La felicidad

La deidad totémica que habla a través de las voces publicitarias no es solo el consumo, la culpa o la melancolía, sino la detención de la historia.

Fotograma del spot televisivo de BMW (campaña Mano).

Fotograma del spot televisivo de BMW (campaña Mano).

En la publicidad contemporánea, los gestos de felicidad engendrados por el cine se confunden con las formas de la melancolía. Ante la lente de la publicidad, saltos, besos, caricias y brazos extendidos ya no aspiran a investir de júbilo el producto ni la marca. Ni siquiera aseguran el valor de una experiencia placentera concreta. A medida que se han multiplicado a través de un número de pantallas cada vez mayor, las sonrisas,jingles y corbatas con las que se avalaba el producto en la publicidad cinematográfica y televisiva primitivas han ido horadando huecos, intervalos desde los que infundir en el espectador un único deseo: ingresar de nuevo en el mundo, no ser sino aguardar, permanecer siempre en el afán crispado de abrazar todas las experiencias sin librarse a ninguna.

A cada instante, desde la pantalla televisiva o a través de dispositivos portátiles, la publicidad promete un perenne entrar en el mundo y, si los gestos filmados por el cine hablan siempre de la vida histórica del ser humano, de la huella que deja sobre un tiempo irrepetible, los veinte o treinta segundos de un spot aprisionan esa inscripción temporal en un bucle que a la vez la afirma y la deniega. Hay tiempo en las imágenes publicitarias, pero no hay memoria y los gestos, en su frecuente belleza, son espejismos desde los que resulta imposible remontar en la historia. ¿Cómo vislumbrar un origen para la caricia de unas trenzas que va mudando de un personaje a otro en uno de los spots de la bebida H20, ganador en la edición 2011 de los Lions de Cannes? ¿Qué arraigo tiene ese gesto cuando trata de borrar de sí cualquier impureza para proclamar su abstracción, un solo concepto ante el espectador?

Una parte substantiva de la publicidad ha ido abandonando las cosas concretas para convertirse en la propaganda de un solo gesto invisible, tan feliz como inalcanzable. Del mismo modo que la melancolía, que no es tanto la retracción ante la pérdida de algo, sino la capacidad de hacer aparecer como perdido un objeto inapropiable para así poseerlo de manera definitiva, la publicidad contemporánea cerca con imágenes el centro vacío de una felicidad fuera del tiempo. Con sus mensajes concisos, custodia una experiencia en fuga que, en última instancia, revela la indigencia de la sociedad postcapitalista para fabricar gestos singulares de la felicidad. Sin embargo, delimita bien ese lugar vacío, como si no le bastase con su propósito de vender y ansiase convertirse, además, en una auténtica metacrítica de sí misma.

En uno de los spots de la campaña Mano, que la empresa automovilística BMW lanzó en 2001, el lema «¿Te gusta conducir?» se plasma en un único gesto, el de la mano del conductor que, contemplada desde su punto de vista subjetivo, emerge de la ventanilla en ademán de acariciar el paisaje que va desfilando ante el vehículo. Sobre la música electrónica del dúo catalán La Crem, los planos se yuxtaponen con un montaje rítmico que privilegia la captura del gesto sobre el encuadre, de igual manera que las grabaciones en Super-8 de la generación beat o las películas de cineastas como Stan Brackhage y Jonas Mekas. Sin embargo, donde cada plano de estos cineastas se celebra como la captura de un instante hurtado al tiempo, el lugar desde donde alguien mira, la apertura de las imágenes del spot de BMW no secunda la construcción de una mirada.

Nada mira en lo que se ve y esa ceguera se convierte en el síntoma, reiterado por campañas tan brillantes como las de BMW, del estado de atención intermedio que la proliferación de las pantallas, la pantalla global, auspicia. Los tres espacios privilegiados de la contemporaneidad, la autovía, el supermercado y el sofá confrontado con la pantalla doméstica se alinean en este spot extraordinario, que manifiesta una leve rugosidad cinematográfica, la sensación de haber sido registrado con un celular o bien con una cámara doméstica, la impresión de ser fruto de una experiencia particular. Justamente por eso comparece la aspereza, el efecto de un mirar entre las cosas y dentro del sujeto al que Jankélévitch denominó intravisión, que sin embargo se esfuma tan pronto como el spot se cierra y se libra a las infinitas variaciones de la campaña.

Si la naturaleza del gesto cinematográfico es también la del fantasma y por eso no cesa de regresar, de provocar ecos y contaminaciones en nuevos gestos e imágenes, el contingente gestual que la publicidad hace migrar de unas pantallas a otras se convierte, como la propia publicidad, en un interfaz autónomo. Crea formas pero no es capaz de quebrarlas, de manera que, en su límite, invoca la necesidad de un contrapeso en el que la imagen mida su valor por la capacidad de provocar grandes cortes, detenciones. No haber tenido que emanciparse de lo religioso es, para Lipovetsky y Serroy, un rasgo que hace único el origen del cine. La publicidad, sin embargo, ha madurado junto a la condición pseudorreligiosa hacia la que la modernidad tardía empuja a todo individuo por el solo hecho de ocupar un lugar en la sociedad.

Porque, en efecto, el capitalismo se revela como una devoción cultual, la más importante que haya podido existir. Todo en ella cobra sentido en relación a la observación de un culto, el del consumo, sin otro dogma ni idea que lo enturbie. Este culto imperecedero, que no reconoce laborables ni festivos, solapa trabajo y celebración en una única e inacabable jornada. Y no contempla redención de la culpa, sino que ansía la culpa misma, que es su motor. A diferencia de cualquier otra forma religiosa, el consumo se configura como un culto no expiatorio sino culpabilizador. Así como los gestos que las diferentes tradiciones religiosas han labrado en sus pinturas y esculturas alientan un conocimiento tranquilizador, la publicidad recuerda al espectador el perpetuo exaltarse de su deseo frente a un objeto siempre demorado y cuya consecución no garantiza compensación alguna.

¿Qué vende entonces la publicidad contemporánea? La deidad totémica que habla a través de las voces publicitarias no es solo el consumo, la culpa o la melancolía, sino la detención de la historia. Los gestos publicitarios desalojan cualquier tentativa de proclamar yo-he-estado-aquí. El historiador, como señala Benjamin, es el heraldo que invita a los muertos al festín y la figuración de la muerte es la única imagen que no halla lugar ni en la mecánica de consumo ni en la lógica publicitaria. Sin el gesto intempestivo por antonomasia, la muerte, en la que se encarna el lenguaje, no hay tampoco verdaderos gestos de felicidad, sino una única y postrera identidad adolescente en la que se hilvanan mutismo y melancolía. Desde la prensa, a través de mailings y RSS en Internet, en la pantalla global, las imágenes de la publicidad contemporánea muestran su fascinante afán por colonizar la vida y brindan, acaso, la oportunidad de emprender una auténtica búsqueda, de pensar la sociedad contemporánea como un gran spot del que hubiese sido borrada cualquier huella del producto anunciado, cualquier felicidad concreta.

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