
Bombero llevando una manga y entrando en acción contra el fuego.. Princeton, Massachusetts, 1939 | B. W. Muir, U.S. National Archives | Dominio público
El paso a la sociedad industrial comportó un cambio en nuestra relación con el fuego. Lo que era una herramienta útil para gestionar el territorio ha pasado a considerarse un peligro. En un contexto de crisis climática, recuperar prácticas ancestrales del uso del fuego puede ofrecernos herramientas para hacer frente a los incendios del futuro.
El fuego en los ecosistemas
Los incendios forman parte de la propia dinámica de los ecosistemas terrestres desde su origen. Han estado presentes desde que las plantas ocuparon la superficie de los continentes, hace unos 420 millones de años. Se vieron favorecidos por una atmósfera rica en oxígeno que se había acumulado durante millones de años, desde la aparición de microorganismos capaces de realizar la fotosíntesis. Las igniciones se originaban en los rayos o en los volcanes, y se volvieron todavía más frecuentes cuando las gramíneas y otras herbáceas particularmente inflamables se expandieron en regiones de clima seco.
Desde entonces, el fuego ha actuado como una presión evolutiva a la que las especies han tenido que adaptarse. Algunas plantas han sabido sacar partido de los incendios y producen unos frutos, denominados serótinas, que necesitan el fuego para liberar sus semillas. Después del incendio, las semillas encuentran condiciones adecuadas para germinar, ya que se ha eliminado la competencia de otras especies. En Cataluña, el pino blanco y el pinastro producen frutos de este tipo. En California, la persistencia de las poblaciones de secuoyas requiere fuegos de superficie que quemen la hojarasca y faciliten la apertura de las piñas; de esta manera, se pueden establecer nuevos individuos. Muchas especies de animales también dependen del fuego: ejemplos emblemáticos son el cóndor en el continente americano y el águila perdicera en la península Ibérica, que tienen preferencia por los hábitats despejados por fuegos recurrentes, porque es ahí donde encuentran sus presas.
Los humanos también han convivido con el fuego desde sus orígenes. Hace aproximadamente cuatrocientos mil años comenzaron a emplear el fuego de manera controlada. Lo utilizaban como una herramienta para garantizar la subsistencia de las poblaciones en todos los continentes. Podemos reconocer algunos de estos usos ancestrales en los pueblos de California. Gracias a los fuegos, los chumash de la zona de Santa Bárbara mantenían áreas libres de matorrales que permitían ver los osos grises a distancia. Las poblaciones yurok del norte de California usaban el fuego para impulsar los rebrotes rectilíneos de muchas plantas frondosas, un material fundamental para la fabricación de cestería o herramientas cotidianas. Para los maidu, ubicados a los pies de la Sierra Nevada, el uso frecuente del fuego en los robledales abiertos estimulaba el crecimiento de las «patatas indias», unos bulbos comestibles que se ven favorecidos por el fuego, que elimina la competencia y la hojarasca, fomentando su reproducción. Más cerca, desde los Pirineos y hasta las montañas del Atlas, el fuego ha sido tradicionalmente una herramienta de gestión esencial para mantener los pastos, porque así se eliminaba la vegetación arbustiva y se promovía el crecimiento de hierbas sabrosas para los rebaños.
En todos estos contextos culturales, el fuego está continuamente presente y es un poderoso acompañante, benefactor de la vida cotidiana: calienta, proporciona alimento, protege, permite fabricar herramientas y, en muchos casos, constituye un elemento espiritual. Se convierte en un gran modelador de los paisajes culturales, creando espacios abiertos y reduciendo la vegetación inflamable, y también en un regulador del funcionamiento de los ecosistemas, favoreciendo la descomposición de materia orgánica y la liberación y el reciclaje de nutrientes, especialmente en lugares áridos donde los procesos biológicos son lentos. Mientras los humanos controlen la frecuencia y la intensidad del fuego dentro de unos límites, el equilibrio de nutrientes y la preservación de los suelos pueden mantenerse y las especies de plantas y animales que viven en ellos se adaptan, hasta el punto de que algunas de ellas incluso pasan a depender de este régimen de incendios impuesto por los humanos. De esta manera, el fuego juega un papel de renovación y diversificación. Pero el fuego puede llegar a tener una fuerza descontrolada, destructiva: el mito griego de Prometeo reconoce el valor del fuego celosamente custodiado por los dioses y robado en favor de los humanos, a pesar de que la adquisición de su poder se paga con una dolorosa contrapartida. La clave está en saber mantenerlo bajo control, o en huir a tiempo.
En pleno siglo XXI, el fuego pasa de ser una herramienta a ser una amenaza
Adentrados en el siglo XXI, observamos que, para la mayor parte de las sociedades, el fuego se ha convertido en un problema. El gran cambio de la relación humano-fuego llegó con la industrialización y con los movimientos demográficos del mundo rural a las ciudades. La quema de combustibles fósiles cambió por completo la relación de los humanos con el fuego y su interacción con los paisajes. Las nuevas tecnologías aumentaron la capacidad para controlar el fuego, confinado en hornos y en motores donde se liberan grandes cantidades de energía transformadora. La capacidad transformadora de esta energía desatada llega también a los paisajes, a veces siguiendo caminos insospechados. El tránsito de las poblaciones rurales a las ciudades y la concentración de la actividad agrícola en lugares má s productivos gracias a la potente maquinaria impulsada por los combustibles fósiles hacen que la vegetación leñosa vuelva a cubrir grandes superficies que hasta hace unas décadas estaban ocupadas por actividades agrícolas y ganaderas. A la vez, los humanos de estas sociedades han perdido la convivencia cotidiana con el fuego y el conocimiento de cómo usarlo para gestionar el paisaje. De hecho, en muchos lugares la política de extinción de todos los incendios ha fomentado un incremento de la vegetación en el propio bosque. Finalmente, las poblaciones urbanas, en su afán de buscar un contacto con la naturaleza, se establecen en mitad de estas zonas boscosas, que ahora son mucho más inflamables. Se acumula el combustible en el paisaje y se altera el patrón histórico de igniciones y de contacto entre el humano, el fuego y la vegetación.
