contra los agresores sexuales. El pasado 20 de febrero, Sheena Ahumuza Bagaine, una joven activista feminista ugandesa, fue detenida acusada de ciberacoso. Era el resultado de la denuncia de un hombre al que había señalado como agresor sexual en Twitter hacía poco más de mes y medio.
A principios de año, la joven activista mantenía una conversación a través de las redes con algunas de sus amigas cuando una de ellas confesó haber sufrido abuso sexual. Otras usuarias quisieron conocer la identidad del agresor para señalarlo públicamente y prevenir al resto de mujeres. Sheena Ahumuza Bagaine publicó el nombre, convencida de estar protegiendo a otras del depredador. La conversación continuó y, sin pretenderlo, la joven activista empezó a recibir el testimonio de usuarias que habían sufrido violencia sexual. Se quedó tan impactada por todos esos mensajes que dos días después publicó un hilo con las capturas de pantalla en las que se exponía a los presuntos agresores, preservando la identidad de las denunciantes. Uno de ellos presionó judicialmente a la activista, pero se encontró con su negativa a eliminar el mensaje donde se mencionaba su nombre como presunto responsable de una agresión.
Cuando Sheena Ahumuza Bagaine publicó las capturas de pantalla de los mensajes que había recibido, muchas otras usuarias ugandesas se sumaron a la denuncia pública de hombres que les habían forzado, acosado o agredido. Tras la detención de la activista, se desplegó la campaña #FreeSheena para protestar por la contundencia con la que la policía actuaba contra las denunciantes, muy superior a la que empleaba contra los agresores; asimismo criticaban que las denuncias públicas eran una reacción ante la inoperancia de la justicia, y que la violencia sexual sigue aumentando en el país, de manera que las mujeres tienen que buscar la forma de protegerse. Sheena fue puesta en libertad bajo fianza al día siguiente, pero los ecos de la reclamación continuaron resonando.
Las mujeres sursudanesas han destacado su condición de supervivientes ante la violencia sexual. Lo han hecho en una reciente acción, #SouthSudaneseSurvivor, en la que alertaron sobre el clima de hostilidad al que se enfrentan las mujeres del país y la impunidad con la que viven los agresores; consideraron que había llegado el momento de señalarlos, con nombres y apellidos.
En este caso, el detonante podría considerarse casi una casualidad. Guye Furula, una joven sursudanesa residente en Estados Unidos, explicó en un podcast que ocho años antes había sufrido una violación en una fiesta y contó cómo la experiencia y la reacción de las personas que la rodeaban le habían cambiado la vida. Ni siquiera era la primera vez que la joven compartía esa vivencia. Lo había hecho antes a través de YouTube. Pero esta vez, el pasado 15 de junio, Furula empezó a recibir mensajes de apoyo y de admiración por su valentía. Pero también comenzaron a llegarle testimonios de otras mujeres sursudanesas que habían pasado por experiencias similares.
El mensaje de esta joven sursudanesa actuó como una bola de nieve y los relatos se multiplicaron en las redes. La ruptura del muro de silencio que protagonizaban estas mujeres era especialmente atrevida en una sociedad con una pesada carga de discriminación profundamente arraigada en su estructura. Se exponía a tíos, a primos, a amigos de la familia, a profesores o a jefes, personas muy próximas en muchas ocasiones, lo que, en parte, explica la presión social que soportan las mujeres que sufren esa violencia y la perversión que encierra la idea de la honra familiar. Para desbordar todos esos límites, ellas han preferido anteponer su condición de supervivientes a la de víctimas.
La desconfianza sobre el juicio público pesa sobre las acciones en las que las mujeres que han sufrido violencia sexual hablan sobre sus experiencias y exponen a sus autores sin tapujos. Pero para esas mujeres de diferentes países africanos que encuentran cada vez más en las redes sociales un atisbo de la protección que no les proporcionan las instituciones, se trata de una cuestión de supervivencia, más que de imagen o de convenciones. La conocida periodista y activista ugandesa Rosebell Kagumire recuerda: «El sistema sigue siendo sexista y acosa a las supervivientes. Lo que realmente deberían cuestionarse son esos males sociales relacionados con la violencia sexual, el estigma que rodea la violación y por qué el espacio digital parece ser el último refugio para las mujeres».
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