Al mismo tiempo, los residuos gaseosos de la quema masiva de combustibles fósiles hacen que el clima sea cada vez más cálido y extremo. El cambio climático acarrea condiciones más propensas a la propagación virulenta de los incendios en muchos lugares donde esto no era habitual. La vegetación se vuelve proclive a quemarse más a menudo: el aumento de temperatura incrementa la demanda hídrica, lo que a su vez aumenta el estrés en las plantas. A esto hay que sumar que, en muchas partes del mundo, el aumento en la irregularidad de las precipitaciones provoca periodos de sequía más largos y acentuados, limitando el agua disponible para las plantas y agravando su estrés. Además, la introducción de especies invasoras ha alterado el ciclo natural del fuego, modificando en muchos casos la inflamabilidad del paisaje y la frecuencia de los incendios.
Así, los incendios se vuelven cada vez más difíciles de controlar. El fuego pasa de ser regenerador a destructor. En las últimas décadas se empieza a hablar de «megaincendios» y de grandes pérdidas asociadas. Esto tiene consecuencias no únicamente en los humanos: una alta recurrencia de incendios impide a muchas especies disponer del tiempo suficiente para crear nuevas semillas y restablecerse después de los incendios. La intensificación de la gravedad y extensión de los incendios lleva a una mortalidad generalizada de la biota y a una homogeneización del paisaje que reduce la biodiversidad. Por consiguiente, se pierde la relación histórica del fuego con los humanos y los ecosistemas.
Enfrentados a la emergencia climática en la que nos encontramos, muchos ciudadanos y administraciones nos preguntamos qué podemos hacer ante una situación que no parece mejorar, muy al contrario. La respuesta no es sencilla, y no podemos esperar una solución milagrosa. Nuestra sociedad a menudo aborda el fuego como si fuese exclusivamente un problema que puede solucionarse con más recursos: más bomberos y más medios aéreos, con la esperanza de que la tecnología resuelva el problema. Pero nuestras capacidades tecnológicas pueden controlar el nuevo escenario solo hasta cierto punto. El desequilibrio generado entre el fuego y la vegetación lleva a una situación en la que la energía liberada por los incendios supera con creces la capacidad técnica de control. Por tanto, hay que repensar nuestra relación con el fuego y fomentar sistemas que permitan incendios más beneficiosos que perjudiciales.
Así, en primer lugar, debemos reconocer que los incendios forestales son un fenómeno socioecológico complejo, donde confluyen procesos físicos, ecológicos, socieconómicos, históricos y culturales. Después podemos entrar a analizar sus diferentes componentes. Por ejemplo, hay una gran necesidad de continuar invirtiendo en conocimiento para comprender cuáles son los procesos físicos que gobiernan la propagación de los incendios extremos. Al mismo tiempo, hay que abordar la tendencia climática actual: estabilizar y revertir el calentamiento global es imprescindible para disminuir la energía que posee la atmósfera para sostener los incendios. Además, hay un amplio consenso en la necesidad de trabajar hacia paisajes menos inflamables, es decir, que sostengan una carga de combustible menor para que, en caso de incendio, este se propague con menos intensidad y en condiciones más controlables.
Los mecanismos socieconómicos que permiten lograr un paisaje más resiliente a los incendios son complejos, variables, efímeros y específicos de cada región. Aunque los avances tecnológicos continuarán siendo una parte importante de la respuesta en muchas situaciones de riesgo, no será suficiente. A la vez, la tan a menudo aclamada recuperación de los usos tradicionales debe aplicarse con un conocimiento de las condiciones locales y con una base científica que la sostenga. Mientras que la recuperación de actividades silvopastoriles pueda resultar adecuada en una zona, el cambio de uso del suelo hacia otras actividades, como las hortícolas, puede ser una mejor opción en otras áreas. Sin embargo, la recuperación del uso tradicional del fuego, donde convergen intereses culturales, económicos y de prevención de riesgos, puede ser una solución en muchos contextos, pero esto no implica que sea aplicable en todas partes, por ejemplo, en territorios densamente poblados. Comprender mejor, contextualizar e implementar muchas de las prácticas ancestrales del uso del fuego puede ser muy beneficioso para los ecosistemas y las sociedades que viven en ellos. Por eso, debemos rehacer nuestra relación con los ecosistemas dentro de unos límites de sostenibilidad que garanticen los servicios que proveen. Así, el fuego puede pasar de ser una amenaza a convertirse en un aliado, y su uso adecuado puede incluso contribuir a regular el funcionamiento de ecosistemas y a favorecer la biodiversidad y las sociedades que viven en ellos.
Rosa | 10 abril 2025
Molt bon article, molt documentat i argumentat. Amb propostes i possibles solucions molt ben fonamentades. Felicitats
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